Fuente: El Universal
En un famoso texto de 1929 (Esencia y valor de la democracia), Hans Kelsen, uno de los más importantes teóricos de la democracia, señalaba que la tendencia al compromiso revelaba la naturaleza misma de esa forma de gobierno. En ese sentido, el procedimiento democrático, que es incluyente por definición, parte del reconocimiento y respeto de la pluralidad ideológica existente en una sociedad y de la interacción recíproca de las diversas posturas políticas de cara a la toma de las decisiones colectivas.
Por ello, democracia significa discusión entre dos o más bandos y el resultado favorecido por esa discusión en el proceso de formación de la voluntad de la comunidad es el compromiso. Esa es la esencia, a su juicio, de esa forma de gobierno.
Por supuesto, en la democracia las decisiones se toman por mayoría (lo que constituye su “regla de oro”), pero eso no es suficiente. El mero mayoriteo no es democrático en sí: éste se asemeja más a la “tiranía de la mayoría” de la que Tocqueville alertaba a cuidarse. La decisión para ser realmente democrática siempre tiene que estar precedida por la discusión, el debate, la confrontación de ideas. Y esto propicia la mayoría de las veces la tendencia al acuerdo, a matizar las diferencias y a privilegiar los consensos.
El acuerdo, decía Kelsen, supone la “solución de un conflicto por una norma que no coincide enteramente con los intereses de una de las partes ni se opone enteramente a los de la otra”.
Eso es, me parece, lo que sucedió en una de las decisiones políticas más importantes de los últimos años y que se plasmó en la reforma petrolera en vías —hasta ayer— de aprobación: ninguna de las posturas particulares se impuso y el resultado (que muchos trasnochados fundamentalistas del liberalismo económico hoy lamentan) fue el resultado de una amplia discusión pública, una intensa interacción entre las partes y una inevitable matización de posiciones. Fue una reforma típicamente democrática en la que la lógica del todo o nada se diluyó ante una decisión que implicó concesiones recíprocas y atenuación de los planteamientos originales.
Eso, en buena medida, fue conseguido, debe reconocerse, gracias al movimiento que propició López Obrador, por eso es lamentable que ahora de ese lado se desvirtúen los logros legislativos obtenidos. En las democracias nadie tiene el monopolio de la verdad ni de la decisión; se tienen convicciones y es legítimo defenderlas por todos los medios lícitos (incluso la movilización permanente) y pretender que las mismas prevalezcan sobre las opiniones contrarias, pero eso no es lo mismo a negarle reconocimiento y validez también a las posturas de los adversarios aunque difiramos en mucho de ellas. Eso es una perogrullada, pero no sobra recordarlo.
Lo acontecido deja lecciones para todos. Por un lado, esperemos que de aquí en adelante todas las “grandes decisiones”, las que interesan particularmente a la sociedad, sean el resultado de discusiones amplias e incluyentes en las que se privilegien los consensos (como acaba de ocurrir), dejando de lado la tentación a los albazos y los simples mayoriteos que de democrático, como señalábamos, tienen poco. Por otra parte, ojalá prevalezca la disposición al acuerdo, lo que no supone la de renunciar a la defensa legítima de nuestros propios puntos de vista, pero sí a su prevalencia a toda costa. En una sociedad tan polarizada y lastimada como la nuestra, no aspirar a eso significa apostarle simple y sencillamente a un choque de trenes.
Investigador y profesor de la UNAM