Rolando Cordero Campos
La Jornada
23/09/2018
Gracias a los buenos oficios del embajador Navarrete, los lectores de estas páginas cuentan con un cuadro resumen del estado del mundo, tal y como lo dejó la Gran Recesión que estallara un 15 de septiembre del 2008. Los saldos son hostiles, incluso frente a lo que se pretendía entender como una normalidad en los niveles de vida y bienestar, a la que no pocos buscaban naturalizar.
Lo que ocurría en los países avanzados, particularmente en aquellos que construyeron estructuras institucionales robustas y comprometidas con la equidad distributiva por conducto de los Estados de bienestar, fue visto en este lado de la luna como imagen objetivo
que podría realizarse con buenas políticas y algo, en realidad mucho como se pudo constatar en el tiempo, de solidaridad aterrizada en sus sistemas fiscales.
Esa imagen distinguía al capitalismo de la posguerra y le daba sustento al adjetivo de democrático
que se le atribuyó para distinguirlo del capitalismo rapaz y colapsado que habría derrumbado las democracias liberales y abierto la puerta a los fascismos. Fue precisamente esta formación social y político económica la que marcó la pauta de la segunda mitad del siglo XX y pudo presumir de derrotar al sistema soviético al terminar la centuria.
Desde esa plataforma triunfante se proclamó el inicio de un nuevo orden que, articulado por un mercado mundial unificado y una democracia representativa centrada en la promoción y protección de los derechos humanos, sería arenga maestra de las revoluciones de terciopelo
que marcaran el desplome de dicho sistema. Entonces, todo era globalización, libre movimiento de mercado y capitales, aunque se pusieran mil y un reparos a la libertad de tránsito y de trabajo de los millones de migrantes que también buscaban acomodo en los nuevos mundos
. Hoy, el sueño ha terminado en pesadilla. En las comunidades humanas rondan la rabia y el desencanto, se avistan los racismos y las camisas negras.
Con la implosión de 2008 todo se puso de cabeza. La desigualdad se convirtió en el tema de prácticamente todos los espacios, foros y salones. Algunos buscando normalizarla
, renovando su dominio entendido como condición insoslayable de la dinámica económica y la innovación; otros, para ponerla en el banquillo histórico como la fuente de casi todos los males de la sociedad de consumo y mercado que llevó al mundo al borde del colapso, unos más como fuente de reclamos de reformas profundas del capitalismo en su conjunto, como en su momento lo intentaran el presidente Franklin D. Roosevelt para su patria y el mundo agobiado de la Gran Depresión y el presidente Lázaro Cárdenas para su México diezmado por rencillas internas, divisiones revolucionarias y renacimientos de las peores visiones coloniales.
Por más malabarismos que se intenten o se puedan hacer, es imposible obviar que las transformaciones que requerimos, en todos los planos y dimensiones del quehacer nacional e internacional, deben tener la impronta de aquellas grandes empresas de renovación por medio de una reforma que no empieza de cero, sino del reconocimiento respetuoso de lo que se tiene y del empeño por usarlo de mejor manera.
La tabula rasa que parecen acariciar algunas falanges ganadoras, como lo muestra su apresurado canto de guerra y revancha en la Cámara, no es inicio de una transformación histórica como la que ha ofrecido el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador. Es indispensable detallarla y fecharla, arriesgar prioridades y tiempos, ritmos y etapas de realización. De otra forma, el riesgo de tirar al niño junto con el agua sucia de la bañera se vuelve peligro inminente. En medio de una turbamulta ominosa, potenciada por la falta de agarraderas y salvavidas, en un sistema de partidos horadado en sus lealtades.