Por Correo del Sur, 04/06/2010
Son numerosas las voces que exigen ante los hechos de violencia criminal recientes una respuesta demoledora del Estado. Pero, la verdad sea dicho, hace ya tiempo que las autoridades civiles, los órganos de seguridad, la totalidad de los cuerpos policíacos federales, no están en condiciones de asestar esa clase de golpes contundentes, definitivos. Tampoco la sociedad. Ese es parte del grave problema que nos aqueja y que hoy, a falta de un análisis objetivo, se quiere suplir con llamados a la unidad, como si la actividad delincuencial fuera un deleznable accidente en la vida nacional, presto a retroceder ante la voluntad de las fuerzas vivas, a dejarse arrinconar o a rendirse ante el rechazo moral a sus trágicas opciones. Hemos olvidado lo esencial: las mafias son la expresión visible de un terrible cáncer social que ha venido conquistando espacios en el cuerpo de la sociedad mexicana hasta ser parte de su tejido básico. Y, por ende, debe actuarse a la vez desde adentro y desde fuera, aplicando un programa de regeneración sin descuidar la cirugía más expedita. Paso vital es evitar que las manos de los galenos se infecten con el paciente enfermo, de modo que la acción preventiva, la vigilancia cotidiana sea la condición indispensable para el éxito.
El presidente llama a cerrar filas en torno a su política, sin advertir, o reconocer, que existen razonables dudas en cuanto a si ésta es la única o la mejor, dadas las circunstancias. Ese debate, legítimo en un régimen democrático, no debería suscitar tanto recelo y desconfianza. En rigor, el dilema no está en si la autoridad emplea a las fuerzas armadas o “negocia” una pax que acabe de entregar el país al narcotráfico. Ese es un falso problema, una forma de claudicación que, contrario sensu, tampoco justifica todo lo que haga o diga el Ejecutivo. En rigor se trata de vislumbrar una estrategia que, en términos, de bienestar público resulte menos lesiva, más eficaz, lo cual significaría poner en juego otros recursos, no solo una mayor capacidad de fuego. Si el gobierno desea favorecer una “política de Estado”, debe saber que hay que abrir la agenda, sin temores pero sin prejuicios, pues se trata de un tema que incide en el conjunto de la sociedad nacional y en el entorno internacional en que ésta se mueve.
Finalmente, la delincuencia organizada no crea sola, (o por sí misma) la crisis moral y social en la que penosamente nos hallamos, a juzgar por el desánimo ambiente y el desinterés de la ciudadanía por los asuntos públicos. Más bien, es el desfase de las instituciones, la ausencia de crecimiento sostenido, la persistencia de viejos e insuperados males como la corrupción o la impunidad, la razón por la cual esa terrible carga pudo desplegarse como cuchillo en mantequilla. El mal viene de lejos, pero nuestras deficiencias históricas, estructurales, no han sido tocadas por “los gobiernos del cambio”. Nadie se llame a sorpresa. La crisis es real. Y los agravios se acumulan.
Es una verdad incómoda, pero México está empantanado en la repetición de los mismos esquemas, ahora bajo el velo de una democracia de escasa calidad, poco creíble que no permite ver la luz al final del túnel. No hay que inventar soluciones simplistas o simplonas para males complejos, pero es hora de pensar en el país con un poco de aliento y generosidad, sin dejarse atrapar por el juego inútil de la mercadotecnia política que hoy por hoy ocupa tiempo, dinero y espacio, sin darle a la ciudadanía lo que exige y requiere: opciones, salidas. ASR