Rolando Cordera Campos
La Jornada
27/09/2015
Murió el poeta, pero nos quedan sus versos y su Bazar de Asombros.
Se murió el amigo, pero nos quedan los recuerdos entrañables: los largos paseos por Londres, la solidaridad con Punto Crítico y Carlos Guevara, la solidaridad con Chile devastado por los Espadones. El 2006, la esperanza y la indignación madura… Adiós, gran Hugo.
Supongamos sin conceder, como aconsejan los abogados, que las celebérrimas reformas estructurales nos deparen un México nuevo y bueno, cada vez más lejano de los dos Méxicos que hace una semana The Economist volviera a visitar; con mayor eficacia comunicativa y hasta conceptual que la lograda por el establo global de Mackinsey.
Supongamos, también, que todas estas reformas empiezan a rendir sus frutos pronto, en medida suficiente para que los mexicanos de la mayoría hoy sometida a diferentes grados de pobreza y vulnerabilidad, puedan gozar sus resultados, aunque sea poco a poco. Lo que no debemos ni podemos suponer es que si nos aguantamos, los referidos resultados llegarán a nosotros como caídos del cielo.
En la mejor intencionada de las hipótesis, las reformas arrojarán ingresos adicionales y ganancias extra en allá, por 2017 o 18, aunque ahora hay que descontar los efectos que sobre las capacidades redistributivas del Estado, siempre magras en nuestro caso, tendrá la rendición del gobierno en materia de reforma fiscal. En cualquier hipótesis, lo que por lo pronto hay que asumir es que nada de lo hecho y dicho asegura que esos ingresos y ganancias van a repartirse de acuerdo con el esfuerzo comprometido en su realización, mucho menos de conformidad con el estado real de la cuestión social que nos abruma en todos los planos de la convivencia individual y colectiva.
México se nos presenta hoy como una sociedad en extremo desigual y con demasiada pobreza, lo cual no tiene justificación alguna. Sobre todo si consideramos lo que significa para todos el tamaño de la economía y la magnitud de la riqueza, así como el ingreso concentrados en las cumbres de la sociedad, cuyos personeros y corporaciones no se caracterizan precisamente por sus capacidades innovativas o emprendedoras.
La combinación de bajo crecimiento económico, convertido ya en trayectoria de largo plazo, cuyos inicios habría que fechar en los años sombríos de la década de los 80 del siglo pasado, con mala distribución y extrema concentración, ha dado como resultado una economía política no incluyente o excluyente, como la ha calificado recientemente el estudioso Gerardo Esquivel en su informe sobre la distribución del ingreso y la riqueza para Oxfam.
En esta circunstancia, que define nuestro presente y marca el futuro, la que a su vez obliga a redefinir los términos de la agenda nacional, y poner en el centro de la acción y la reflexión política a la injusticia social que hoy marca al conjunto de la sociedad y el Estado nacionales. De otra suerte, la precaria legitimidad del sistema político emergido de la transición, así como la de los grupos dirigentes que hoy controlan el intercambio político se volverá erosión moral y corrosión del espacio que aún nos queda para intentar tejer una verdadera conversación democrática.
Un viraje de los objetivos y los criterios de evaluación como el propuesto no es ni será fácil, pero es indispensable plantearlo y planteárnoslo porque lo que hemos empezado a vivir en estos meses horribilis es el inicio de una situación de emergencia a la que hay que encarar con sentido de urgencia.
No hay fiesta en nuestro horizonte y toda gran celebración adelantada está condenada a acentuar la desconfianza y el recelo con los que grandes grupos de la población recibieron de inicio las mencionadas reformas.
Poco se avanzará en esta dirección si, por otro lado, los grupos que hoy despliegan la crítica y la oposición frontal al orden establecido insisten en especular con la tragedia humana sin recato ni la mínima sensatez que reclama la tragedia misma. Lo que urge es erigir un discurso de rehabilitación del Estado y reivindicación de las viejas banderas vinculadas a la justicia social que hoy podría engarzarse con un nuevo reclamo por ampliar y profundizar la democracia. No es la demolición del Estado lo que esta adolorida y atemorizada sociedad necesita, sino su fortalecimiento. Tampoco es ruta de salida de este cruel laberinto la negación por la vía de los hechos del código democrático; lo que es vital encontrar es un nuevo hilo de Ariadna que mediante la reforma del poder nos permita imaginar otros escenarios para la lucha y la convergencia de iniciativas de cambio sin violencia.
La economía de la injusticia que el cambio estructural no hizo sino agudizar para volverla nefasta costumbre, nos lleva sin más a una cultura autodestructiva del regodeo en el privilegio de los pocos satisfechos. Evitar que este regodeo se vuelva epidemia es la gran misión de la política democrática. Es desde aquí que se puede afrontar la lacra de la corrupción y del abuso.
Si en verdad queremos avanzar por la vía de la modernización y la inscripción de México en el mundo global que a pesar de todo se reconforma, el punto de partida irrenunciable debe ser la condena clara de la economía política de la injusticia que hoy sufrimos. Pero no hay que olvidar que sobrevivir no es garantía de mejora.