José Woldenberg
Reforma
14/05/2015
Hace sesenta años en nuestro país, en 1955, las mujeres mayores de 21 años votaron por primera vez en una elección federal para diputados. México llegaba rezagado al reconocimiento de la igualdad de derechos políticos entre hombres y mujeres, pero suele decirse que «nunca es tarde si la dicha es buena». Se sabe que durante la administración del presidente Cárdenas, éste envió al Congreso una iniciativa en ese mismo sentido, que las Cámaras la aprobaron, pero que nunca fue publicada porque se temió -se especuló entonces- que las mujeres fueran una fuente de votos para «la derecha». Durante el gobierno de Miguel Alemán (1947) se aprobó el voto para las mujeres pero solo cuando se tratara de elegir a los ayuntamientos.
En 60 años muchas cosas han cambiado. Y si algún movimiento social ha devenido victorioso es el de las mujeres que reivindicaron su derecho a participar en política y a recibir un trato equitativo. Sobre todo, en los últimos 20 años las transformaciones han sido más que relevantes.
En 1993, por primera vez el Cofipe estableció que los partidos debían promover una mayor participación de la mujer en los asuntos políticos. Fue una respuesta tibia, germinal, si se quiere anunciadora, ante un reclamo que parecía expansivo: trato y representación igual entre mujeres y hombres. Cierto, no existía norma en contrario. Pero usos y costumbres, labrados a lo largo de los siglos, construían una carrera de obstáculos para aquellas mujeres que quisieran participar en política. No obstante, una norma no vinculante, que establecía un deber ser que si no se cumplía no tenía derivaciones sancionadoras, se convirtió en una «llamada a misa».
En la reforma de 1996, en un artículo transitorio del Cofipe, se instituyó que «los partidos…considerarán en sus estatutos que las candidaturas por ambos principios a diputados y senadores, no excedan del 70% para un mismo género». Era una obligación, pero fue burlada en demasía porque no fueron pocos los partidos que colocaron a la cuota de mujeres entre las suplentes de los candidatos de mayoría relativa o en los últimos lugares de las listas plurinominales.
Si mal no recuerdo, fue por ello que la consejera electoral Jacqueline Peschard (única mujer consejera entonces) impulsó una resolución del Consejo General del IFE que instauró que para cumplir con el precepto legal, en las listas plurinominales, en cada segmento de tres candidatos, debería aparecer por lo menos una mujer. Esa medida se hizo ley con una reforma en 2002, en la que se recogió el acuerdo del IFE, mientras se refrendaba que la proporción entre candidatos hombres y mujeres no podía ser de más del 70 por ciento para alguno de los sexos.
En 2007-2008 se dio un nuevo vuelco a la tuerca. La proporción sería en el extremo 60-40 y en las listas plurinominales por cada tramo de 5 candidatos 2 deberían ser para un género y 3 para el otro. Pero como nunca dejan de existir «vivos», en 2009 fuimos espectadores del lamentable y penoso episodio conocido como «las juanitas»: mujeres que lograron un lugar en la Cámara de Diputados, pero que el mismo día en que se instalaba ésta, renunciaban a su cargo para que su curul la ocupara el suplente, que curiosamente era el hijo, el esposo o el jefe de la «diputada electa».
En 2011-12, ante la impugnación de La Red de Mujeres en Plural, el Tribunal estableció que los partidos tenían que cumplir con las cuotas fijadas en la ley no solo en la pista plurinominal sino también en la uninominal. Su razonamiento no fue muy ortodoxo, porque cada distrito es una unidad independiente, pero dado su efecto promisorio y equilibrador (casi) todo mundo lo aplaudió y generó un importante precedente.
Ahora, 60 años después de que las mujeres votaron en una elección federal, las candidatas de los partidos son el mismo número que los candidatos. Y es que la reforma de 2014 estableció desde la Constitución que «los partidos… (deben) garantizar la paridad entre los géneros, en candidaturas a legisladoras federales y locales», y la LGIPE dice que «se registrarán por fórmulas de candidatos compuestas cada una por un propietario y un suplente del mismo género», para evitar a «las juanitas». Y de no suceder, el INE y los institutos locales tienen la obligación de rechazar la inscripción de las candidaturas.
Nada de lo anterior hubiese sido posible sin la organización de las mujeres, sin operaciones concurrentes de legisladoras que abrieron paso al trato igual. Un cambio notable: de la exclusión a la paridad.