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De la satisfacción a la rendición

Fuente: La Jornada

Rolando Cordera Campos

Podemos suponer que la caída vertical de la economía registrada en el segundo trimestre del año fue la más grave imaginable y que por eso ya «tocamos fondo», pero los efectos acumulados de la contracción que arrancara en los últimos meses de 2008 seguirán con nosotros por un buen tiempo. Las consecuencias sociales del decaimiento productivo se dejan sentir en el territorio y el alma mexicanos, y nadie puede hoy pronosticar, mucho menos festinar, que el empleo se reactivará pronto, o que el ingreso de la mayoría de las familias vivirá un súbito salto o que la pobreza de las masas se verá reducida de modo significativo en un plazo prudente, soportable para quienes la sufren o para quienes no pueden evitar tomar nota de su existencia y avergonzarse de ella.

La cita de México con el destino, en realidad con su destino, no puede resumirse en el supuesto hoyo fiscal que de repente, como si se tratara de un epifanía, le estallara en las manos al secretario de Hacienda. Con lo grave que pueda ser, no es ahí donde está el foco envenenado y destructivo de la crisis actual.

Con todo y sus deficiencias seculares y monstruosas, no es el fisco lo que nos tiene contra las cuerdas sino la declinación acentuada de la producción y del empleo, así como del resto de la actividad económica, que mina la base impositiva y reduce fatalmente la recaudación; es esta declinación la que hay que encarar para superarla, en vez de tomar medidas desesperadas en el frente fiscal, como los recortes anunciados o los subejercicios impuestos, que pueden desembocar en su agravamiento. Por desgracia, es de este agravamiento de lo que hablan hoy el gobierno, los partidos y los exegetas de un neoliberalismo transformado en discurso lamentable por una estabilidad que no puede sino llevar a un estancamiento todavía más largo que el que han sufrido la economía y la sociedad desde que el Estado y los grupos dominantes renunciaron al desarrollo como proyecto nacional y apostaron por un equilibrio financiero que tampoco puede propiciar sino más estancamiento.

El hoyo está en otra parte: en la renuencia del gobierno a imaginar salidas y tomar riesgos; en la paranoia oficial al déficit; en la satanización de la deuda como recurso de emergencia para enfrentar la emergencia mayor del desplome productivo y laboral que nos va a llevar, de no salirle pronto al paso, a una emergencia social de grandes proporciones. Lo que urge es poner en su lugar las pasiones y los intereses que han aflorado con la crisis y asumir que en circunstancias como estas no es la ambición particular por la ganancia la que puede llevar a derrotar la crisis y alcanzar un mejoramiento creíble.

Cuando las sociedades han llegado a un acomodo que parece satisfacer a la mayoría, la política puede volverse una opción militante por la estabilidad a costa del bienestar de los menos favorecidos por el progreso y su reparto. La política del contento, solía llamarla el gran economista demócrata John Kenneth Galbraith, que cultivaban las elites y embarcaba a las clases medias en la ilusión de que esa satisfacción también podía ser para ellas si se comportaban.

La reproducción permanente de la desigualdad social es uno de los frutos de esta forma de desarrollo, así como el progresivo deterioro de la infraestructura, la banalización de la cultura y el dominio abierto y procaz del dinero y su posesión como forma única de medir la calidad de vida o de los logros individuales. Pero funcionó por un buen tiempo y encandiló a amplios sectores sociales con sus espejismos aceitados por el crédito y la especulación enloquecidos.

Esta cultura, vuelta ideología y dominación clasista, ha sido puesta en entredicho en su casa matriz por Obama y quienes lo llevaron a la presidencia. La dureza de la disputa desatada, a pesar de la cautela y la prudencia desplegadas por el presidente americano, da cuenta ya de lo profundo que es el desencuentro y de lo grave que es el desplome del acomodo impuesto por los satisfechos. La lucha de poder trasciende sus escenarios originarios y de Wall Street se ha trasladado a los cabildos y las televisoras, y de los rescates masivos de bancos y empresas al gran litigio histórico por la suerte de la salud pública estadunidense.

Querer imponer en México una visión como la que iluminó el carnaval especulativo que estalló hace ya dos años es suicida y puede ser históricamente criminal. Aquí no hay mayorías más o menos satisfechas y más o menos protegidas por derechos exigibles, sino masas enteras de desprotegidos, mal pagados y mal tratados, que ahora se asoman sin paliativos a la crueldad del desempleo y el escarnio de una desigualdad inicua que se insiste en volver culto no de la satisfacción sino de la rendición resignada ante poderes sin legitimidad ni sustento moral alguno.

Los recortes planteados carecen de pudor, porque no empiezan por los sueldos altos y la feria de categorías laborales inventadas para el despilfarro y los cuates. De imponerse, pueden ser abiertamente subversivos del tejido social y las capacidades productivas, de por sí mermados por tanta lentitud en el crecimiento y tanto rezago en la creación de infraestructuras y bienes públicos esenciales. Hay que asumir la emergencia y dejarse de remedios caseros como la miscelánea anunciada por el PRI. Hay que gastar y prepararse para gastar más y mejor cuanto antes.