Categorías
El debate público

De los abrazos, a la impunidad

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

27/06/2022

El horror y la indignación ante el asesinato de los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora y el guía turístico Pedro Palma, han propiciado el clamor para que sea revisada la estrategia de seguridad pública. Esa exigencia es muy pertinente pero se queda corta. El problema, antes que nada, es que el gobierno federal no tiene estrategia alguna para combatir a la delincuencia. Por inacción e indolencia, debido a la enorme irresponsabilidad y a la ignorancia con que se ha comportado ante el crecimiento de los grupos criminales, el presidente López Obrador ha dejado al Estado mexicano sin una política de seguridad digna de ese nombre.

La cantinela de los abrazos en vez de los balazos no es más que expresión anecdótica de la impericia del gobierno. Esa frase constituye la negación de una política de seguridad. El monopolio de la violencia legítima es, quiérase o no, una responsabilidad del poder político. Si no garantiza la seguridad de sus ciudadanos, el Estado falla.

Nadie quiere un Estado violento, pero sí eficaz. Para enfrentar a la delincuencia no hacen falta desplantes autoritarios sino, simple y estrictamente, la aplicación de la ley. Y las leyes dicen que a los criminales es preciso perseguirlos, someterlos a juicio, castigarlos. Ese ABC de los deberes estatales tendría que ser evidente para todos. El gobierno actual se ha desentendido de tales obligaciones.

El presidente López Obrador disimula el cumplimiento de esas responsabilidades con una retórica escurridiza y demagógica. Después de tres años y medio a cargo del gobierno, echarle la culpa a sus antecesores por lo que él no ha querido o no ha podido hacer, se ha vuelto un recurso inoperante. Por mucho que despotrique una y otra vez contra Felipe Calderón, el presidente no logra encubrir sus propios errores. La impunidad de los delincuentes y la escalada criminal, son mayores hoy que en cualquiera de los gobiernos anteriores.

Si el miserable que cometió los asesinatos en la parroquia de Cerocahui, en la Sierra Tarahumara, disparó una tras otra contra sus víctimas, se llevó los cuerpos y amenazó a quienes atestiguaron el crimen, fue porque se ha desenvuelto en una reiterada impunidad. El gobierno ha reconocido que José Portillo Gil, a quien apodan El Chueco, está ligado al Cártel de Sinaloa y ha sido culpable de otros asesinatos. Los abusos de ese individuo y de su banda se han mantenido por años. La reportera Elena Reina describe esa situación en El País: “Los hombres de Portillo controlan la siembra y trasiego de drogas en la región… También han hostigado a pobladores indígenas para arrebatarles las tierras, provocando el desplazamiento de cientos de personas”.

Los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora son símbolo de millares de víctimas de las pandillas criminales. Sus asesinatos han sido notorios por la alevosía y el sitio en donde se cometieron y porque se trata de dos religiosos, pero forman parte de la creciente lista de crímenes en esa y otras regiones. La extendida indignación de la sociedad, así como la exhibición internacional que ha tenido ese crimen, posiblemente propiciarán que el homicida sea capturado y encarcelado. Pero el cartel sinaloense prevalecerá en esa y otras zonas. Mientras el gobierno no reconozca que le hace falta una política de seguridad que incluya tareas de prevención, pero que no descuide una obligación tan elemental como es la persecución de los criminales, el país seguirá al garete de la violencia de los delincuentes.

La exclamación del Papa Francisco —“¡cuántos asesinatos en México!”— no es una pregunta, sino una apesadumbrada preocupación. Los homicidios dolosos en lo que va del gobierno de López Obrador ascienden a más de 124 mil 500. Hace varios días superaron a los 120 mil 400 que hubo en los seis años del gobierno de Felipe Calderón.

El presidente soslaya esas cifras cuando culpa de la inseguridad de hoy, a quienes gobernaron antier. Su vocero, Jesús Ramírez Cuevas, difunde información tramposa al decir que, en comparación con el último año del gobierno de Enrique Peña Nieto, los homicidios dolosos en el tercer año de AMLO disminuyeron 8%. Si, en cambio, comparase el tercer año de ambos gobiernos, habría un alza del 60%.

Por muchas cabriolas numéricas que hagan, los propagandistas oficiales no pueden encubrir el empeoramiento de la violencia, las extorsiones y, peor aún, de los asesinatos. En los tres primeros años del gobierno de Felipe Calderón hubo algo más de 42 mil 600 homicidios dolosos. En los tres primeros de la gestión de Peña, 63 mil 800. En el primer trienio de AMLO, 106 mil 800 en números redondos.

Más allá de las cifras, pero sin olvidarlas, hoy padecemos una diferencia fundamental. En otros periodos el Estado enfrentaba a los delincuentes. Lo hacía con insuficiencias y en ocasiones connivencias, pero no había un discurso público que alentara la impunidad. Ahora en cambio, cuando se les dice que en vez de balazos recibirán abrazos, los criminales pueden considerar que arriesgan menos si asesinan, extorsionan o secuestran.

El sacerdote Javier Ávila, de la comunidad de jesuitas en Creel, en Chihuahua, ha explicado con tristísima claridad el asesinato de sus dos compañeros: “Este evento lamentable no es aislado en nuestro país, un país invadido por la violencia y por la impunidad…los abrazos ya no nos alcanzan para cubrir los balazos”.

La Conferencia del Episcopado Mexicano, habitualmente poco dispuesta a enfrentarse con el gobierno, formuló una declaración de inquietante franqueza: “El crimen se ha extendido por todas partes trastocando la vida cotidiana de toda la sociedad… se han adueñado de las calles, de las colonias y de pueblos enteros… han llegado a manifestarse con niveles de crueldad inhumana en ejecuciones y masacres que han hecho de nuestro país uno de los lugares más inseguros y violentos del mundo” (las frases en negritas aparecen así en el documento de la CEM”.

Los obispos difundieron su declaración el 23 de junio. Ese día, el presidente López Obrador se fue a jugar beisbol.