Jacqueline Peschard
La Crónica
26/08/2020
Mucho se ha insistido que el escándalo del caso Lozoya, que ha provocado tanta indignación en los mexicanos, podría ser la gran prueba de que AMLO va en serio en la lucha contra la corrupción que ha sido el tema estelar de su agenda de gobierno. Pero, como todos sabemos, para que sea así, es indispensable que el juicio no sea sólo mediático, por estridente que sea, sino que esté respaldado por una investigación sólida que recabe las pruebas indispensables para que el juez pueda sancionar a los culpables. No es suficiente que la mayoría de la población esté convencida de la culpabilidad de los señalados en los medios de comunicación; tiene que sustentarse en pruebas y en un proceso legal.
La filtración de los videos que exhiben a asistentes de ex-senadores o la divulgación de la denuncia del delincuente protegido, que ha colocado por primera vez en la silla de los acusados a funcionarios del más alto nivel, desde expresidentes y dirigentes de los que fueron los principales partidos, hasta gobernadores en funciones, han nutrido los resortes de la indignación y la ira, porque también sabemos que las desviaciones de recursos públicos comprenden sumas muy elevadas de dinero. Pero, los procesos judiciales no se alimentan de descalificaciones sociales, por intensas que éstas sean.
Cuando en otros países las acciones anticorrupción se han calificado como exitosas, es porque ha habido una relación directa entre lo elevado de los cargos de los imputados y la eficacia de las investigaciones de los ministerios públicos y las sentencias de los jueces. Los imputados han sido expresidentes o sus familiares directos como en Guatemala, o altos funcionarios de gobierno, o del Poder Legislativo como en Brasil, o incluso presidentes en funciones, como en Perú. Procesar por actos de corrupción a quienes ocupaban las posiciones más altas en la estructura de poder ha sido una manera de evidenciar que los escándalos de corrupción están sustentados en procesos judiciales que se aplican sin distinción y ello, de entrada, despierta la confianza de la ciudadanía. De hecho, en México llevábamos sobre nuestros hombros una carga de impunidad respecto de los grandes sobornos de Odebrecht, porque en otros países latinoamericanos, los procesos hace tiempo que habían derivado en el encarcelamiento de altos dirigentes políticos, mientras en el nuestro, no habían prosperado las investigaciones, hasta ahora que Lozoya se entregó para “colaborar con la justicia”.
No cabe duda, el escopetazo mediático del caso Lozoya ha nutrido la indignación de la gente con la corrupción del pasado y ello le ha rendido buenos dividendos a la credibilidad de AMLO y, es probable que su propuesta de someter la persecución de expresidentes a una consulta popular para darle cauce a la ira de las personas, mantenga su popularidad en buenos niveles. El presidente conecta bien con la gente en el tema de la corrupción y sabe cómo explotarlo discursivamente, pero ello no se traduce en un adecuado proceso de investigación, ni en un juicio sólido y, al final, puede ser que lo único que quede sea frustración por las expectativas suscitadas.
De acuerdo con la más reciente encuesta de El Financiero, la confianza en el presidente en el último mes se incrementó en 2% para alcanzar el 58% de aprobación y la encuesta de Consulta Mitofsky, del 14 de agosto pasado, señala que subió la popularidad presidencial al 54% que es el valor más alto desde el 5 de marzo y la mejoría está basada en los temas de corrupción, ya que, respecto del manejo de la pandemia, su respaldo ha caído en 8%. Del juicio mediático, AMLO sale avante, pero lo bueno para el presidente no es inmediatamente bueno para la justicia y el combate a la impunidad. Por el contrario, la exhibición puede ser lo que obstaculice el debido proceso de investigación que, como sabemos implica la presunción de inocencia que ha sido atropellada en un afán de mostrarle a la gente que de quiénes se sospechaba, sí están señalados en la corrupción del pasado.
El problema de la exhibición mediática como palanca de credibilidad es que las reacciones contrarias utilizan los mismos mecanismos, de ahí que la lucha contra la corrupción de AMLO ahora esté aderezada, o contrariada, por los dos videos filtrados de su hermano recibiendo recursos ilegales para Morena. Más allá de que la reserva de confianza de AMLO le ayude a justificar a los ojos de sus seguidores un acto de muy probable violación a las reglas de financiamiento de los partidos políticos, el gran problema es que contradice el discurso de que el gobierno actual es diferente y que la corrupción es sólo de gobiernos anteriores.
Si, no sólo el caso Lozoya, sino también el de Pío López Obrador, sólo se quedan en la condena mediática, sin verse respaldados por sólidas investigaciones penales que prueben la culpabilidad o no de los implicados, la indignación con la corrupción que ha sido un motor de respaldo al gobierno de AMLO, sólo se quede en una ola de frustración que es una palanca que desmoviliza a la población. La pregunta, entonces, sería ¿habrá alguien que pueda recoger y articular dicha frustración para convertirla en energía social constructiva?