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El debate público

¿Democracia en América?

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

17/11/2016

Ocurrió nuevamente. Como en la infausta elección de 2000, cuando George W. Bush ganó la presidencia a Al Gore, una vez más la candidatura demócrata a la presidencia de los Estados Unidos obtuvo más votos ciudadanos que votos en el Colegio Electoral, esa peculiar institución norteamericana que engulle sufragios populares y los convierte en representación estatal, donde el ganador se lleva todo, aunque la diferencia entre uno y otro candidato sea ínfima, como pasó –entonces y ahora– en Florida.

Después de los controvertidos comicios de hace 16 años, Robert Dahl, uno de los politólogos más relevantes de la segunda mitad del siglo pasado, escribió un librito que en español fue traducido como ¿Es democrática la constitución de los Estados Unidos? (2003, México: Fondo de Cultura Económica), aunque la pregunta en el título en inglés no es absoluta, sino de grado: How Democratic is the American Constitution? (2001, New Haven & London: Yale University Press). Ahí, Dahl disecciona el texto constitucional de 1787 y analiza las razones de los constituyentes para establecer diversas instituciones en el arreglo escrito más estable de la historia moderna; además, Dahl hace comparaciones entre las reglas políticas estadounidenses y las de otras democracias avanzadas, en las que el régimen norteamericano no sale muy bien parado que digamos.

Desde luego, Dahl aborda con detenimiento tanto el origen del Colegio Electoral, como las deficiencias democráticas que implica esa forma de elección presidencial. El arreglo surgió, nos cuenta Dahl, a última hora cuando ninguna de las otras posibilidades planteadas para el nombramiento del ejecutivo logró el consenso de los delegados a la convención constitucional. No se trató, como justificó en la época James Hamilton, en el Federalista No. 68, de una fórmula pensada para que un grupo de hombres sabios pudiera elegir al mejor y, con ello, pusiera a la nación a salvo de demagogos. Fue, en cambio, una solución apresurada para mantener el equilibrio entre los estados, pues estableció que el número de delegados al Colegio Electoral fuera igual a la suma de los integrantes de cada entidad en la Cámara de Representantes más los dos senadores correspondientes. Así, la sobrerrepresentación establecida de origen en la integración del Senado (más la que se les otorgó a los estados esclavistas en la Cámara de Representantes, cuando para calcular su población se contó a cada esclavo como dos tercios de persona), se reprodujo en el órgano encargado de nombrar al presidente. Además, se estableció que cada legislatura estatal decidiría la manera de nombrar a los delegados al colegio.

En el fondo del asunto estaba la cuestión de la esclavitud, que flotó sobre toda la discusión de la Convención Constitucional. El equilibrio alcanzado evitaría que una mayoría popular legislativo o un presidente con gran apoyo popular pudiera impulsar la abolición. Los defectos del diseño se hicieron notar desde el principio, pues antes de que se reformara con la 12ª enmienda, para elegir por separado al presidente y al vicepresidente, en 1800 el sistema creó una gran crisis política a la hora de definir quien, entre Thomas Jefferson y Aaron Burr, debía ser el presidente y quien el vicepresidente.

Esta es la quinta ocasión en la historia en la que el candidato con más votos no resulta elegido presidente. En 1876, según lo narró magistralmente Gore Vidal en su novela que lleva por título precisamente el año de aquella elección, el candidato demócrata Samuel J Tilden obtuvo el 51 por ciento de los sufragios populares, pero el candidato republicano Rutherford B. Hayes logró, en complejas negociaciones que tuvieron un tufo de soborno, que los delegados al Colegio Electoral provenientes de los estados del Sur votaran a su favor con la promesa de que el gobierno federal retiraría las tropas que ocupaban sus territorios a cambio de leyes que garantizaran los derechos de los esclavos liberados, cosa que, como es bien sabido,los sureños no cumplieron. Entonces, el Colegio era auténtico y era proclive de ser convencido o comprado.

Con el tiempo, el Colegio Electoral ha terminado por no ser otra cosa que un método para contar los votos por estado, en el que el ganador se lleva todo. Resulta, además que, al ser los delegados de cada entidad iguales a la suma de representantes y senadores, los estados más pequeños quedan fuertemente sobrerrepresentados, al grado de que el voto, por ejemplo, de un residente de Wyoming cuenta cuatro veces lo que el de un ciudadano californiano.

A diferencia de hace 16 años, cuando hubo indicios creíbles de fraude en Florida y la elección acabo siendo decidida por la Suprema Corte en una decisión en la que los jueces conservadores votaron por Bush y los liberales por Gore, ahora la elección no llegará a tribunales. La larga tradición norteamericana de respeto a las reglas del juego, aunque estas sean inicuas, ha legitimado ya el triunfo del infame Donald Trump. La paradoja es que el sistema que Hamilton defendía como bastión contra la demagogia ha sido la base para su triunfo.

Nota bene: la Constitución federal mexicana de 1824 copió, como en casi todo, a la Constitución de 1787 en eso del Colegio Electoral; sin embargo, aquí el arreglo fracasó desde la primera vez que hubo de resolver una sucesión presidencial, pues Vicente Guerrero desconoció el triunfo legal de Manuel Gómez Pedraza, con el argumento de que él había obtenido más votos populares, y forzó al Congreso a nombrarlo presidente. Después, durante los tiempos de vigencia de la Constitución de 1857, fue un excelente mecanismo para procesar el fraude electoral.