* Reforma Política
Hace rato que el sistema político mexicano necesita cambios que permitan salir de la sombría inercia del estancamiento. He aquí una batería argumental para abordar la discusión sin perder de vista el valor del pluralismo.
La reforma legal para los medios, más necesaria que nunca
Vergonzosa capitulación del gobierno y el PAN
Comunicado de AMEDI
28/04/2010
La decisión del Partido Acción Nacional para retirar el compromiso que había asumido con la reforma integral para la radiodifusión y las telecomunicaciones nos parece condenable, desleal y costosa. La iniciativa de Ley de Telecomunicaciones y Contenidos Audiovisuales, elaborada con la resuelta participación de legisladores del PAN y el Partido de la Revolución Democrática y que fue presentada en las dos cámaras del Congreso de la Unión el 8 de abril pasado, ha constituido el esfuerzo más completo que se ha realizado para solucionar los antiguos y graves rezagos que padece el régimen jurídico de nuestro país en ese terreno. Esa propuesta podría haber sido aprobada en el Senado si se hubiera mantenido el compromiso del Grupo Parlamentario del Partido Acción Nacional y tenía posibilidades de recibir una votación favorable en la Cámara de Diputados. Sin embargo el gobierno federal y los dirigentes nacionales del PAN resolvieron, a último momento, impedir cualquier reforma para los medios y las telecomunicaciones.
El Presidente de la República y su partido, decidieron someterse a los consorcios que dominan dentro de la Cámara de la Industria de Radio y Televisión, así como a los intereses preponderantes en la telefonía. La iniciativa de reforma integral propicia la competencia y la diversidad en esos sectores y ataja prácticas monopólicas.
Los partidos y grupos sociales que apoyaron esa iniciativa sabían que encontraría resistencias en las corporaciones comunicacionales, pero éstas no tuvieron que presionar demasiado para encontrar la obsequiosa subordinación del gobierno y su partido político.
Esta nueva postergación afecta a la sociedad, en donde cada vez resulta más aguda la exigencia de pluralidad y calidad en los medios y servicios de comunicación. Pero perjudica también a los radiodifusores de todo el país, entre otros motivos porque se mantiene el estancamiento en la renovación y expedición de concesiones.
No podemos soslayar, en este proceso, la intencional ausencia de los dirigentes y líderes parlamentarios del Partido Revolucionario Institucional. Marginándose de la discusión sobre la iniciativa de reforma integral y promoviendo enmiendas que propiciaban la apropiación del espectro radioeléctrico por parte de los radiodifusores privados, el PRI ha tenido un desempeño cardinal en el boicot a dicha reforma.
La Asociación Mexicana de Derecho a la Información y las organizaciones que componen el Frente Nacional por una Nueva Ley de Medios han respaldado la iniciativa de reforma integral porque reivindica el interés de la sociedad tanto en la administración del espectro radioeléctrico, como en la promoción de servicios y contenidos de calidad en las telecomunicaciones y la radiodifusión, respectivamente. Por otra parte, consideramos inadecuada la reforma parcial que era impulsada en el Senado de la República porque no resolvía problemas de fondo en la estructura mediática que padece nuestro país y atentaba contra la soberanía de la Nación en la renovación de concesiones de radiodifusión sin reglas claramente establecidas.
Sabíamos que la propuesta de reforma integral estaría sometida a la revisión y a negociaciones entre los grupos parlamentarios, de tal manera que jamás apostamos a un maniqueo esquema de todo o nada que, por lo demás, resulta imposible en un Congreso en el que concurren diversas fuerzas. Lamentablemente el proceso de revisión de esa iniciativa, en el transcurso del cual los legisladores de varios partidos hicieron enmiendas importantes, fue atajado por la vergonzante retirada del PAN.
Con el improbable argumento de que hace falta más tiempo para buscar consensos en torno a tales cambios legislativos, los dirigentes y líderes parlamentarios de ese partido se retractaron y arruinaron esta fase del proceso de reformas para los medios. Con esa capitulación al menos temporal contrasta el desempeño de algunos legisladores del mismo PAN, así como de senadores y diputados del PRD, que sí mantuvieron su compromiso con la reforma de los medios.
A pesar de los intereses que se oponen a ella, la lid por la reforma de los medios no comenzó ahora ni termina en este episodio.
Nuestra insistencia en la reforma para los medios no significará complacencia con simulaciones legislativas de ninguna índole, ni con mascaradas que disfrazadas de nuevas consultas pretendan legitimar decisiones a favor de los consorcios comunicacionales. Exigimos al Senado de la República y a la Cámara de Diputados que en el receso de sesiones legislativas que comenzará pasado mañana y durante el cual deben seguir trabajando sus comisiones dictaminen favorablemente la iniciativa de ley integral para las telecomunicaciones y la radiodifusión. Reiteramos que a esa propuesta le hace falta, hoy más que nunca, un organismo regulador plenamente autónomo respecto del gobierno federal.
Seremos muy rigurosos en la fiscalización del trabajo de los legisladores y desde luego, en la observación crítica de los medios de comunicación.
Las fuerzas que predominan en los partidos lo mismo que el desempeño de los medios, parecen empeñadas en persuadir a los ciudadanos de que la política es una actividad repelente y mezquina. A pesar de la conducta de no pocos políticos y de la propagación estridente que esos comportamientos reciben en los medios de comunicación, cada vez más ciudadanos estamos convencidos de que la política no tiene por qué limitarse a la politiquería. Reivindicamos, por eso, el quehacer político desde la sociedad y desaprobamos inconsecuencias de dirigentes partidarios, legisladores y gobernantes cuando se congracian, dándoles la espalda a los ciudadanos, con intereses como los que encarnan en los consorcios mediáticos.
México D.F., miércoles 28 de abril de 2010
Asociación Mexicana de Derecho a la Información, A.C.
Consejo Directivo. Dr. Raúl Trejo Delarbre, presidente. Dr. Néstor García Canclini, presidente del Consejo Consultivo. Dra. Aimée Vega Montiel, Directora. Mtro. Jorge Enrique Bravo Torres Coto, Comité Editorial. Lic. Aleida Calleja Gutiérrez, Comité de Relaciones Internacionales. Lic. Daniel Contreras Henry, Comité de Enlace Institucional. Mtra. Maricarmen de Lara Rangel, Comité de Vinculación Social. Lic. José Agustín Pineda Ventura, Comité Jurídico. Dr. Jerónimo Repoll, Comité de Finanzas. Mtra. Beatriz Solís Leree, Comité Académico. Mtro. Gabriel Sosa Plata, Comité de Investigación.
Comparan las Reformas
María Amparo Casar
Reforma. 25/02/2010
La discusión sobre la reforma a las instituciones políticas lleva entre nosotros más de dos décadas. A lo largo de los años se han acumulado literalmente cientos de iniciativas presentadas por legisladores de todos los partidos y cuya suerte ha sido la congeladora.
El 15 de diciembre pasado el Presidente Felipe Calderón Hinojosa envió una amplia iniciativa de reforma política que contiene diez propuestas en los ámbitos de la representación política, la relación entre poderes y el vínculo entre gobernantes y gobernados.
La iniciativa presidencial ha sido objeto de diversas críticas pero ha tenido el mérito de generar un profuso debate y la respuesta de los dos principales partidos de oposición o de legisladores de sus grupos parlamentarios a través de la presentación de sus propias iniciativas de reforma política.
En el siguiente cuadro se hace una comparación de las propuestas en aquellos temas que son de la consideración de las tres iniciativas. Adicionalmente se presentan algunas de las principales propuestas que PRI y PRD proponen para agregar a la discusión parlamentaria.
Es de resaltar que salvo en el tema de la reconducción presupuestal en ninguna propuesta hay coincidencia entre los tres partidos. Con diferencias importantes o de detalle PRI y Ejecutivo consideran conveniente la reducción del Congreso y de las fórmulas para integrarlo y en la reelección de legisladores. El PRD y el Ejecutivo coinciden en las figuras de candidaturas independientes, iniciativa preferente, veto presupuestal e iniciativa ciudadana. Finalmente el PRI y PRD coinciden en la negativa a introducir la segunda vuelta, la reelección de alcaldes, la elevación del porcentaje requerido para tener representación en el Congreso y la facultad de iniciativa a la SCJN. Coinciden también -de nuevo con diferencias importantes o de detalle- en las figuras de ratificación de gabinete, estructura y funcionamiento de la PGR y ASF y en la necesidad de revisar el juicio político.
En algunos otros temas cada iniciador canta su propia tonada: moción de censura, sustitución del Presidente, aprobación del Plan Nacional de Desarrollo, plebiscito o revocación de mandato.
Integrantes de PRI, PAN y PRD se han comprometido a discutir y aprobar UNA reforma política antes de que termine el periodo de sesiones el 30 de abril. A juzgar por las posiciones no hay grandes coincidencias. Las cartas están echadas. El resultado del mercadeo político es incierto. Resta esperar que no acabemos con una reforma que en aras de la negociación resulte desfigurada en sus propósitos y anodina en sus consecuencias.
INICIATIVA DE REFORMA POLÍTICA
Iniciativas del Poder Ejecutivo, Legisladores de los Grupos Parlamentarios del PRD, PT y Convergencia y Senadores del Grupo Parlamentario del PRI.
Composición de la Cámara de Diputados
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
Sistema mixto con 400 diputados: 240 de Mayoría Relativa (MR) y 160 de Representación Proporcional (RP). | Sistema de Representación Proporcional con 500 diputados: 400 electos en 32 circunscripciones estatales y 100 en 1 circunscripción nacional. | Sistema Mixto con 400 diputados: 300 de MR y 100 de RP. |
Composición de la Cámara de Senadores
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
96 senadores: Electos en 32 circunscripciones estatales con listas abiertas. |
128 senadores de RP: 96 en 32 circunscripciones estatales y 32 en una circunscripción nacional. |
96 senadores: 64 de mayoría y 32 primera minoría. |
Reelección Legisladores
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
Hasta 12 años. |
No |
Diputados hasta 9 años. Senadores hasta 12 años |
Reelección Presidentes Municipales
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
Hasta 12 años. |
No |
No |
Segunda Vuelta
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
En caso de que ningún candidato obtenga 50 por ciento más uno. Elecciones legislativas desfasadas. |
No |
No |
Candidaturas Independientes
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
A todos los cargos de elección popular y con el aval de 1% del padrón de la demarcación correspondiente. | A Presidente, Diputados y Senadores y con el aval de 1% de la lista nominal de electores. |
No |
Porcentaje para registro condicionado y/o representación
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
4% |
No |
No |
Iniciativa Ciudadana
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
A solicitud del 0.1% del padrón electoral nacional. | A solicitud del 0.1% de lista nominal de electores y con carácter de preferente. |
No |
Iniciativa a la SCJN
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
Limitada a materias de competencia del Poder Judicial. |
No |
No |
Iniciativa Preferente
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
Al Ejecutivo: a) máximo 2 iniciativas al inicio de cada primer periodo ordinario; b) afirmativa ficta en caso de no pronunciamiento del Congreso al término del periodo; c) con referéndum si son reformas constitucionales. | Al Ejecutivo, Grupos Parlamentarios y Ciudadanos a) máximo de 1 iniciativa; b) se exceptúan las materias electoral y de partidos y de seguridad nacional; c) sin afirmativa ficta. |
No |
Veto y Reconducción Presupuestal
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
El Presidente puede observar la Ley de Ingresos y el PEF; el veto se supera por 2/3 de legisladores; si no se alcanza 2/3 se publica la parte no observada; en caso de no aprobación sigue vigente el del año anterior; si el último día de febrero no ha sido votado un nuevo presupuesto, el anterior quedará vigente para el resto del año. | El Presidente puede observar el PEF; el veto se supera por mayoría relativa; eliminación del veto de bolsillo; en caso de no aprobación sigue vigente el del año anterior hasta la aprobación del nuevo. | En caso de que la Ley de Ingresos y el PEF no sean aprobados en el plazo previsto seguirán vigentes los del año anterior hasta la aprobación del nuevo. |
Veto Parcial
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
El Ejecutivo podrá promulgar la parte de una iniciativa que no haya sido objeto de observaciones por parte del Poder Legislativo, mientras que la porción objeto del veto seguirá el curso establecido. |
No |
No |
Mecanismos de Democracia Directa
Poder Ejecutivo (15-12-09) | PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
Referéndum para iniciativas preferentes de carácter constitucional (excluye materia electoral, fiscal, presupuestaria, de seguridad nacional y Fuerzas Armadas) en caso de inacción; será vinculatorio con 2/3 de participación y 50% de votos a favor en la mayoría de las entidades federativas. | Referéndum derogatorio de reformas de constitucionales y leyes a solicitud de 1.5% la lista nominal (excluye materia fiscal, presupuestal y de defensa). Plebiscito para políticas y obras públicas a solicitud de 1% de la lista nominal; vinculatorio con participación de 50% + 1 y mayoría de votos a favor. Revocación de Mandato para ejecutivo federal, estatal y municipal (incluido D.F.); a solicitud del equivalente al 30% de votos con los que la persona en cuestión llegó al cargo; vinculatorio por mayoría siempre que sea superior al número de votos con que se ganó el cargo. | Consulta Popular a solicitud del Presidente, de 2% de los ciudadanos inscritos en el padrón o de 2/3 de ambas cámaras; se excluyen las materias electoral y fiscal; vinculatorio con 50% participación del padrón y mayoría simple. |
OTRAS INICIATIVAS
Ratificación de Gabinete
PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
Cámara de Diputados: todos los secretarios con excepción de SRE, SEDENA, Marina y PGR. Senado: SRE, SEDENA y Marina más titulares de las entidades paraestatales que señalen las leyes. | Senado: todos los secretarios con excepción de SEDENA y Marina más PEMEX, CFE, CNA, CISEN, CRE, COFETEL, COFECO, Comisión Nacional de Hidrocarburos. |
Remoción de gabinete
PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
No |
Moción de censura a petición de 1/3 de alguna de las Cámaras en contra de Secretarios de Estado y titulares de organismos públicos. Apercibimiento requiere mayoría. Remoción requiere 2/3 de los votos. |
Sustitución del Presidente
PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
No |
Sustitución del Presidente en caso de falta absoluta por el Secretario de Gobernación mientras el Congreso llega a una decisión. |
Juicio Político
PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
Denuncia presentada ante Cámara de Diputados, suscrita por 1/4 parte de integrantes de cualquier Cámara; denuncia se turna a la Sección Instructora; acordada acusación en Cámara de Diputados se turna a Senado, se contará con un plazo improrrogable de 5 días hábiles para resolver; decisión por mayoría absoluta de sus integrantes presentes. Desaparece declaración de procedencia. | Sustituye el juicio político por moción de censura para los Secretarios de Estado más PEMEX, CFE, CNA, CISEN, CRE, COFETEL, COFECO, Comisión Nacional de Hidrocarburos. |
Procuraduría general de la república
PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
Titular y Consejo Consultivo (10 integrantes) nombrados por 2/3 del Senado a propuesta de terna de la Comisión correspondiente; 5 años y una reelección; independencia con personalidad jurídica y patrimonio propios; Ministerio Público con mando de la policía vigilancia y disciplina de Ministerio Público se crea un Consejo con independencia técnica y de gestión. | PGR y Ministerio Público con plena autonomía para poder decidir sobre su organización interna, su funcionamiento y gestión, disciplina, nombramientos y carrera ministerial; Procurador nombrado por 2/3 del Senado, sin injerencia del Ejecutivo; para llevar a cabo la administración. |
Auditoría Superior de la Federación
PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
Dirigida por un Consejo de 5 miembros electos por 2/3 de Cámara de Diputados; periodo de 8 años y con una reelección; independencia técnica; simultaneidad en el ejercicio y fiscalización de ingresos y egresos y de su desempeño programático; investigar y perseguir los delitos que afecten a la Hacienda Pública. | Elimina los principios de posterioridad y anualidad de la ASF. |
Instituto Nacional de Identidad
PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
No |
Se crea el Instituto Nacional de Identidad, dotado de personalidad jurídica y patrimonios propios; crear el Registro Nacional de Población y expedir una identificación oficial para el conjunto de habitantes del país. |
Consejo Económico y Social
PRD (18-02-10) | PRI (23-02-10) |
Como instancia de participación de organizaciones sociales en el Sistema Nacional de Planeación Democrática. |
No |
Democracia y equilibrio entre poderes
Lorenzo Córdova Vianello
1. Premisa conceptual
Uno de los temas centrales de los diseños institucionales democráticos es el que tiene que ver con la división de poderes y, de manera particular, con la relación que media entre las ramas legislativa y ejecutiva del Estado. Es cierto que con el advenimiento de las democracias constitucionales el Poder Judicial, y más concretamente el órgano de control de la constitucionalidad (es decir, de verificación de que ningún poder establecido vulnere los principios y las disposiciones establecidas en la Constitución), vino a jugar un papel central en el funcionamiento del poder público, pero la esencia democrática del Estado constitucional radica, en primer término, en el equilibrio que media entre los Poderes Legislativo y Ejecutivo, es decir, por los dos ámbitos representativos del poder político.
Es por lo anterior que la democratización de los regímenes políticos ha pasado por la redefinición del papel y del peso que el Legislativo y el Ejecutivo tienen en una sociedad y en la afirmación de que el primero (que es el que concentra la capacidad de decisión política) no puede congregarse en una sola persona. No es casual en ese sentido, que la lucha en contra de los autoritarismos (bajo sus distintas formas: monarquías absolutas, dictaduras, presidencias autocráticas, etc.) haya pasado, inevitablemente, por una reivindicación del poder legislativo como el espacio democrático por excelencia (en la medida en la que es el único en donde puede representarse la pluralidad de una sociedad) y por un reforzamiento de sus atribuciones.
La historia del constitucionalismo moderno se ha enfocado, por otra parte, en acotar toda concentración de poder (incluso del poder democrático de la mayoría concentrado en el parlamento), y ha hecho de la división de poderes y del principio (aportado por el constitucionalismo norteamericano) de checks and balances (controles y contrapesos) que permiten un control recíproco entre las diversas ramas del Estado con la finalidad específica de conseguir un equilibrio en el ejercicio del poder político e impedir abusos en el mismo.
Sin embargo, la idea de equilibrar el poder no obvia el hecho de que, en la arquitectura institucional de las democracias constitucionales, el poder legislativo (que, se insiste, es el único en el que la pluralidad política de la sociedad puede estar representada) tiene una preeminencia lógica, jurídica y democrático-representativa frente al poder ejecutivo. Lógica porque la tarea legislativa precede invariablemente a la ejecutiva; jurídica porque, si bien todos los poderes están sujetos al principio de legalidad (las autoridades sólo pueden hacer lo que les está expresamente facultado por la norma), el legislativo establece dentro de los límites constitucionales los lineamientos normativos que norman la actuación de todos los poderes (incluido el ejecutivo); y democrático-representativa porque es el único órgano electivo en el que puede representarse la pluralidad y diversidad política existente en una sociedad (y eso no ocurre con ninguno de los otros poderes, incluido el ejecutivo en aquellos regímenes políticos en donde su titular resulta de una elección popular, como ocurre en los sistemas presidenciales).
De esa preeminencia no debe concluirse, sin embargo, que el poder legislativo sea soberano y pueda actuar sin límites. Eso supondría dar paso a la que Tocqueville llamaba la tiranía de la mayoría. Es por ello que las democracias constitucionales parten de la necesidad de un control de la constitucionalidad de la actuación legislativa (en México concentrada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación) así como de una serie de facultades en manos del Ejecutivo (como el llamado poder de “veto”) que buscan contrapesar –que no subordinar- al Legislativo con una serie de mecanismos de control.
2. La reforma del Estado y el cambio político en México
El modelo político emanado de la Revolución se articuló en torno a una inusitada concentración de poder en manos del Presidente de la República. Se trató de un régimen en el que, tanto el diseño constitucional, como el sistema político fundado en la presencia omniabarcante de un partido hegemónico, propiciaban una peculiar concentración de poder en las manos del Ejecutivo. En ese sentido, el presidencialismo mexicano se fundaba en una serie de importantes facultades constitucionales conferidas desde la Carta Magna al titular del Ejecutivo, como en una serie de facultades metaconstitucionales que multiplicaban su capacidad de control y decisión.
Con el profundo cambio político que gradual, pero inexorablemente, se instrumentó en el país en las últimas tres décadas, el pluralismo político no sólo se multiplicó, sino que, poco a poco, fue colonizando las instituciones representativas del Estado mexicano. Lo anterior, provocó que, en los hechos, prácticamente todas las facultades metaconstitucionales del Ejecutivo, que pasaban por la hegemonía y control del partido del Presidente en los órganos de decisión política, desaparecieran, provocando que una serie de fenómenos típicamente democráticos se instalaran, en mayor o menor medida, a lo largo y ancho del país. Las elecciones competidas, la alternancia, los gobiernos divididos, la ausencia de mayorías parlamentarias predefinidas, la necesidad de generar consensos para tomar decisiones, son todas situaciones cotidianas que definen a la nueva realidad política mexicana.
Lo anterior ha supuesto dos cosas: en primer término, la necesidad de revisar el diseño institucional del Estado y, en segundo lugar, el tratar de encontrar mecanismos que permitan enfrentar los retos que inevitablemente impone la nueva realidad política en términos de la capacidad de gobernar al Estado mexicano.
Por un lado, el esquema constitucional había sido diseñado para responder de manera funcional al régimen autoritario que se consolidó a lo largo del siglo pasado y ahora, luego del proceso de transformación democrática, resulta disfuncional (por no decir, incluso perjudicial) para la recreación de la convivencia democrática. Tenemos, para decirlo de otra manera, una arquitectura institucional que responde a un sistema particularmente autocrático en donde las decisiones generalmente caían desde lo alto- para regir a una sociedad democrática y atravesada por un intenso pluralismo político. En ese sentido, la compleja realidad política nos está demostrando que el diseño del Estado no está sirviendo para proporcionar los canales institucionales para que las diferencias se procesen.
Lo anterior presenta una paradoja: seguimos teniendo una serie de facultades no democráticas en manos del Poder Ejecutivo (como el monopolio de la acción penal o el ser el árbitro de las relaciones laborales) y que han sido fuente constante de confrontación política (como lo demuestran los conflictos sindicales de los últimos años alimentados en buena medida por decisiones de los órganos del Ejecutivo), pero a la vez tenemos a una presidencia débil para poder sostener una relación institucional eficaz, respetuosa de la potestad parlamentaria, que le permita no obstante construir y articular consensos. Es cierto que esto último es producto de la incapacidad política de los gobiernos que se han enfrentado a la falta de mayorías, pero también lo es que no existe ningún estímulo institucional para construir esas mayorías y que generen una corresponsabilidad de los actores políticos sobre todo de las oposiciones- en la conducción del Estado.
Eso me lleva al segundo punto: un sistema democrático requiere de una serie de equilibrios institucionales que favorezcan la gobernabilidad del régimen político. En el pasado, la gobernabilidad pasaba por la capacidad de control y de supraordenación de la Presidencia sobre el resto de los actores políticos (si bien el poder presidencial se basaba en gran medida en una serie de arreglos políticos, también hay que decir que tanto la arquitectura del sistema como el funcionamiento del mismo lo colocaban en condiciones de preeminencia y de privilegio) que hoy ya no existe. Como producto del cambio político, la gobernabilidad del Estado pasa por la capacidad por cierto muy limitada de generar consensos. Y se da el caso que el diseño mismo del Estado lejos de propiciar esos acuerdos, contiene fuertes alicientes para la no colaboración y el obstruccionismo.
Para decirlo de otro modo, si bien es cierto que la clase política (incluyendo a los titulares del Ejecutivo), en general no han desarrollado una gran capacidad para alcanzar consensos y la actitud de ésta es más proclive a la confrontación que al acuerdo lo que ha redundado en una merma en la gobernabilidad del Estado-, también es cierto que el diseño de las instituciones y de su funcionamiento no estimula y alimenta esa vocación hacia la generación de compromisos, sin la cual resulta impensable la gobernabilidad democrática en un contexto de pluralismo político.
Es por ello que resulta indispensable replantearse cuál debe ser la relación institucional que debe mediar entre el Legislativo y el Ejecutivo para propiciar una mejor interacción política, un estímulo para la generación de consensos y, por ende una mayor gobernabilidad, reconociendo que uno de los rasgos distintivos de la democratización mexicana es precisamente la diversidad política y la frecuente falta de mayorías.
Ahora bien, lo anterior debe hacerse sin caer en la tentación de mermar la calidad democrática del sistema político, pues ante un contexto tal resulta casi natural la tendencia a proponer soluciones encaminadas al fortalecimiento de la capacidad de gobierno Ejecutivo, erosionando en consecuencia, los controles democráticos y constitucionales que son propios de la división de los poderes del Estado.
3. La iniciativa de reforma política del Presidente Calderón
Las reflexiones anteriores, me parecen, justifican la pertinencia de que el Ejecutivo haya planteado una propuesta de modificaciones al régimen político y, en particular, al vínculo institucional que media entre el Congreso y el Presidente.
Sin embargo, desde mi punto de vista, la iniciativa de modificación de varios artículos constitucionales presentada al Senado el 15 de diciembre de 2009 adolece de una serie de problemas generales, más allá de los planteamientos puntuales en los que se articula. En primera instancia, la propuesta parece estar inspirada en la idea de que la culpa de que hoy no exista una adecuada gobernabilidad es responsabilidad exclusiva del Legislativo y olvida que la misma sólo puede ser, como anticipábamos, el resultado de un rediseño integral que pasa, en primera instancia, por un repensamiento del propio Ejecutivo en una perspectiva democrática.
En ese sentido, la propuesta es insuficiente precisamente porque carece de integralidad en su concepción; se articula de una serie de propuestas (en ocasiones desarticuladas) que no abordan armónica y exhaustivamente un rediseño de las relaciones entre el Congreso y el Ejecutivo, o que lo abordan sólo desde una perspectiva de parte.
En efecto, existe la preocupación por afinar una serie de controles sobre la actuación del legislativo mediante la incorporación de nuevos actores facultados para presentar iniciativas legislativas, la redefinición de la capacidad del Presidente de observar las leyes, así como sus efectos, del establecimiento de la potestad del Ejecutivo de indicar las prioridades legislativas a través de las llamadas “iniciativas preferentes”, de la supletoriedad del referéndum constitucional a la tarea legislativa, en determinadas circunstancias, etcétera.
Sin embargo, la iniciativa olvida que tanto las relaciones institucionales entre el Legislativo y el Ejecutivo, así como los controles que entre ellos se ejercen para generar gobernabilidad democrática, deben ser recíprocos. Para decirlo de otro modo, se proponen una serie de medidas (muchas de ellas pertinentes, sin duda) encaminadas a fortalecer los mecanismos de control y contrapeso del Ejecutivo y de la ciudadanía frente al Congreso, pero se olvida de cualquier tipo de control y contrapeso de éste respecto del Ejecutivo, siendo que también estos deben revisarse y actualizarse.
En ese sentido, la iniciativa, además de ser analizada puntualmente en sus méritos y propuestas, debe ser sujeta a un ejercicio de integración y de complementación a partir del reconocimiento de que la relación entre poderes no sólo debe verse desde la lógica de la gobernabilidad, sino también del control democrático del poder.
Los puntos específicos que la iniciativa presidencial sugiere incorporar a la Constitución pueden agruparse en los siguientes ejes temáticos:
a) Nuevos sujetos legitimados para presentar iniciativas legislativas.
Actualmente el artículo 71 de la Constitución faculta al Presidente, a los integrantes de las cámaras del Congreso de la Unión y a las legislaturas de los Estados a proponer iniciativas legislativas. El decálogo de modificaciones presentado por Calderón propone incorporar, además, la figura de la “iniciativa ciudadana”, así como otorgar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación la potestad de presentar iniciativas de ley en el ámbito de su competencia.
De entrada cabría decir que abrir el espectro de los sujetos capacitados para promover iniciativas de ley es positivo en la medida en la que tiende a multiplicar los espacios para incidir en las propuestas que habrán de considerarse como decisiones colectivas.
En concreto, la “iniciativa ciudadana”, uno de los varios mecanismos así llamados de “democracia directa”, supone en la propuesta presidencial la posibilidad para que un grupo de ciudadanos equivalente a una décima de punto porcentual del padrón electoral (alrededor de unos 78 mil ciudadanos) puedan proponer una iniciativa de ley o decreto. Sin olvidar el hecho de que los sujetos hoy legitimados para iniciar las leyes son representantes populares (u órganos de representación popular), el hecho de que se abra la posibilidad de que un grupo de ciudadanos presente iniciativas, significa, de alguna manera, democratizar esta facultad que no supone, de modo alguno, la suplantación de la capacidad de decidir políticamente que sigue siento una prerrogativa del Congreso de la Unión en el plano federal. Así, el que se permita a nuevos sujetos presentar iniciativas sin sustituir o condicionar de alguna manera la capacidad de decisión del órgano legislativo, representa sin duda una oportunidad de enriquecer el trabajo del Congreso.
Por otra parte, la propuesta de Calderón plantea también el reconocimiento de la capacidad a la SCJN para presentar iniciativas en el ámbito de su competencia. Con lo anterior, se dice, se enriquece el trabajo legislativo al permitir que la cabeza del poder encargado de aplicar justicia y que, por ende, en su labor cotidiana puede identificar mejor que ningún otro los problemas o los faltantes normativos.
A mi juicio se trata de un planteamiento positivo que, dicho sea de paso, valdría la pena otorgar como competencia a otros órganos del Estado, particularmente a los órganos autónomos, como el IFE, la CNDH, el IFAI o incluso el Banco de México, en sus respectivos ámbitos de actuación.
Recientemente, se objetó la pertinencia de la propuesta fundamentalmente por dos razones: en primer lugar, porque a diferencia de otros órganos públicos, en el diseño constitucional actual, la Suprema Corte tiene el rol de ser el órgano de control de la constitucionalidad de las leyes y, por ende podría darse el caso de que las iniciativas que presentadas por ella terminaran por ser impugnadas ante ella misma; en ese sentido, la presentación de una iniciativa por el máximo tribunal supondría de alguna manera prejuzgar sobre asuntos que pueden llegar a ser objeto de su revisión jurisdiccional. En segundo lugar, porque otorgar a la SCJN la capacidad de presentar iniciativas supone un desgaste político y una eventual confrontación con otro poder, el legislativo, en caso de que la iniciativa presentada no prospere (ambos casos fueron sugeridos por Ana Laura Magaloni, “Árbitros y jugadores”, Reforma, 16 enero 2010).
La primera de esas objeciones, que, por cierto, carecería de sentido si en México la SCJN no fuera a la vez instancia suprema de casación y de control constitucional, lo que nos lleva a pensar de nuevo en la pertinencia de un Tribunal Constitucional (otro de los grandes temas de discusión de la reforma del Estado), me parece que es salvable. En efecto, si bien es cierto que no es algo ideal que el mismo órgano encargado de resolver el apego o no de las leyes a la Constitución pueda presentar al Congreso leyes, pues constituye una especie de prejuzgamiento, también lo es que difícilmente la Corte presentaría una iniciativa inconstitucional, es decir, supongo que la presentación de una iniciativa habría pasado por un test previo de constitucionalidad que, en caso de que la misma prosperara como ley en sus términos y fuera impugnada ante la misma SCJN sería confirmada en su congruencia constitucional y, en caso de que en la impugnación se presentaran argumentos no considerados previamente al momento de presentar la iniciativa, nada impide que la misma Corte cambiara su criterio y declarara la inconstitucionalidad de todo o parte de la nueva norma.
Por lo que hace a la segunda objeción, no debe olvidarse que todo tribunal constitucional juega un rol político y que cada vez que la Suprema Corte conoce de una Acción de Inconstitucionalidad o de una Controversia Constitucional, esté o no involucrado el Congreso en ella, supone un riesgo de confrontación política: es algo inevitable.
Me hago cargo de la razonabilidad de las objeciones e insisto que sería pertinente repensar la idoneidad de contar con un específico Tribunal Constitucional, pero creo que las mismas pueden sobrellevarse en virtud del beneficio y la oportunidad que tendría en términos del enriquecimiento del trabajo legislativo si el órgano encargado de conocer día a día la aplicación de la justicia pudiera presentar iniciativas legislativas.
b) Iniciativa preferente, afirmativa ficta y referéndum constitucional
También la iniciativa preferente, o bien la capacidad del Ejecutivo de presentar al Congreso propuestas de ley o de reforma constitucional consideradas necesarias y urgentes y por ello, prioritarias en la agenda legislativa, forma parte del paquete de reformas propuesto por el presidente Calderón.
Si bien es cierto que esta modalidad existe en varios países: entre otros, Alemania, Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Nicaragua y Paraguay, las formas con las que se establece constituyen un variado y muy diverso abanico en cuanto a sus modalidades.
La propuesta del Presidente es, por cierto, una de las más radicales. En ella se plantea un límite en cuanto a su número y en cuanto al momento de su presentación: hasta dos y al inicio del primer periodo de sesiones del periodo legislativo. Además, se concede al Congreso un plazo fatal para dictaminar y votar la iniciativa en ambas cámaras (es decir, concluir el trámite legislativo), en sentido afirmativo o negativo, con o sin modificaciones, antes de que concluya el primer periodo ordinario de sesiones y, en caso de no ocurrir ello, se establece que el proyecto de ley se tiene por aprobado en los términos presentado por el Ejecutivo.
En el caso de tratarse de una reforma constitucional, en caso de transcurrir el plazo mencionado, no opera esa especie de afirmativa ficta, sino que debería convocarse inmediatamente a un referéndum (salvo cuando se trata de una reforma relativa a las materias electoral, fiscal, presupuestaria, de seguridad nacional y relativas a las fuerzas armadas) a realizarse el primer domingo de julio del año siguiente y que requeriría un quórum de participación del 50% más uno de los electores, así como de una aprobación de la propuesta de al menos dos terceras partes del total de votantes con la mitad de los votos válidos en la mayoría de las entidades federativas.
La figura de la iniciativa preferente en términos generales, puede ser un útil instrumento para incidir en la gobernabilidad del país al permitir pronunciamientos específicos del Congreso sobre una materia que el gobierno considera prioritaria de manera preferente. En ese sentido me parece positiva aunque los términos en los que el Presidente Calderón la planteó al Congreso deberían matizarse en aras de mantener un razonable y democrático equilibrio entre poderes. Como decíamos la figura no es nueva, aunque las modalidades con las que es presentada sí son, a mi juicio, excesivas.
En primer lugar, no está claro por qué deberían presentarse las iniciativas preferentes sólo una vez al año, al inicio del primer periodo ordinario de sesiones. En los países en los que se adopta la figura esa restricción temporal no existe. En efecto, la idea de una iniciativa preferente supone la existencia de un asunto sobre el que hay una necesidad particular que podría requerir una regulación legal urgente. En ese sentido, creo que podría perfectamente pensarse en abrir la puerta a que este tipo de iniciativas se presentaran en varios momentos.
En segundo lugar la temporalidad fatal que se establece en la propuesta es, a mi juicio, excesiva. Hay temas que, por su complejidad (más aún tratándose de reformas constitucionales) pueden requerir una discusión y consensos que no puedan forjarse en un solo periodo de sesiones, más aún tratándose del primer periodo ordinario que, no hay que olvidarlo, es aquél en el que, invariablemente se glosa el informe de gobierno presentado por el propio Ejecutivo y se tiene, además, que aprobar la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos de la Federación para el año siguiente, es decir, se trata del periodo, si bien más largo (tres meses y medio frente al segundo que dura tres meses), también el que a priori está más saturado de la agenda del Congreso. Es cierto que muchos países establecen una temporalidad incluso menor para que sus parlamentos discutan y voten las iniciativas preferentes (como Ecuador o Paraguay que otorgan treinta días), pero también lo es que en otros casos la calidad de preferente no supone una restricción temporal para el legislativo sino sólo el que se le debe dar tratamiento prioritario a la iniciativa (como Alemania, en donde se establece la necesidad de discutir “en un plazo razonable”, o en Brasil en donde se establece que los demás asuntos se aplazan para dar prioridad a la iniciativa preferente, o en Colombia, en donde estas iniciativas tienen prelación).
En tercer lugar, el determinar la aprobación ficta en caso de no estar votada la iniciativa en ambas cámaras en un periodo determinado, si bien es también una consecuencia recogida en otras constituciones (Ecuador y Paraguay), resulta profundamente antidemocrática pues convierte de facto al Ejecutivo en legislador y constitucionalizaría la autocrática figura de la legislación por decreto. La razón de ser de una iniciativa preferente no puede ser que el Ejecutivo suplante al Legislativo en caso de lentitud o inactividad, para eso están otros mecanismos democráticos de rendición de cuentas. Creo que habría que apostar, más bien, por la obligación que le imponen a sus congresos de dar prioridad a ciertos asuntos indicados por el Ejecutivo otras constituciones, como la alemana, la brasileña o la colombiana.
Finalmente creo también que debería existir un mecanismo de contrapeso a favor del Congreso para que sea éste quien determine (podría ser por votación calificada de dos tercios) que una iniciativa indicada como preferente por el Presidente no debe tener tal carácter, tal como ocurre en el caso de Brasil, Chile o Colombia.
Por lo que hace al caso de las iniciativas de reforma constitucional presentadas como preferentes por el Ejecutivo, en las que la propuesta del Presidente Calderón recurre a un referéndum en caso de inactividad del Congreso, vale la pena anotar, además de lo antes señalado, dos cosas más.
Primero, que el hecho de convocar el referéndum hasta el primer domingo de julio del año siguiente, supone prácticamente un año después de presentada la iniciativa (que debió entregarse al Congreso en el anterior mes de septiembre), lo cual supone eventualmente un plazo excesivo para algo que está inspirado en un sentido de necesidad y urgencia.
Segundo, que el tema del referéndum como un excepcional mecanismo de democracia directa debería ser analizado en su pertinencia de manera integral y no sólo como una alternativa a la inactividad del legislativo como actualmente está presentado.
c) Observaciones del Ejecutivo al Presupuesto y reconducción presupuestal
La propuesta presidencial propone también especificar en la Constitución la posibilidad de realizar observaciones al Presupuesto de Egresos de la Federación, circunstancia que hoy no está expresamente señalada.
Como se sabe el asunto no es nuevo; incluso fue motivo de un controvertido pronunciamiento de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en en año 2005, con motivo de una controversia constitucional interpuesta por el Presidente Fox en contra de la Cámara de Diputados. En aquél entonces, la SCJN consideró con una mayoría exigua (seis contra cinco ministros) que el Ejecutivo sí tenía facultades para realizar observaciones al PEF. En ese sentido, la iniciativa de Calderón propone llevar a la Constitución el controvertido criterio de la Corte que actualmente estaba vigente.
Al respecto no hago otra cosa más que reiterar el juicio que emití en su momento a propósito de la resolución de nuestro máximo tribunal. Me parece que existe una racionalidad política intrínseca en el hecho de que la facultad de observar las leyes (comúnmente conocida como “veto”) no tenga aplicabilidad en el PEF que es facultad exclusiva de la Cámara de Diputados, y ésta se desprende del hecho de que la determinación de cómo se gasta el dinero público es competencia no del Congreso en su conjunto sino específicamente de la cámara baja que es el órgano integrado por “representantes de la Nación” tal como lo establece el artículo 51 de la Constitución, a diferencia del Senado que supone la representación del pacto federal). Ello es así, me parece, porque corresponde a la Nación, a través de sus representantes, determinar cómo se ejerce el presupuesto público, que se compone ya sea de los impuestos pagados por los integrantes de la Nación, ya sea por los ingresos que el Estado recaba de la explotación o de la concesión de los recursos propiedad de la Nación. Ello constituye una potestad soberana sobre la que el Ejecutivo, encargado de ejecutar los designios de la Nación, expresados por su representante (la Cámara de Diputados), no debe tener la última palabra.
En su momento la Suprema Corte desestimó, entre otros, este argumento de teoría constitucional y hoy el punto pretende ser llevado a la Constitución, me parece que el argumento antes planteado sigue siendo válido, que la Corte cometió un error de interpretación en su momento y que, por ello, no es pertinente atender esta parte de la propuesta del Ejecutivo.
Por otra parte, la propuesta de introducir en nuestro diseño constitucional la figura de la así llamada reconducción presupuestal, que supone la prórroga de la vigencia de las normas presupuestales al ejercicio posterior cuando no hayan sido aprobadas a tiempo el nuevo Presupuesto de Egresos de la Federación, permite subsanar un peligroso y delicado vacío jurídico actualmente existente que ponía en riesgo, entre otras cosas, el fundamento jurídico del gasto público. Se trata, por cierto, de una previsión reconocida en varios ordenamientos constitucionales.
d) Publicación parcial de leyes
Otra propuesta es la de permitir al Presidente la publicación parcial de aquellas iniciativas de leyes que hayan sido parcialmente observadas por él y cuyas observaciones no hayan sido atendidas por el Congreso o, en su caso, no hayan sido rechazadas al no haber reunido las dos terceras partes de sus miembros como lo requiere la Constitución. Actualmente, sobra decir, la publicación parcial no está permitida.
La propuesta tiene sentido, en algunos casos particulares (como lo es el de la Ley de Ingresos), pero también es cierto que de aceptarse lisa y llanamente el punto, sin mayores consideraciones, podría abrirse la puerta para que la publicación parcial de leyes provocara que éstas se desnaturalizaran.
No debe olvidarse que la tarea del legislador es compleja y al momento de discutir y aprobar una iniciativa se toma en cuenta una integralidad de aspectos que se plasma así debería ocurrir en el conjunto de disposiciones que la componen. El que pueda publicarse parcialmente dicha ley (en todo aquello que no fue objeto de observaciones por parte del Ejecutivo), puede dar como resultado la vigencia de normas incompletas y por ello incongruentes e inoperantes, en el mejor de los casos, cuando no incluso contrarias a su sentido originario.
Me hago cargo del sentido de la propuesta presidencial y lo entiendo, pero creo que para evitar los riesgos que anotaba, antes de publicar parcialmente una ley, el Ejecutivo debería consultar al Congreso y obtener su aprobación para que los puntos no objetados sean promulgados y publicados en el Diario Oficial.
4. Para terminar
La iniciativa de reforma política del Presidente Calderón seguramente constituirá el eje del debate sobre la reforma del Estado en los próximos meses y, por lo tanto, deberá ser analizada con atención y detenimiento para ponderar los pros y los contras del decálogo de modificaciones constitucionales que la misma propone.
Como hemos señalado, la iniciativa no constituye un planteamiento integral que revise en clave democrática el vínculo que media entre los dos poderes electivos del Estado, vínculo que es complejo y que no puede simplificarse sin provocar graves distorsiones. Es necesario un diseño constitucional moderno y efectivo que incentive la generación de consensos, la corresponsabilidad entre los actores políticos y los poderes del Estado y, a fin de cuentas gobernabilidad. Pero no tenemos que perder de vista que la gobernabilidad no puede traducirse en una merma de la calidad democrática del régimen político. La democratización fue la gran apuesta de la sociedad mexicana en el último tramo del siglo pasado y aunque hoy el desafío es establecer condiciones que permitan gobernar la democracia, no debe perderse de vista que hay ciertos asideros y principios sin los cuales ésta simple y sencillamente se desnaturaliza.
En ese contexto son entendibles y casi hasta naturales las pulsiones por reforzar al ejecutivo, pero la responsabilidad democrática impone la existencia de controles y vínculos sobre su actuación por parte del Congreso y del Poder Judicial que hoy están ausentes en la iniciativa presidencial. Hacia ahí tendrá que caminar el Congreso para redefinir democráticamente la relación entre los poderes. En todo caso, la iniciativa del Presidente Calderón constituye como un documento que puede servir de pretexto para discutir finalmente qué Estado queremos y necesitamos de cara al futuro.
DIÁLOGO DE NECIOS
José Woldenberg
– Mira, en los últimos años hemos logrado que ninguna fuerza política pueda hacer por sí misma su voluntad. A través de los votos la composición del Congreso es plural y equilibrada. Reclama acuerdos para que las cosas puedan avanzar.
– Pero eso nos lleva al empantanamiento. Es un equilibrio catastrófico, paralizante. Todas las decisiones son grises, porque la negociación tiende a diluir los altos contrastes.
– Eso es bueno, reclama capacidad para escuchar, negociar, pactar. Somos un inmenso país y es deseable que sus diferentes corrientes se encuentren e intenten conjugar sus pasiones y sus políticas.
– Pero a fuerza de negociaciones ninguna de ellas se siente satisfecha y el (escaso) público que las acompaña tampoco.
– Peor sería forjar una mayoría artificial que no representara a esa emulsión amorfa, evanescente, contradictoria, a la que solemos llamar sociedad.
– Pero para lograr que el gobierno cualquier gobierno pueda hacer prosperar sus iniciativas en el Congreso se requiere de una mayoría, sin la cual la traída y llevada gobernabilidad en su sentido más pedestre se vuelve imposible.
– Bueno, si no se tiene la mayoría hay que construirla. Y para eso está la política, es decir, la capacidad de sumar a partir de plataformas que en principio no necesariamente son coincidentes.
– Pero eso pasa más en la teoría que en la realidad. En la práctica, cuando un gobierno no cuenta con una mayoría legislativa que lo apoye, las oposiciones hacen todo lo posible por colocar obstáculos, que al final piensan les pueden redituar a ellos.
– Es parte de la lógica democrática. Si por algo me gusta esa forma de gobierno es precisamente porque en su base está la capacidad de ofrecerle un lugar en los espacios de la representación a la diversidad de corrientes políticas.
– Pero todo con medida… como dice el comercial. Entre la pluralidad que coexiste en la sociedad y la que debe aparecer y comparecer en los cuerpos legislativos, están las fórmulas de traducción de votos en escaños y las barreras legales de entrada para esa diversidad.
– Pero si esas barreras son muy altas y las fórmulas para la elección son refractarias a la variedad política puedes acabar desvirtuando el propio sentido de la representación.
– Siempre existe una tensión entre mayor representatividad y capacidad de construcción de una mayoría estable. Y dado lo que ha pasado en nuestro país en los últimos años creo necesario reforzar la segunda parte de la fórmula: la formación de una mayoría que apoye la gestión presidencial.
– Pues siguiendo tu misma fórmula, yo opto por la representatividad. Mucho le costó a México poder integrar al marco institucional a todas aquellas expresiones políticas con un cierto arraigo en el país. Militar contra ello es remar contra una de las corrientes principales del cambio democratizador.
– A ti lo que te gusta es el espectáculo de la diversidad: colorido, multiforme, contradictorio, expresivo, elocuente, pero desprecias la eficiencia, la eficacia, la capacidad de gobierno.
– Digamos que tú empiezas a correrte en el sentido mexicano no en el español hacia el aprecio a la disciplina, el orden, la capacidad de gobernar sin contrapesos, dándole la espalda a ese concierto de voces discordantes que no solo están en las Cámaras sino en las escuelas, calles, bares, centros de trabajo y oficinas del país.
– Es que el desgaste de las instituciones políticas por su incapacidad para tejer acuerdos tiende a menguar el aprecio que las personas tienen por esas mismas instituciones. A estas alturas el sentido común instalado desprecia a nuestros políticos, a nuestros partidos, al poder legislativo. Y eso es peligroso.
– Pero no es cercenando a la pluralidad como podremos remontar esas pulsiones. Por el contrario, imagínate lo que sería hoy el país si en los circuitos de gobierno y legislativos no estuviese asentada, de alguna u otra manera, la variedad de ideologías y sensibilidades que lo cruzan.
– Hombre, en muchos países democráticos para que un partido tenga asientos en el Congreso se requiere de 4 o 5 por ciento de los votos. Y en Estados Unidos y la Gran Bretaña la fórmula de elección es a través de distritos uninominales, lo que posibilita y facilita la edificación de una mayoría. ¿No es eso democrático?
– No obstante, en la mayor parte de los países europeos y en la inmensa mayoría de los latinoamericanos el método de integración de los congresos es a través de la representación proporcional, y en Alemania esa representación es estricta: obtienes el 20 por ciento de los votos tienes el 20 por ciento de los escaños. ¿No es eso más democrático?
– Creo que será difícil ponernos de acuerdo.
– De acuerdo.
– Quieres una cerveza.
– Órale.
La democracia porta una tensión inescapable. El diálogo de los necios trata de ilustrarla.
Sistema electoral, ciudadanía y representación política
Lorenzo Córdova Vianello
Seminario La reforma del Estado
Un diálogo universitario, IIJ UNAM,
12 de febrero de 2010
Hoy vivimos una complicada situación política en donde, como consecuencia de las transformaciones electorales que se han articulado a lo largo de treinta años, han cobrado carta de naturalización fenómenos típicamente democráticos, como la falta de mayorías predefinidas, la alternancia, los comicios competidos y un electorado variable y, en general, sensible a las coyunturas.
Sin embargo, el proceso de construcción institucional y de procedimientos democráticos, ha seguido, sobre todo, el curso de los cambios electorales. Es ahí en donde hemos avanzado visiblemente. En otras áreas del diseño del Estado el progreso ha sido desigual o incluso nulo.
Ello se ha traducido en una serie de complejidades que complican severamente la capacidad de generar consensos y, consecuentemente, de gobernar el país. En la agenda política del futuro se vislumbra como una necesidad imperativa, encontrar los mecanismos que permitan articular una nueva forma de convivencia y de interacción política que favorezca la toma de decisiones sin mermar la calidad democrática todavía perfectible y lejos de resultar plenamente satisfactoria- que hemos construido, con no pocas dificultades en las últimas décadas.
Ello se traduce, entre otras cosas, en la necesidad de repensar el esquema constitucional de gobierno y de relación entre poderes para propiciar una “gobernabilidad democrática” (los términos, ojo, van juntos). En efecto, el esquema constitucional aún vigente fue diseñado para responder de manera funcional al régimen autoritario que se consolidó a lo largo del siglo pasado y hoy, luego del proceso de transformación democrática que atravesó a la sociedad en los últimos treinta años, resulta disfuncional y perjudicial para la recreación de la convivencia democrática. De ahí la pertinencia de avanzar en lo que se ha venido a llamar “reforma del Estado”.
I. Gobernabilidad y democracia
En ese contexto y ante esa necesidad, sin embargo, resultan indispensables algunas prevenciones, destacadamente la que tiene que ver con pensar el diseño institucional única y exclusivamente desde la óptica de la gobernabilidad.
En ese sentido vale subrayar una admonitoria advertencia que ya desde fines del los años ochenta Norberto Bobbio planteaba en el sentido de que «la denuncia de la ingobernabilidad de los regímenes democráticos tiende a proponer soluciones autoritarias que se mueven en dos direcciones: por un lado, en el reforzamiento del poder ejecutivo…; por otro lado, en el poner nuevos límites a la esfera de las decisiones que pueden ser tomadas con base en la regla típica de la democracia, la regla de la mayoría… Todas las democracias reales… nacieron limitadas… [pero] una de las propuestas planteadas por una corriente de escritores neoliberales consiste en pedir que sea limitado, incluso constitucionalmente, el poder económico y fiscal del parlamento para impedir que la respuesta política a la demanda social sea tal que produzca un exceso del gasto público…» (BOBBIO, N., Liberalismo y democracia, FCE, México, 1994, p. 107).
No hacer caso de ese riesgo, ver el problema sólo desde la óptica de la gobernabilidad, sin tener como un asidero permanente el de la calidad del sistema democrático, abre la puerta a propuestas que pueden erosionar la democracia y traducirse en regresiones autoritarias. Se trata de un peligro latente que acecha permanentemente y que tiende a presentarse embozado tras la legítima demanda de una mayor gobernabilidad de nuestros sistemas políticos.
Intentar propiciar la gobernabilidad de una democracia no es algo que pueda reducirse a buscar mecanismos para generar una mayor rapidez y eficiencia en la toma de decisiones; ello constituye una simplificación del problema que terminará por caer en lugares comunes como plantear el reforzamiento del poder ejecutivo o acotar el papel que juega el parlamento dentro del equilibrio de los poderes públicos. Se trata de lugares comunes que acabarían mermando la calidad democrática del Estado. La gobernabilidad de una democracia debe ser buscada, por el contrario, en la búsqueda de mecanismos que propicien y estimulen los acuerdos y permitan generar consensos. Ello resulta todavía más necesario si nos encontramos en un escenario de «gobiernos divididos», es decir cuando el partido en el gobierno no cuenta con la mayoría de los votos en el órgano legislativo y está obligado, por ello, a buscar acuerdos con otros partidos políticos. En suma, la gobernabilidad de un sistema democrático, parte, ante todo, de un constante acuerdo entre las partes.
Para decirlo de otro modo: democracia y gobernabilidad son compatibles, siempre y cuando se interpreten conjuntamente, y a condición de que el pensar en la gobernabilidad no nos haga olvidar cuál es el significado y los valores del juego democrático.
II. Sistemas electorales
a) Tamaño del Congreso
Una de las propuestas que recientemente se han presentado con insistencia y que automática genera el aplauso espontáneo de buena parte de la ciudadanía es la que propone la reducción del número de legisladores (como en el caso de la iniciativa del presidente que plantea pasar de 500 diputados a 400, manteniendo las proporciones actuales de su conformación, y de 128 senadores a 96 con una fórmula electoral totalmente renovada).
Para nadie es un secreto que, ante la generalizada opinión negativa que se tiene de los órganos legislativos (en parte ganada a pulso, pero en su mayor parte construida dolosamente en el imaginario colectivo por los medios de comunicación y los defensores de un Poder Ejecutivo fuerte y autoritario y libre de controles) la propuesta les resultara pues a muchos atractiva y pertinente.
Sin embargo, se trata de un tema que debe ser analizado con cuidado, sin prejuicios, y con una alta responsabilidad en virtud del impacto que el planteamiento puede tener sobre la calidad democrática del sistema político.
Nadie puede afirmar tajantemente cuales son las dimensiones ideales del Congreso y las referencias comparadas pueden prestarse a todo tipo de manipulaciones. Los defensores de la idea de reducir el número de escaños en el legislativo reiteradamente sostienen que de todos los Congresos del continente el mexicano es uno de los más numerosos en proporción a la población. Así por ejemplo, Estados Unidos cuenta con 435 diputados y 100 senadores para una población de más de 300 millones de habitantes y Brasil tiene 513 diputados y 81 senadores con una población de algo menos de 200 millones; y así sucesivamente. En México hoy tenemos 500 diputados y 128 senadores para una población de unos 105 millones de habitantes por lo, desde esa óptica, justifica una reducción.
Pero si en cambio observamos lo que ocurre en las democracias europeas, encontramos parlamentos que proporcionalmente (y en muchos casos numéricamente) son mucho más grandes que el nuestro. En Italia hay 630 diputados y 315 senadores; en Reino Unido la Cámara Baja tiene 646 miembros y, en ambos casos, la población de esos países es prácticamente la mitad que la mexicana. Alemania, con cerca de 85 millones de habitantes, tiene 614 diputados y 69 senadores. Se puede objetar que se trata de sistemas parlamentarios y no presidenciales. Bueno, pues un régimen semipresidencial como el francés tiene 577 diputados y 346 senadores y una población de 65 millones.
El punto al que quiero llegar es que el argumento comparativo para proponer una reducción del Congreso es totalmente insuficiente.
Por otra parte, el argumento del ahorro presupuestario por las curules que se suprimirían es insignificante en términos del volumen de recursos que por esa vía puede ahorrarse el erario público.
Además, el argumento de que un número menor de legisladores se traduciría en condiciones más propicias para generar consensos, además de ser intrínsecamente falaz, olvida que lo que se busca con la representación política es fortalecer el carácter democrático del Estado; y dicho carácter depende de que la composición política de la sociedad se vea real y efectivamente reflejada en los órganos decisionales, esto es, en su real proporción y procurando eliminar o acotar el fenómeno de la sobre y subrrepresentación que en sí tiene un sesgo antidemocrático.
No se necesitan muchas luces para constatar que, inevitablemente, un parlamento numéricamente pequeño conlleva un mayor grado de distorsión de la representación que un órgano más numeroso. Como señalábamos, no hay fórmulas para determinar las dimensiones de un parlamento ideal, pero no debe dejar de tomarse en cuenta el hecho de que un órgano, entre más numeroso sea, es por definición, más representativo que uno pequeño.
Además, como lo enseña la historia, en el caso de México, la apuesta para abrir y mejorar la representación de la pluralidad política pasó precisamente por incrementar el número de curules, tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado.
La calidad democrática del sistema y fortalecer al ciudadano la ruta no es, sin duda, la reducción del tamaño del Congreso.
b) Candidaturas independientes
Sobre esta recurrente propuesta vale la pena hacer una serie de reflexiones diferenciadas. En primer lugar, se trata de una propuesta que parte de un falso dilema: la contraposición de los “ciudadanos” frente a los “políticos”, olvidando, como lo ha recordado atinadamente José Woldenberg (Después de la transición. Gobernabilidad, espacio público y derechos, Cal y Arena, 2006, pp. 185 y ss.), que todo político es un ciudadano y que, por cierto, todo ciudadano que contiende por un espacio de representación popular se convierte, por ese hecho, en un político; ¿o acaso alguien duda que, por ejemplo, Jorge Castañeda quien recientemente litigó por ser candidato independiente a la Presidencia además de ser un ciudadano como cualquier otro también es un político?
En segundo lugar, las candidaturas independientes constituyen una manera de alimentar uno de los fenómenos más peligrosos que enfrentan los sistemas democráticos hoy en día: la personalización de la política; es decir, el vaciamiento ideológico y programático de la contienda política y su sustitución por la mera confrontación entre personalidades. Ello implica, para decirlo de otra modo, que acaban contando más las caras, las imágenes y las frases hechas, que no los programas políticos y los principios ideológicos; situación que constituye, a juicio de Michelangelo Bovero, la manera más fácil de generar lo que él denomina la “democracia de la apariencia”, es decir, una falsa democracia.
En tercer lugar, se dice que las candidaturas independientes parten del derecho de todo ciudadano de ser votado (consagrado por el artículo 35 de la Constitución) y que, en ese sentido, el monopolio de las candidaturas por parte de los partidos políticos constituye una violación a ese derecho. No obstante se olvida que sostener con posibilidades de triunfo una candidatura implica contar con una capacidad económica que permita desarrollar de manera suficiente actividades de proselitismo. En los hechos eso se traduce en que, a fin de cuentas, acaba habiendo algunos ciudadanos que son “más iguales que otros”: se trata justamente de aquellos que, por su propia fortuna personal o bien porque cuentan con el apoyo de grupos de interés que los respaldan, pueden sufragar sus campañas. Los ejemplos de Ross Perot o Berlusconi tristemente enseñan de qué estamos hablando.
Finalmente, se sostiene también que las candidaturas independientes son una manera de oxigenar al sistema de partidos, el cual hoy atraviesa una profunda crisis de confianza y credibilidad; pero lejos de reforzarlos, aquellas acaban minando a estos institutos políticos pues, al plantearse inevitablemente como alternativas (precisamente como “alternativas ciudadanas”), para poder tener suceso naturalmente tienden a desacreditar a los partidos y a sus candidatos.
La mejor manera de enfrentar la crisis de los partidos políticos pasa por fortalecerlos mediante el establecimiento de medidas y controles para garantizar la democracia y la legalidad de sus procedimientos internos, así como por impulsar la transparencia y la rendición de cuentas en su actuación, no por encontrar pretendidas alternativas que lejos de ser una solución agravan el problema. Ése puede terminar por ser el típico caso en el cual el remedio es peor que la enfermedad.
No hay que olvidar nunca que una democracia fuerte pasa invariablemente por partidos fuertes y que una contienda en la que éstos acaban siendo sustituidos por las personas, difícilmente puede llamarse todavía una contienda democrática.
c) Segunda vuelta
La cerrada elección presidencial de 2006, provocó que el tema de la segunda vuelta se instalara en la agenda de las reformas políticas del país con insistencia. Los apologetas de ese sistema de elección han fundado su conveniencia en dos razones principales: a) que se trata de un mecanismo que permite una mayor legitimidad al ganador de la elección en la medida en la que le asegura una mayoría absoluta de al menos un 50% más uno de los votos, y b) que permitiría resolver el problema político que se deriva de elecciones con resultados tan estrechos como los que se presentaron en el 2006.
Ninguna de las dos razones es, a mi juicio, atendible. La primera porque el problema que tenemos en nuestro país no es un problema de legitimidad derivada del mayor número de votos. En el año 2000, Fox fue electo por una mayoría de 42.5% de los sufragios (algo más del 6 puntos arriba de su más cercano competidor) y fue el presidente que mayor legitimación democrática ha tenido hasta ahora. Claro, seis puntos no son el 0.56% de ventaja que obtuvo Calderón el año pasado, pero cabe preguntarse si la “crisis de legitimidad” con la que éste inició su mandato es producto del margen estrecho de votos, o bien de las acusaciones de fraude y de las irregularidades (que a juicio del Tribunal Electoral no fueron determinantes) que se presentaron durante el proceso electoral. Si ello es así, el problema está en otro lado.
La segunda razón es, me parece baladí, porque una segunda vuelta electoral no garantiza necesariamente que el margen de preferencias entre los candidatos más votados se ensanche respecto de la primera votación. Es más, en un escenario altamente competido, nada implica que la diferencia no llegue incluso a reducirse.
Pero hay otras razones que deben tomarse en cuenta:
1. Nada garantiza que en la segunda vuelta el porcentaje de participación ciudadana sea igual que en el primer turno. El caso francés, en el que los índices de participación rondaron el 85% en ambas vueltas, sorprendió hasta a los mismos galos (y ello se explica, en buena medida, a la gran polarización que produjeron esas elecciones). Basta ver lo que ocurre en los países que han adoptado este sistema, por ejemplo en Latinoamérica, en donde el segundo turno generalmente trae consigo una baja (a veces significativa) de la votación.
2. Los costos de operación, son otro factor que debe tomarse en cuenta, sobre todo en un contexto como el nuestro en donde el “blindaje” de los comicios (seguimos votando en boletas impresas en “papel seguridad”) trae consigo un incremento sustantivo en el gasto electoral.
3. Tampoco pueden olvidarse la serie de complejidades técnicas, que nuestro diseño actual plantea, y que harían que el tiempo entre una y otra ronda fuera muy amplio. Tal es el caso de la impresión de las boletas necesarias para una segunda vuelta lo que, según me comentaba hace poco un viejo y respetado funcionario del IFE, supondría más de un mes. Además, ¿confiaríamos las casillas a los mismos ciudadanos que las instalaron en el primer turno (esos sobre los que al año pasado se vertieron graves dudas y acusaciones), o insacularíamos y capacitaríamos a otros? Por supuesto la segunda vuelta podría realizarse, como en Francia, dos semanas después, pero sin duda no con las condiciones de confianza y seguridad que hoy prevé la ley.
4. Tampoco tendríamos que olvidar que una segunda ronda implicaría una nueva etapa de campañas electorales (por breves que éstas fueran) con el consecuente desgaste y el encono político que se acentuaría aún más.
5. Lo peor de todo es que, en términos de gobernabilidad, la situación no mejoraría un pelo, pues el verdadero problema con el que hoy tenemos que hacer las cuentas en México, es el fenómeno de los “gobiernos divididos” y eso, no es algo que resuelva la segunda vuelta.
Creo, en fin, que el del balotaje es una de esas “malas ideas” que, como un lugar común, ronda en el ambiente y de las que tenemos que hacernos cargo analizando, seriamente, todas sus implicaciones.
d) Reelección de legisladores (y alcaldes)
El de la reelección legislativa era uno de los temas pendientes en la agenda democratizadora. Hoy por hoy somos, junto con Costa Rica, la única democracia que prohíbe que los diputados y los senadores puedan ser reelectos sucesivamente en sus cargos.
Esa prohibición, introducida en el artículo 59 constitucional en 1933, en vez de tener una justificación democrática, buscó entonces fortalecer el poder de la omnímoda figura presidencial incrementando las capacidades de decisión y de control que le daba el ser el “jefe nato” del partido oficial y por ello la prerrogativa de “palomear” a los candidatos a cargos electivos postulados por el mismo. En efecto, la imposibilidad de reelección sucesiva, además de inducir un forzado recambio en la élites gobernantes, le permitía al Presidente controlar el destino de prácticamente todos los políticos que, lejos de deberle el encargo a sus electores, se debían a la generosa y magnánima voluntad presidencial (detrás de la que se escondía un férreo control político).
La reelección inmediata de los legisladores (que puede, por supuesto, tener múltiples modalidades como las que tienen que ver, por ejemplo, con la existencia de límites en las veces en las que puede operar) tiene varias ventajas de que deben ponderarse, entre las que destaco las siguientes:
1. La más socorrida pero no por ello carente de veracidad- es que impondría a los legisladores a mantener un vínculo más estrecho con sus electores de quienes dependerá, en su momento, una eventual ratificación electoral en el cargo. Ello traería consigo un mejor y más intenso ejercicio de rendición de cuentas en el que el elector no sólo “premia” o “castiga” en las urnas en general a un partido por su desempeño político sino también en específico a determinadas personas: sus representantes.
2. Además, se permitiría la formación de una clase parlamentaria más estable y, por ende profesional (aunque, en los hechos, varios son los legisladores que “saltan” de una cámara a otra elección tras elección), permitiendo que el conocimiento acumulado respecto de las funciones y las prácticas parlamentarias tuviera una mayor importancia y la necesidad de una curva de aprendizaje de legisladores “novatos” fuera menos frecuente. Ello ahorraría en buena medida un tiempo precioso que podría redundar en una mejor calidad del trabajo legislativo.
3. Adicionalmente, la estabilidad en el encargo legislativo que podría generar la reelección inmediata, fomentaría la existencia de interlocutores más ciertos y permanentes y que los puentes de diálogo y comunicación, que son indispensables para lograr una gobernabilidad democrática (particularmente en un contexto de “gobiernos divididos”), fueran más duraderos y no tuvieran necesariamente que reconstruirse en cada legislatura.
Por otra parte, la idea de la reelección de los alcaldes también tiene sentido si se piensa que en gran parte del país la duración de los mandatos municipales es muy breve (3 años) y que muchos de los proyectos de gobierno en el plano local requieren proyecciones de mediano y largo plazo que rebasan ese periodo. En buena medida por eso hoy nadie se atreve a instrumentar una planeación municipal transtrianual.
Sin embargo, lo anterior requiere como condición sine qua non que la propuesta de reelección inmediata de legisladores y alcaldes vaya acompañada de efectivos mecanismos de rendición de cuentas y de control que impidan la creación de cotos inexpugnables de poder y de abuso del mismo, así como de una efectiva democratización de los procesos partidistas de selección de candidatos.
e) Un sistema de partidos democrático
Que en la actualidad los partidos no gozan de buena fama pública es algo que los diversos estudios de cultura política han venido constatando reiteradamente. Es más, en América Latina y en México seguimos esa tendencia su descrédito se ha acentuando aceleradamente en la última década al grado de colocarlos (por cierto, junto con los parlamentos) en los peores niveles de confianza y aprecio ciudadano.
A ello ha contribuido, sin duda, su difundido pragmatismo electorero, su vaciamiento ideológico y programático y la falta de representatividad y democracia interna que los caracteriza. Pero también es cierto que ese descrédito ha venido construyéndose intencionalmente, entre otros, por los poderes mediáticos y por muchos falsos puristas que desde hace tiempo han venido planteándose como voceros o, peor aún, representantes de los intereses de la “ciudadanía”.
Ese preocupante desencanto ha alimentado una serie de propuestas tras las que se esconden no pocas pulsiones autoritarias que plantean la reducción y depuración del sistema de partidos mediante el encarecimiento de los requisitos para su constitución y para el mantenimiento del registro de los ya existentes. La última de esas propuestas es la que se contiene en la iniciativa de reforma política del Presidente Calderón, que plantea elevar el piso mínimo para conservar el registro del 2% de la votación, como actualmente ocurre, al 4%.
La tendencia no es nueva y ya se ha materializado en varias reformas legislativas: en diciembre 1993 se duplicaron los requisitos tanto por lo que hace al número de afiliados (pasando del 0.13% del padrón electoral al 0.26%), como al número de asambleas estatales o distritales necesarias para constituir un partido político (de 10 a 20 y de 100 a 200, respectivamente). Además, entonces se reservó el derecho exclusivo de constituir partidos a las Agrupaciones Políticas Nacionales.
La reforma de 2007, por su parte, si bien venturosamente eliminó esa prerrogativa exclusiva de las APN’s y abrió la puerta para que cualquier organización de ciudadanos creara un partido, también agravó la constitución de los mismos al establecer que esa posibilidad podía ocurrir sólo cada 6 años, de cara a las elecciones intermedias, y no cada tres años como había venido ocurriendo hasta entonces.
Cabe decir, a contracorriente del sentido común, que la consolidación democrática pasa no por cerrar las puertas del sistema de partidos, sino por abrirlas de manera franca a nuevas alternativas que permitan una mejor expresión de la pluralidad y que, además, oxigenen y estimulen la competitividad política.
El proceso de democratización en México comenzó hace 33 años con la introducción del “registro condicionado” como una manera para facilitar que una serie de organizaciones políticas pudieran constituir partidos sin tener que atravesar por el gravoso y tortuoso procedimiento de obtención del registro convencional. La condición para su permanencia era la obtención de un mínimo de votación que refrendara su arraigo entre los ciudadanos. Esa figura, que se suprimió en 1986, pero que volvió a introducirse en 1990 y perduró hasta 1996, permitió que muchas nuevas organizaciones vinieran a enriquecer y dinamizar el sistema de partidos.
Si lo que se quiere hoy es abrir los espacios de participación de los ciudadanos y potenciar sus derechos políticos (entre los que se encuentra, no lo olvidemos, el de asociación), más que buscar falsas salidas como las candidaturas independientes, mismas que a la larga pueden acarrear más problemas que beneficios, valdría la pena explorar la posibilidad de reintroducir, una vez más, la figura del registro condicionado con el fin de potenciar la participación política, estimular el pluralismo (condición y expresión de la democracia) y así crear un contexto de exigencia a los partidos existentes para que se democraticen, se renueven y se vuelvan atractivos para los ciudadanos.
Lo anterior podría bien combinarse con la exigencia de porcentajes de votación diferenciados para mantener el registro, para acceder a financiamiento público (o a determinadas modalidades de éste), y para acceder a la representación política.
Insisto, democratizar el sistema de partidos sólo puede hacerse con una lógica incluyente y fortalecedora del pluralismo.
Los que esconden su nombre
José Woldenberg
Los candidatos independientes son partidos políticos que no se atreven a decir su nombre. Y ahora que han sido propuestos por el Presidente el tema se vuelve más claro.
Los partidos son organizaciones de ciudadanos que cumplen funciones estratégicas para la reproducción de un régimen democrático: organizan a quienes quieren participar en política, ofrecen un ideario y dotan de signos de identidad, son plataformas de lanzamiento de candidaturas a los distintos niveles de gobierno y al legislativo, agregan intereses, son referentes del debate público, permiten y usufructúan la dinámica parlamentaria. Y los candidatos independientes, en el momento en que se registren, acabarán cumpliendo si son exitosos con esas funciones. No hay escape porque los partidos son connaturales a las elecciones y a la dinámica de los congresos.
Para ser candidato independiente según la propuesta presidencial se requerirá el respaldo “de por lo menos el uno por ciento de los ciudadanos inscritos en el padrón electoral de la demarcación correspondiente”, y “los aspectos relativos a la regulación del financiamiento, acceso a medios, fiscalización de los gastos y garantías exigidas a las candidaturas ciudadanas (como si los partidos postularan extraterrestres), se deberán establecer en la legislación secundaria”.
Tarde o temprano se llegará a lo inescapable: ¿Un candidato independiente a presidente o gobernador tendrá que llenar algún otro requisito político? Por ejemplo: ¿deberá estar acompañado por un número de candidatos a diputados y en el caso del presidente a senadores o no? Si la respuesta es sí, estaremos ante la formación de un nuevo partido. Si la respuesta es no, tendremos entonces un partido personalista, bueno para lanzar a un candidato, que de llegar a la presidencia no tendrá un solo legislador a su favor.
En el caso de los legisladores: ¿tendrán que competir uno por uno o podrán agruparse? Si la ley establece que cada candidato a las Cámaras debe postularse solo, tendremos entonces partidos distritales, y en el caso de los senadores, partidos estatales, con el sello del candidato. Agrupaciones que nacen para apoyar a una persona y punto. Ahora bien, si la ley permite la participación conjunta de candidatos independientes, estaremos ante partidos estatales y si ya de a tiro postulan a los 300 diputados uninominales ante un auténtico partido nacional.
Luego será inescapable el tema de las condiciones de la competencia, como ya lo anuncia la iniciativa presidencial. ¿Gozarán los candidatos independientes de las prerrogativas que hoy establece la ley para los partidos? ¿Tendrán financiamiento público, acceso a los medios, franquicias postales, exenciones fiscales, representantes ante los consejos del IFE? Si la respuesta es no, entonces competirán en condiciones más que precarias y acudirán a vaya saber usted a qué fuentes de financiamiento. Si la respuesta es sí, entonces tendrán que ser tratados como los partidos.
El asunto puede verse también desde el lado de los Congresos. Supongamos que en la próxima elección llegan a la Cámara de Diputados 5 independientes. Luego de la bienvenida, ¿cada uno funcionará en solitario? ¿Se agruparán para conformar un grupo parlamentario? ¿Se integrarán o gravitarán en torno a algún partido? Si resulta lo primero, serán anodinos; si lo segundo, estarán formando un partido en la Cámara, y si lo tercero, no escaparán de la dinámica de partidos que ordena (casi) todo cuerpo legislativo. Imaginemos incluso el otro extremo. Llegan a la misma Cámara 500 diputados independientes. Lo más probable es que aquellos que tengan diagnósticos y propuestas similares se empiecen a agrupar para hacerlas avanzar, y que aquellos que se mantengan solitarios, se conviertan en figuras decorativas aunque puedan ser estridentes-. Los que trabajen de manera conjunta y permanente estarán conformando lo adivino usted un partido.
El afán por construir nominalmente opciones distintas a las de los partidos es eso: una operación que presume que con cambiarle el nombre a las cosas, tenemos realidades diferentes. Repito: los candidatos independientes formarán micro o marco organizaciones, coyunturales o estables, personalistas o no, pero por sus funciones acabarán siendo partidos que no quieren decir su nombre.
Un calcetín es una media que no pasa de la rodilla dice el diccionario, o aquello que va entre el zapato y el pantalón, como anunciaba un comercial. Usted le puede llamar a eso melocotón o pergatón, pero me temo que seguirá siendo un calcetín. Algo similar sucederá con los candidatos independientes que además explotarán las pulsiones antipolíticas arraigadas, como en su momento lo hizo nada más y nada menos que un partido, el Verde, que llamaba a votar no por un político sino por un ecologista. Ahora la cantaleta será: “no votes por los partidos sino por los auténticos ciudadanos”, es decir, por partidos de políticos que no se reconocen como tales. Al tiempo.
No hay escape: las elecciones y la dinámica de los congresos reclaman y fomentan partidos políticos.
Democratizar el sistema de partidos
Lorenzo Córdova Vianello
10/02/2010
Que en la actualidad los partidos no gozan de buena fama pública es algo que los diversos estudios de cultura política han venido constatando reiteradamente. Es más, en América Latina y en México seguimos esa tendencia su descrédito se ha acentuando aceleradamente en la última década al grado de colocarlos (por cierto, junto con los parlamentos) en los peores niveles de confianza y aprecio ciudadano.
A ello ha contribuido, sin duda, su difundido pragmatismo electorero, su vaciamiento ideológico y programático y la falta de representatividad y democracia interna que los caracteriza. Pero también es cierto que ese descrédito ha venido construyéndose intencionalmente, entre otros, por los poderes mediáticos y por muchos falsos puristas que desde hace tiempo han venido planteándose como voceros o, peor aún, representantes de los intereses de la “ciudadanía”.
Ese preocupante desencanto ha alimentado una serie de propuestas tras las que se esconden no pocas pulsiones autoritarias que plantean la reducción y depuración del sistema de partidos mediante el encarecimiento de los requisitos para su constitución y para el mantenimiento del registro de los ya existentes. La última de esas propuestas es la que se contiene en la iniciativa de reforma política del Presidente Calderón, que plantea elevar el piso mínimo para conservar el registro del 2% de la votación, como actualmente ocurre, al 4%.
La tendencia no es nueva y ya se ha materializado en varias reformas legislativas: en diciembre 1993 se duplicaron los requisitos tanto por lo que hace al número de afiliados (pasando del 0.13% del padrón electoral al 0.26%), como al número de asambleas estatales o distritales necesarias para constituir un partido político (de 10 a 20 y de 100 a 200, respectivamente). Además, entonces se reservó el derecho exclusivo de constituir partidos a las Agrupaciones Políticas Nacionales.
La reforma de 2007, por su parte, si bien venturosamente eliminó esa prerrogativa exclusiva de las APN’s y abrió la puerta para que cualquier organización de ciudadanos creara un partido, también agravó la constitución de los mismos al establecer que esa posibilidad podía ocurrir sólo cada 6 años, de cara a las elecciones intermedias, y no cada tres años como había venido ocurriendo hasta entonces.
Cabe decir, a contracorriente del sentido común, que la consolidación democrática pasa no por cerrar las puertas del sistema de partidos, sino por abrirlas de manera franca a nuevas alternativas que permitan una mejor expresión de la pluralidad y que, además, oxigenen y estimulen la competitividad política.
El proceso de democratización en México comenzó hace 33 años con la introducción del “registro condicionado” como una manera para facilitar que una serie de organizaciones políticas pudieran constituir partidos sin tener que atravesar por el gravoso y tortuoso procedimiento de obtención del registro convencional. La condición para su permanencia era la obtención de un mínimo de votación que refrendara su arraigo entre los ciudadanos. Esa figura, que se suprimió en 1986, pero que volvió a introducirse en 1990 y perduró hasta 1996, permitió que muchas nuevas organizaciones vinieran a enriquecer y dinamizar el sistema de partidos.
Si lo que se quiere hoy es abrir los espacios de participación de los ciudadanos y potenciar sus derechos políticos (entre los que se encuentra, no lo olvidemos, el de asociación), más que buscar falsas salidas como las candidaturas independientes, mismas que a la larga pueden acarrear más problemas que beneficios, valdría la pena explorar la posibilidad de reintroducir, una vez más, la figura del registro condicionado con el fin de potenciar la participación política, estimular el pluralismo (condición y expresión de la democracia) y así crear un contexto de exigencia a los partidos existentes para que se democraticen, se renueven y se vuelvan atractivos para los ciudadanos.
Lo anterior podría bien combinarse con la exigencia de porcentajes de votación diferenciados para mantener el registro, para acceder a financiamiento público (o a determinadas modalidades de éste), y para acceder a la representación política.
Insisto, democratizar el sistema de partidos sólo puede hacerse con una lógica incluyente y fortalecedora del pluralismo.
Integración del Senado
José Woldenberg
Durante largas décadas el Senado de la República se mantuvo inmune a los vientos del pluralismo. Cuando en 1977 se rediseñó la fórmula de integración de la Cámara de Diputados para inyectarle una primera dosis de diversidad, el Senado no fue tocado. De tal suerte que durante la transición democrática (1977-96/97), funcionó como una válvula de seguridad del “oficialismo”. La competencia crecía, la diversidad se abría paso, la llamada Cámara Baja era inundada por la variedad de corrientes políticas, pero el Senado se mantenía casi monocolor. Era un ancla para el Presidente. El método de elegir sólo dos senadores por estado, que eran para el ganador, arrojaba fuertes desviaciones de sobre y sub representación. En las elecciones de 1988, el PRI con el 50.85 por ciento de los votos obtuvo 60 de los 64 senadores, es decir, el 93.75 por ciento.
Con la reforma de 1986 la apertura del Senado pareció aún más remota. Se estableció que cada tres años se elegiría sólo un senador por entidad que duraría en su encargo seis, de tal suerte que esa Cámara se renovaría por mitades. Y ya se sabe que hablando de individuos, uno es indivisible, de tal suerte que todo era para el ganador. La reforma de 1993 estableció que el Senado se integraría por cuatro legisladores por entidad, y que tres serían para la mayoría y uno para la primera minoría, pero como en 1988 se eligió en cada estado un senador que duró tres años y en 1991 ya habían sido electos algunos que estarían en su escaño hasta 1997, la fórmula del 93 jamás se aplicó completa. No fue sino hasta después de la reforma de 1996, que se empleó por primera vez en el año 2000, cuando el Senado pudo expresar de mejor manera a la pluralidad política que tiñe al país. Consiste en elegir tres senadores por entidad (dos para la mayoría y uno para la primera minoría) y además 32 a través de listas plurinominales nacionales. Al final de la actual Legislatura habrán sido 12 años sin que ningún partido tenga mayoría absoluta.
Pero la fórmula no dejó nunca de tener un cierto grado de artificialidad. Es eficaz para introducir al espectro de las fuerzas políticas al Senado, pero distorsiona el sentido original de ese órgano. Ello es así porque los senadores que emergen de las listas plurinominales en estricto sentido no representan a ninguna de las entidades. Y se supone que en el Senado todos los estados no importando su tamaño, población, riqueza- deben tener un mismo número de representantes.
Ahora el Presidente propone una nueva fórmula. Seguir eligiendo 3 senadores por entidad y cancelar las listas plurinominales. Parece lógico para recuperar la idea original del Senado y además, tres legisladores por entidad, permiten dependiendo de la fórmula que no se pierda la pluralidad en su integración. La propuesta consiste en lo siguiente: a) cada partido registrará una lista con tres fórmulas de candidatos (los candidatos independientes otra iniciativa presidencial que en otro momento comentaremos se registrarán como una sola fórmula), b) el ciudadano votará por una de las fórmulas (no por la lista del partido), c) los votos de las tres fórmulas de cada partido se sumarán, d) por cada 25 por ciento más uno de votos un partido tendrá un senador (el que más votos haya logrado), lo mismo tratándose de un candidato independiente, e) si restara por asignarse una o dos curules, se les daría a el o los restos mayores, una vez descontado a los partidos que ya tengan uno o dos senadores, el 25. 1 o el 50.2 por ciento.
La fórmula es más flexible que la anterior. La vigente otorga dos senadores al partido ganador y uno a la primera minoría. No importa que entre el primero y el segundo lugar o entre el segundo y el tercero exista una mínima diferencia. De aprobarse el nuevo método un partido podría ganar los tres senadores (muy poco probable), podrían distribuirse dos y uno (como ahora, muy probable), o uno, uno y uno (en las entidades donde el equilibrio de las fuerzas lo demanda).
Ahora bien, si ello es así, ¿por qué no asumir cabalmente un sistema de representación proporcional estricta y punto? Aplicar una simple regla de tres (multiplicar el porcentaje de cada partido por tres y dividirlo entre 100), lo cual teóricamente permite los mismos resultados en la asignación (3-0, 2-1, 1-1-1) pero de una manera más exacta.
Pero mi duda mayor no es esa. Sino la novedad de que los candidatos de cada partido no solo competirán contra los de otros partidos, sino contra sus mismos “compañeros”. Porque si hoy cada partido se encarga de ordenar su lista, de ahora en adelante serían los electores los que optarían por una de las tres fórmulas que presenta cada partido. Digamos que el partido X postula a Hugo, Paco y Luis. Cada uno de ellos pedirá el voto para sí mismo, y el ciudadano tendrá la posibilidad de optar. Esa es la cara venturosa. La cara preocupante es que se abre una disputa franca y abierta entre los integrantes y candidatos de una misma organización.
La representación proporcional estricta por entidad es lo mejor para la integración del Senado.
Reforma y responsabilidad política
Lorenzo Córdova Vianello
A la memoria de mi madre
a 3 años de su partida
Para todos los efectos la discusión sobre la reforma política está en curso. Los foros públicos convocados por el Senado ayer y antier, constituyen el primer paso formal que antecede la discusión en sede legislativa de la iniciativa presentada por el Presidente de la República el 15 de diciembre pasado. Además, según el dicho de los líderes nacionales del PRI y del PRD, en los próximos días vendrán a sumarse las que presentarán esos partidos. Tal parece que, más allá de la pertinencia concreta de sus propuestas, la iniciativa de Calderón ha tenido un benéfico efecto desencadenador que debe celebrarse.
De cara a lo que será, sin duda un intenso (y espero fructífero) debate, vale la pena subrayar la histórica responsabilidad que enfrentan los actores políticos y sociales, y en particular los integrantes de los órganos legislativos involucrados en la reforma de la Constitución. Me parece que esa responsabilidad política supone, invariablemente, hacerse cargo de los siguientes aspectos:
1. La necesidad y la oportunidad de procesar una reforma del régimen institucional que lo revise y rediseñe en clave democrática (lo que supone sobreponerse a la tentación de plantear propuestas que en aras de la gobernabilidad erosionen la representatividad del sistema político). Hoy tenemos un diseño constitucional desfasado y que lejos de estimular la colaboración y la generación de consensos, alimenta la confrontación y el obstruccionismo a la par de que no establece un efectivo régimen de responsabilidades políticas. El mismo debe revisarse profundamente y con urgencia.
2. La reforma debe hacerse sobreponiendo el interés común al particular. Se trata de una tarea en la que debe prevalecer una visión de Estado y no una visión de partido. Esto es particularmente relevante si se piensa que hacia mediados de este año se verificarán elecciones en quince Estados (en doce de los cuales se renovarán gobernadores). La operación de reforma no puede estar “contaminada” políticamente por los intereses en juego en este año. Debe prevalecer una mirada de largo alcance de Estado precisamente y no regida por el cortoplacismo electorero; al fin y al cabo de lo que se trata es, ni más ni menos, de definir las reglas del funcionamiento del Estado en el futuro.
3. La discusión de las diversas propuestas debe darse en un contexto de diálogo respetuoso e informado. Debemos asumir todos que respecto de estos temas no hay verdades absolutas; por ello debe vencerse la tentación (en el fondo profundamente autoritaria) de asumir que los planteamientos realizados son inobjetables, dogmas que por fuerza deben aceptarse. Las eventuales reformas deben ser el resultado de un diálogo racional que pondere, sin excepción, todos los pros y los contras de las propuestas.
Pero además, en el debate no hay cabida para descalificaciones a priori, ni de afirmaciones maniqueas y demagógicas como el asumir que en esta historia hay buenos o malos, que hay quienes están con los ciudadanos o en contra de éstos. Por eso es lamentable el arrebato del Presidente Calderón que ayer en una clara reacción frente a las opiniones contrarias a su iniciativa vertidas en el foro organizado por el Senado acusó a los opositores de su propuesta de buscar privilegiar “las maquinarias partidistas por encima de los ciudadanos”. Esas posturas en nada ayudan a los acuerdos.
4. Finalmente debemos asumir todos que las reformas deben ser el resultado de un consenso generalizado y no únicamente de la imposición de una parte, incluso mayoritaria, de los llamados a tomar las decisiones. No debemos olvidar que, para decirlo en términos de Bobbio, lo que está por definirse son las reglas básicas sobre las que se busca ordenar la convivencia política y que estas deben ser el resultado de un acuerdo político fundamental que exprese el compromiso colectivo de todos los miembros de la sociedad y no sólo de parte de ella. Por eso, particularmente en estos temas, debe privilegiarse el máximo de consenso y el mínimo de imposición.
Parecen obviedades, pero no por ello deben menospreciarse ni dejar de asumirse como exigencias para que la reforma la que sea llegue a buen puerto.
DEL 2 AL 4
José Woldenberg
Nuestro diseño electoral tiene una gran virtud: la permanencia de los partidos depende del apoyo ciudadano. Me explico. Si una corriente política e ideológica no se identifica con ninguno de los partidos existentes tiene la posibilidad de forjar su propia opción organizativa. La ley establece los requisitos: presentar una declaración de principios, unos estatutos y un programa de acción, y probar que tiene el 0.26 por ciento de afiliados en relación al padrón, los cuales tienen que comparecer en por lo menos 20 asambleas estatales o 200 distritales (las primeras con un mínimo de 3 mil afiliados y las segundas con 300). Es decir, existe una puerta de entrada para nuevas opciones. Esa puerta se abría cada tres años pero la reforma del 2007 estableció que ahora se abrirá cada 6. Fue un error. Ya que para cada nueva elección federal debe existir la posibilidad de registrar nuevos partidos.
El refrendo del registro depende de que el partido logre un mínimo de votación del 2 por ciento en cada elección federal, sin el cual pierde su reconocimiento legal y con ello sus derechos y prerrogativas. Además, hoy existe un mecanismo de liquidación de los bienes de esos partidos para que lo que se construyó con recursos públicos no acabe en manos privadas. Durante un largo período, ese mecanismo de refrendo fue trastocado por la fórmula de integración de las coaliciones. Dado que la ley establecía que los partidos coaligados debían aparecer en la boleta con sus emblemas reunidos o que tenían que generar un nuevo emblema, nadie podía saber cuántos votos aportaba a la coalición cada uno de los partidos. Ello obligaba a que los mismos realizaran un convenio donde a priori se establecía el reparto porcentual de los votos obtenidos por la coalición, lo cual suponía garantizar a los partidos pequeños por lo menos el dos por ciento de los sufragios. Sin embargo, eso se corrigió en la reforma de 2007. Y hoy, la ley admite las coaliciones, pero cada uno de los coaligados aparece por separado en la boleta, lo que permite saber si tiene el mínimo de apoyo ciudadano que establece la ley.
De tal suerte que existe una puerta de salida eficiente que se activa cuando un partido no alcanza un mínimo de respaldo ciudadano. Si pensamos en una elección en la que votan 40 millones de personas, un partido requiere por lo menos 800 mil votos para mantenerse en el circuito institucional. Y el mecanismo ha funcionado. Por esa vía perdieron su registro organizaciones tan diferentes como el PPS, el PARM, el PFCRN, el PDM, el PSN, el PSD, el PCD.
Pero también, con esa fórmula se logró que ninguna corriente política medianamente significativa quedara fuera del espacio institucional. Y cuando escribo significativa no aludo a su ideario, a sus prácticas o a su política, sino al respaldo ciudadano. Se trató de un ciclo inaugurado en 1977 que paulatinamente permitió la inclusión de muy diversos partidos, y que fue capaz de lograr que en la boleta apareciera un espectro de fuerzas auténticamente plural, que intentaba representar a una sociedad compleja, diversificada, masiva y contradictoria. Y eso no es poca cosa.
Hoy, retomando el malestar que se expande en relación a la política y los partidos, el presidente propone incrementar del 2 al 4 por ciento de los votos el requisito para refrendar el registro. Se explota una pulsión primitiva y contradictoria, con la finalidad de que en la boleta aparezcan menos opciones. Primitiva porque apoyándose en el desafecto que hay con la política y con las prácticas de los partidos, se cancelará la posibilidad de que opciones implantadas puedan seguir trabajando en el espacio institucional. Y contradictoria, porque no deja de llamar la atención que aquellos que se sienten más distantes de los partidos sean precisamente los que aplaudan la cancelación de la emergencia de eventuales nuevas opciones.
Se quiere resolver con una fórmula inconveniente un malestar difuso. La ley debe mantener un mínimo razonable para que una opción política se mantenga viva en el mundo institucional y para que ninguna se sienta excluida. Pero la ley no puede garantizar la calidad de esa participación. La ley poco puede hacer por los atributos de la política, pero si puede garantizar que en los cuerpos representativos aparezca la diversidad de opciones con apoyo social. Y esto es lo que se estaría erosionando de prosperar la iniciativa.
Pero además, de avanzar el nuevo diseño, no resolverá lo fundamental. Dado que lo más probable es que de todas formas refrenden su registro 4 o 5 partidos con tres fundamentales, fuertemente implantados, la creación de mayorías congresuales seguirá siendo más producto de las negociaciones que de los resultados electorales, porque difícilmente algún partido logrará en el futuro inmediato- más del 50 por ciento más uno de los votos o los escaños.
En suma, ni por razones políticas ni por cálculos pragmáticos conviene elevar el porcentaje de votos para que un partido mantenga su registro.
No resulta conveniente cercenar a la pluralidad política que hoy vive y convive en el Legislativo.
El tamaño del Congreso
Lorenzo Córdova Vianello
Del decálogo que compone la reforma política presentada por el Presidente Calderón al Senado, una de las propuestas que probablemente ha ganado el aplauso espontáneo de buena parte de la ciudadanía es la que propone la reducción del número de legisladores (se plantea pasar de 500 diputados a 400, manteniendo las proporciones actuales de su conformación, y de 128 senadores a 96 con una fórmula electoral totalmente renovada).
Para nadie es un secreto que, ante la generalizada opinión negativa que se tiene de los órganos legislativos (en parte ganada a pulso, pero en su mayor parte construida dolosamente en el imaginario colectivo por los medios de comunicación y los defensores de un Poder Ejecutivo fuerte y autoritario y libre de controles) la propuesta les resultará a muchos atractiva y pertinente.
Sin embargo, se trata de un tema que debe ser analizado con cuidado, sin prejuicios, y con una alta responsabilidad en virtud del impacto que el planteamiento puede tener sobre la calidad democrática del sistema político.
Nadie puede afirmar tajantemente cuales son las dimensiones ideales del Congreso y las referencias comparadas pueden prestarse a todo tipo de manipulaciones. Los defensores de la idea de reducir el número de escaños en el legislativo reiteradamente sostienen que de todos los Congresos del continente el mexicano es uno de los más numerosos en proporción a la población. Así por ejemplo, Estados Unidos cuenta con 435 diputados y 100 senadores para una población de más de 300 millones de habitantes y Brasil tiene 513 diputados y 81 senadores con una población de algo menos de 200 millones; y así sucesivamente. En México hoy tenemos 500 diputados y 128 senadores para una población de unos 105 millones de habitantes por lo, desde esa óptica, justifica una reducción.
Pero si en cambio observamos lo que ocurre en las democracias europeas, encontramos parlamentos que proporcionalmente (y en muchos casos numéricamente) son mucho más grandes que el nuestro. En Italia hay 630 diputados y 315 senadores; en Reino Unido la Cámara Baja tiene 646 miembros y, en ambos casos, la población de esos países es prácticamente la mitad que la mexicana. Alemania, con cerca de 85 millones de habitantes, tiene 614 diputados y 69 senadores. Se puede objetar que se trata de sistemas parlamentarios y no presidenciales. Bueno, pues un régimen semipresidencial como el francés tiene 577 diputados y 346 senadores y una población de 65 millones.
El punto al que quiero llegar es que el argumento comparativo para proponer una reducción del Congreso es totalmente insuficiente.
Por otra parte, el argumento del ahorro presupuestario por las curules que se suprimirían es insignificante en términos del volumen de recursos que por esa vía puede ahorrarse el erario público.
Por otra parte, el argumento de que un número menor de legisladores se traduciría en condiciones más propicias para generar consensos, además de ser intrínsecamente falaz, olvida que lo que se busca con la representación política es fortalecer el carácter democrático del Estado; y dicho carácter depende de que la composición política de la sociedad se vea real y efectivamente reflejada en los órganos decisionales, esto es, en su real proporción y procurando eliminar o acotar el fenómeno de la sobre y subrrepresentación.
No se necesita un doctorado en ciencias para afirmar que, inevitablemente, un parlamento numéricamente pequeño conlleva un mayor grado de distorsión de la representación que un órgano más numeroso. Como señalábamos, no hay fórmulas para determinar las dimensiones de un parlamento ideal, pero no debe dejar de tomarse en cuenta el hecho de que un órgano, entre más numeroso sea, es por definición, más representativo que uno pequeño.
Además, como lo enseña la historia, en el caso de México, la apuesta para abrir y mejorar la representación de la pluralidad política pasó precisamente por incrementar el número de curules, tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado.
Si realmente lo que pretende la iniciativa presidencial es robustecer la calidad democrática del sistema y fortalecer al ciudadano la ruta no es, sin duda, la reducción del tamaño del Congreso.
Reformas políticas
José Woldenberg
Reforma 12/02/2010
El Presidente presentó una importante propuesta de reforma política. Reacciono al bote pronto al discurso, sin conocer el texto enviado al Congreso.
1 y 2. Posibilidad de elección consecutiva de alcaldes, jefes delegacionales, senadores y diputados hasta por 12 años. En la época de las elecciones sin competencia hubiese sido impensable. Hoy, lo que se estaría abriendo es la posibilidad de reelección en los casos en que los candidatos cuenten con el apoyo de sus representados. Si bien se han sobrevendido las derivaciones virtuosas de esa posibilidad, tendrían una cauda positiva en la profesionalización del trabajo legislativo y en la posibilidad de trazar planes de mediano plazo en la gestión municipal.
3. Reducir el número de integrantes del Congreso. La reducción en sí no es un tema relevante (salvo para quienes claman que cuesta demasiado), puesto que la dinámica seguirá siendo, en lo fundamental, de grupos parlamentarios. Pero por fortuna en la Cámara de Diputados se deja una correlación idéntica entre uni y plurinominales. Se había especulado con la posibilidad de suprimir 100 plurinominales con lo cual se reforzaría la tendencia a la sobre y la sub representación. Con 240 y 160, respectivamente, en términos de representatividad no existiría modificación alguna. Es bueno que así sea. En relación al Senado, la supresión de la lista nacional plurinominal parece conveniente. Esos legisladores en estricto sentido no representaban a ninguna entidad (aunque en su momento inyectaron pluralidad). Ahora bien, en este caso el elector podrá además tener un voto preferencial y poner en el primer lugar de la lista al que desee. Es una novedad dada nuestra tradición de listas bloqueadas y cerradas. Pero abrirá una competencia nada soterrada entre candidatos de un mismo partido. Y ello tendrá efectos de pronóstico reservado.
4. Incrementar al 4 por ciento la votación necesaria para que un partido mantenga o logre el registro. No entiendo el afán por excluir a minorías del Congreso. La propuesta se monta en un malestar social difuso e intenta explotarlo. Pero restar pluralidad al Congreso no parece una idea acertada, máxime que en todos los escenarios probables seguiremos reproduciendo un formato tripartidista que impide la formación de una mayoría estable y eso no se resuelve con la exclusión de los «pequeños».
5. Iniciativa ciudadana. Abrir la puerta para que un grupo de ciudadanos pueda iniciar el procedimiento legislativo resulta conveniente. Hasta ahora sólo el Ejecutivo y los legisladores tienen esa facultad. Habrá que ver su reglamentación (requisitos, número de firmas, etcétera) para poder emitir una opinión completa.
6. Candidaturas independientes. Tendremos partidos municipales, estatales, personalistas, efímeros o estables que ostentarán el nombre de «candidatos independientes». Estos últimos, a querer o no, acabarán cumpliendo las funciones de los partidos: agregar intereses, ser plataformas de lanzamiento de candidaturas, ser referentes del debate público, etcétera. Habrá que ver los requisitos para presentar «candidaturas independientes» y los derechos y obligaciones que tendrán.
7. Segunda vuelta en la elección presidencial. El problema fundamental para la gobernabilidad es la falta de apoyo mayoritario en el Congreso a la gestión presidencial. Y la segunda vuelta no incide en ese terreno. Ahora bien, si lo que se pretende es que no pueda llegar a la Presidencia ningún candidato que cuente con más aversiones que adhesiones, esa fórmula resulta una buena receta. Pero además se busca que la segunda vuelta presidencial coincida con la elección del Congreso. Se intenta que la fuerza de la candidatura presidencial «arrastre» votos para el Congreso. Si es así, la tercera fuerza será la perdedora neta.
8. Facultar a la Corte para presentar iniciativas de ley en el ámbito de sus competencias. Una buena medida para afinar el funcionamiento del Poder Judicial. Puede ser también una zona de tensiones entre ese poder y el Legislativo, cuando el segundo no acceda a las propuestas del primero.
9. Iniciativas preferentes. El Presidente podría presentar en el primer periodo de sesiones dos iniciativas que deben ser votadas por el Congreso en el tiempo que dure ese periodo. Es una muy buena fórmula para intentar trascender la parálisis legislativa y para que el titular del Ejecutivo fije sus prioridades. De todas formas el Congreso tendrá la última palabra, salvo que por su morosidad no ponga manos a la obra. Tratándose de una reforma constitucional, si el Legislativo no la vota, sería sometida a un referendo. El Presidente apelaría directamente al «soberano».
10. Facultar al Ejecutivo para hacer observaciones parciales o totales sobre la Ley de Ingresos y el Presupuesto aprobados por el Congreso, y establecer fórmulas de reconducción de los mismos. Lo primero anudaría la necesidad de diálogo entre poderes y lo segundo es una necesidad para casos de empantanamiento catastrófico.
La reforma política de Calderón
Lorenzo Córdova Vianello
La iniciativa de reforma política presentada al Senado por el Presidente Calderón seguramente constituirá el eje del debate sobre la reforma del Estado en los próximos meses y, por lo tanto, deberá ser analizada con atención y detenimiento para ponderar los pros y los contras del decálogo de modificaciones constitucionales que la misma propone.
Más allá de un posterior análisis puntual y detallado de los planteamientos que en ella se contienen, vale la pena hacer, por el momento, una serie de consideraciones generales sobre la propuesta planteada por Calderón.
En primer lugar hay que subrayar la relevancia de la misma. Aunque desde hace tres décadas se ha venido sosteniendo la necesidad de la “reforma del Estado”, está claro que hoy uno de los aspectos más urgentes y necesarios es la revisión de las relaciones Legislativo-Ejecutivo en el marco de los “gobiernos divididos” para propiciar una mayor gobernabilidad.
Sin embargo el vínculo que media entre los dos poderes electivos del Estado en un contexto democrático es compleja y no puede simplificarse sin provocar graves distorsiones. En ese sentido, el Legislativo y el Ejecutivo deben reinterpretarse a partir de un adecuado equilibrio y una serie de eficaces controles y garantías recíprocas. La iniciativa presidencial parece estar inspirada en la idea de que la culpa de que hoy no exista una adecuada gobernabilidad es responsabilidad exclusiva del Legislativo y olvida que la misma sólo puede ser el resultado de un rediseño integral que pasa, en primera instancia, por un repensamiento del propio Ejecutivo en una perspectiva democrática.
En ese sentido, la propuesta es insuficiente precisamente porque carece de integralidad en su concepción; se articula de una serie de propuestas (en ocasiones desarticuladas) que no abordan armónica y exhaustivamente un rediseño de las relaciones entre el Congreso y el Ejecutivo.
En segundo lugar, se trata de una iniciativa reforma de claroscuros. En la misma se contienen, desde mi punto de vista, tanto propuestas, aún cuando puedan ser ajustadas y perfeccionadas, son pertinentes y oportunas (como la reelección de legisladores y de alcaldes, la iniciativa “ciudadana”, la posibilidad de que la SCJN presente iniciativas en los temas de su competencia, así como las iniciativas preferentes), junto con planteamientos que lejos de propiciar un fortalecimiento democrático erosionan la representatividad de las instituciones políticas (como la reducción de legisladores, las candidaturas independientes para todos los cargos de elección popular, el incremento del “piso mínimo” de votación para que los partidos políticos mantengan su registro) o que, en todo caso, resultan innecesarios para resolver los problemas de legitimidad política que hoy se adolecen (como es el caso de la segunda vuelta).
Finalmente, la iniciativa apela a esa instintiva y peligrosa repulsión a los partidos y al legislativo que ha venido construyendo intencional y demagógicamente en los últimos tiempos al afirmar que es hora de que se dé más poder a los ciudadanos. No hay que olvidar que si en algún momento de nuestra historia los ciudadanos han tenido capacidad para incidir en la política como nunca antes ha sido precisamente en los últimos tres lustros. Con su voto, los ciudadanos, provocaron la alternancia en la Presidencia, en numerosas entidades (en ocasiones, como en Yucatán, en dos ocasiones) y en incontables municipios. Con su voto los ciudadanos rompieron mayorías predeterminadas en el Congreso y apostaron (bien o mal, según quiera verse) por los “gobiernos divididos”.
Acepto y concuerdo con el que quieran estimularse nuevos mecanismos de participación política, pero no debe olvidarse que la gobernabilidad democrática pasa además y en primera instancia por el fortalecimiento del Congreso y (aunque suene paradójico a oídos de muchos) de los partidos políticos (apostando por su necesaria e indispensable democratización interna). Sin ello, se quiera o no, simple y sencillamente se mina la calidad democrática del Estado.
En todo caso, bienvenida la iniciativa como un nuevo documento para discutir qué Estado queremos y necesitamos de cara al futuro.
Integración del Congreso
José Woldenberg
25 de enero de 2010
El Presidente de la República presentó una importante iniciativa para remodelar la integración del Congreso. Estos son algunos comentarios derivados de esa iniciativa.
Reducir el número de integrantes del Congreso.
Dos argumentos se reiteran para proponer órganos legislativos más pequeños: a) será más fácil llegar a acuerdos y b) costarán menos. Unas palabras sobre ambos asuntos.
Cuando se habla de reducir la Cámara de Diputados se dice que con ello se busca una mayor eficiencia y facilitar la forja de acuerdos. Se trataría de argumentos pragmáticos, al parecer, nada despreciables. A primera vista se trata de un razonamiento sólido, de sentido común. Permítanme un mal chiste: si la Cámara estuviera habitada por un solo representante popular (salvo que fuera esquizoide) sería muy sencillo tomar acuerdos, un poco más difícil sería con diez o con veinte, y con 500 ello se vuelve extremadamente complicado. Sin embargo, la falacia reside en que ningún congreso funciona sin agrupamientos partidarios y son ellos los ejes de los debates y acuerdos. En México existe además un grado de disciplina partidista nada despreciable. Y son los representantes de las “bancadas” (en el pleno o en las comisiones) los que dialogan, se pelean, negocian y pactan. Y eso sucede no sólo en México sino en todo el mundo. Está en el “genoma” de todo Congreso. Los acuerdos fundamentales no se toman entre individuos sino entre representantes de los sub grupos que integran al cuerpo colegiado que es la Cámara. De tal suerte que si bien el número de diputados importa, siempre es más relevante el número y las relaciones políticas entre los grupos parlamentarios.
Pero el argumento más popular es otro. Las Cámaras serán más baratas. Y ahora sí. Ni hablar. Si son menos costará menos. Y la galería aplaudirá un día, quizá dos, y luego los legisladores volverán a ser demasiados. ¿Es acaso necesario repetir que en proporción al presupuesto de egresos el costo del Poder Legislativo es mínimo?
Diputados plurinominales.
Por fortuna en la Cámara de Diputados se deja una correlación idéntica entre uni y plurinominales. Se había especulado con la posibilidad de suprimir 100 plurinominales con lo cual se reforzaría la tendencia a la sobre y la sub representación. Con 240 y 160 respectivamente, en términos de representatividad no existiría modificación alguna. Es bueno que así sea. Pero quiero referirme a los prejuicios que gravitan en contra de los diputados plurinominales.
Se sigue pensando que los diputados plurinominales son de segunda, que no representan a la ciudadanía, sino a los partidos, que fueron buenos en el pasado pero que hoy (casi) sobran. Todas ellas son nociones equivocadas. Los diputados, independientemente de la fórmula electoral a través de la cual llegan a la Cámara teóricamente son representantes populares, son votados por los ciudadanos y en efecto, todos son presentados por algún partido. La fórmula uninominal establece un vínculo más directo entre los votantes y el diputado, pero tiene el enorme inconveniente que tiende a la sobre y la sub representación de las diversas opciones políticas (ello porque los votos perdedores en cada distrito carecen de representación y el efecto acumulado de ese fenómeno hace que unos partidos acaben con un porcentaje de diputados muy superior a su porcentaje de votos y que otros tengan un porcentaje de representantes muy por debajo de su porcentaje de sufragios). Mientras la fórmula de representación proporcional traduce de mucha mejor manera los votos en escaños, y en nuestro caso se presentan listas cerradas por cada uno de los partidos. No son, como algunos creen, un parche para inyectar pluralidad al Congreso aunque también juegan esa importante función sino un método consistente para evitar fuertes distorsiones en la representación. (Si sólo existieran los diputados uninominales un partido con el 40 por ciento de los votos bien podría tener el 65 o 70 por ciento de los asientos en la Cámara).
Nueva integración del Senado.
Ahora bien, en el Senado la supresión de los plurinominales si parece racional. Permítanme un recordatorio.
Durante largas décadas el Senado de la República se mantuvo inmune a los vientos del pluralismo. Cuando en 1977 se rediseñó la fórmula de integración de la Cámara de Diputados para inyectarle una primera dosis de diversidad, el Senado no fue tocado. De tal suerte que durante la transición democrática (1977-96/97), funcionó como una válvula de seguridad del “oficialismo”. La competencia crecía, la diversidad se abría paso, la llamada Cámara Baja era inundada por la variedad de corrientes políticas, pero el Senado se mantenía casi monocolor. Era un ancla para el Presidente. El método de elegir sólo dos senadores por estado, que eran para el ganador, arrojaba fuertes desviaciones de sobre y sub representación. En las elecciones de 1988, el PRI con el 50.85 por ciento de los votos obtuvo 60 de los 64 senadores, es decir, el 93.75 por ciento.
Con la reforma de 1986 la apertura del Senado pareció aún más remota. Se estableció que cada tres años se elegiría sólo un senador por entidad que duraría en su encargo seis, de tal suerte que esa Cámara se renovaría por mitades. Y ya se sabe que hablando de individuos, uno es indivisible, de tal suerte que todo era para el ganador. La reforma de 1993 estableció que el Senado se integraría por cuatro legisladores por entidad, y que tres serían para la mayoría y uno para la primera minoría, pero como en 1988 se eligió en cada estado un senador que duró tres años y en 1991 ya habían sido electos algunos que estarían en su escaño hasta 1997, la fórmula del 93 jamás se aplicó completa. No fue sino hasta después de la reforma de 1996, que se empleó por primera vez en el año 2000, cuando el Senado pudo expresar de mejor manera a la pluralidad política que tiñe al país. Consiste en elegir tres senadores por entidad (dos para la mayoría y uno para la primera minoría) y además 32 a través de listas plurinominales nacionales. Al final de la actual Legislatura habrán sido 12 años sin que ningún partido tenga mayoría absoluta.
Pero la fórmula no dejó nunca de tener un cierto grado de artificialidad. Es eficaz para introducir al espectro de las fuerzas políticas al Senado, pero distorsiona el sentido original de ese órgano. Ello es así porque los senadores que emergen de las listas plurinominales en estricto sentido no representan a ninguna de las entidades. Y se supone que en el Senado todos los estados no importando su tamaño, población, riqueza deben tener un mismo número de representantes.
Ahora el Presidente propone una nueva fórmula. Seguir eligiendo 3 senadores por entidad y cancelar las listas plurinominales. Parece lógico para recuperar la idea original del Senado y además, tres legisladores por entidad, permiten dependiendo de la fórmula que no se pierda la pluralidad en su integración. La propuesta consiste en lo siguiente: a) cada partido registrará una lista con tres fórmulas de candidatos (los candidatos independientes se registrarán como una sola fórmula), b) el ciudadano votará por una de las fórmulas (no por la lista del partido), c) los votos de las tres fórmulas de cada partido se sumarán, d) por cada 25 por ciento más uno de votos un partido tendrá un senador (el que más votos haya logrado), lo mismo tratándose de un candidato independiente, e) si restara por asignarse una o dos curules, se les daría a el o los restos mayores, una vez descontado a los partidos que ya tengan uno o dos senadores, el 25. 1 o el 50.2 por ciento.
La fórmula es más flexible que la anterior. La vigente otorga dos senadores al partido ganador y uno a la primera minoría. No importa que entre el primero y el segundo lugar o entre el segundo y el tercero exista una mínima diferencia. De aprobarse el nuevo método un partido podría ganar los tres senadores (muy poco probable), podrían distribuirse dos y uno (como ahora, muy probable), o uno, uno y uno (en las entidades donde el equilibrio de las fuerzas lo demanda).
Ahora bien, si ello es así, ¿por qué no asumir cabalmente un sistema de representación proporcional estricta y punto? Aplicar una simple regla de tres (multiplicar el porcentaje de cada partido por tres y dividirlo entre 100), lo cual teóricamente permite los mismos resultados en la asignación (3-0, 2-1, 1-1-1) pero de una manera más exacta.
Pero mi duda mayor no es esa. Sino la novedad de que los candidatos de cada partido no solo competirán contra los de otros partidos, sino contra sus mismos “compañeros”. Porque si hoy cada partido se encarga de ordenar su lista, de ahora en adelante serían los electores los que optarían por una de las tres fórmulas que presenta cada partido. Digamos que el partido X postula a Hugo, Paco y Luis. Cada uno de ellos pedirá el voto para sí mismo, y el ciudadano tendrá la posibilidad de optar. Esa es la cara venturosa. La cara preocupante es que se abre una disputa franca y abierta entre los integrantes y candidatos de una misma organización.
El mínimo para mantener el registro e incorporarse al Congreso.
Nuestro diseño electoral tiene una gran virtud: la permanencia de los partidos depende del apoyo ciudadano. Me explico. Si una corriente política e ideológica no se identifica con ninguno de los partidos existentes tiene la posibilidad de forjar su propia opción organizativa. La ley establece los requisitos: presentar una declaración de principios, unos estatutos y un programa de acción, y probar que tiene el 0.26 por ciento de afiliados en relación al padrón, los cuales tienen que comparecer en por lo menos 20 asambleas estatales o 200 distritales (las primeras con un mínimo de 3 mil afiliados y las segundas con 300). Es decir, existe una puerta de entrada para nuevas opciones. Esa puerta se abría cada tres años pero la reforma del 2007 estableció que ahora se abrirá cada 6. Fue un error. Ya que para cada nueva elección federal debe existir la posibilidad de registrar nuevos partidos.
El refrendo del registro depende de que el partido logre un mínimo de votación del 2 por ciento en cada elección federal, sin el cual pierde su reconocimiento legal y con ello sus derechos y prerrogativas. Además, hoy existe un mecanismo de liquidación de los bienes de esos partidos para que lo que se construyó con recursos públicos no acabe en manos privadas. Durante un largo período, ese mecanismo de refrendo fue trastocado por la fórmula de integración de las coaliciones. Dado que la ley establecía que los partidos coaligados debían aparecer en la boleta con sus emblemas reunidos o que tenían que generar un nuevo emblema, nadie podía saber cuántos votos aportaba a la coalición cada uno de los partidos. Ello obligaba a que los mismos realizaran un convenio donde a priori se establecía el reparto porcentual de los votos obtenidos por la coalición, lo cual suponía garantizar a los partidos pequeños por lo menos el dos por ciento de los sufragios. Sin embargo, eso se corrigió en la reforma de 2007. Y hoy, la ley admite las coaliciones, pero cada uno de los coaligados aparece por separado en la boleta, lo que permite saber si tiene el mínimo de apoyo ciudadano que establece la ley.
De tal suerte que existe una puerta de salida eficiente que se activa cuando un partido no alcanza un mínimo de respaldo ciudadano. Si pensamos en una elección en la que votan 40 millones de personas, un partido requiere por lo menos 800 mil votos para mantenerse en el circuito institucional. Y el mecanismo ha funcionado. Por esa vía perdieron su registro organizaciones tan diferentes como el PPS, el PARM, el PFCRN, el PDM, el PSN, el PSD, el PCD.
Pero también, con esa fórmula se logró que ninguna corriente política medianamente significativa quedara fuera del espacio institucional. Y cuando escribo significativa no aludo a su ideario, a sus prácticas o a su política, sino al respaldo ciudadano. Se trató de un ciclo inaugurado en 1977 que paulatinamente permitió la inclusión de muy diversos partidos, y que fue capaz de lograr que en la boleta apareciera un espectro de fuerzas auténticamente plural, que intentaba representar a una sociedad compleja, diversificada, masiva y contradictoria. Y eso no es poca cosa.
Hoy, retomando el malestar que se expande en relación a la política y los partidos, el presidente propone incrementar del 2 al 4 por ciento de los votos el requisito para refrendar el registro. Se explota una pulsión primitiva y contradictoria, con la finalidad de que en la boleta aparezcan menos opciones. Primitiva porque apoyándose en el desafecto que hay con la política y con las prácticas de los partidos, se cancelará la posibilidad de que opciones implantadas puedan seguir trabajando en el espacio institucional. Y contradictoria, porque no deja de llamar la atención que aquellos que se sienten más distantes de los partidos sean precisamente los que aplaudan la cancelación de la emergencia de eventuales nuevas opciones.
Se quiere resolver con una fórmula inconveniente un malestar difuso. La ley debe mantener un mínimo razonable para que una opción política se mantenga viva en el mundo institucional y para que ninguna se sienta excluida. Pero la ley no puede garantizar la calidad de esa participación. La ley poco puede hacer por los atributos de la política, pero si puede garantizar que en los cuerpos representativos aparezca la diversidad de opciones con apoyo social. Y esto es lo que se estaría erosionando de prosperar la iniciativa.
Pero además, de avanzar el nuevo diseño, no resolverá lo fundamental. Dado que lo más probable es que de todas formas refrenden su registro 4 o 5 partidos con tres fundamentales, fuertemente implantados, la creación de mayorías congresuales seguirá siendo más producto de las negociaciones que de los resultados electorales, porque difícilmente algún partido logrará en el futuro inmediato más del 50 por ciento más uno de los votos o los escaños.
En suma, ni por razones políticas ni por cálculos pragmáticos conviene elevar el porcentaje de votos para que un partido mantenga su registro.
Reelección de legisladores
Por otro lado, la reelección de legisladores me parece pertinente. La posibilidad de que los senadores y diputados puedan mantenerse en su cargo, si los electores así lo deciden, hasta por doce años puede tener derivaciones virtuosas. En la época de las elecciones sin competencia hubiese sido impensable. Hoy, lo que se estaría abriendo es la posibilidad de reelección en los casos en que los candidatos cuenten con el apoyo de sus representados. Si bien se han sobre vendido las derivaciones virtuosas de esa posibilidad, tendrían una cauda positiva en la profesionalización del trabajo legislativo. Por la centralidad que hoy tiene el Congreso requerimos de legisladores con un alto grado de profesionalización.
Segunda vuelta en la elección presidencial coincidente con la de legisladores.
El problema fundamental para la gobernabilidad es la falta de apoyo mayoritario en el Congreso a la gestión presidencial. Y la segunda vuelta para la elección de presidente no incide en ese terreno. Ahora bien, si lo que se pretende es que no pueda llegar a la Presidencia ningún candidato que cuente con más aversiones que adhesiones, esa fórmula resulta una buena receta.
Pero además se busca que la segunda vuelta presidencial coincida con la elección del Congreso. Se intenta que la fuerza de la candidatura presidencial “arrastre” votos para el Congreso. Si es así, la tercera fuerza será la perdedora neta.
Esa fórmula no permite que de partida se exprese y tenga representación la pluralidad política. Sino que una vez que dos candidatos a la presidencia se hayan perfilado, arrastren en una segunda vuelta los votos a favor de los dos partidos que los apoyan. Resulta ingeniosa. Pero es peligrosa. Es una vía artificial para reducir la diversidad política y por ello mismo sus derivaciones en el mediano plazo pueden resultar indeseables.
Mucho costó lograr que la pluralidad política del país estuviese representada en los cuerpos legislativos como para pretender ahora cercenarla.
Miscelánea
Por otro lado, me parecen muy bien diseñar un cauce para la llamada “iniciativa ciudadana”. Abrir la puerta para que un grupo de ciudadanos pueda iniciar el procedimiento legislativo resulta conveniente. Hasta ahora solo el Ejecutivo y los legisladores tienen esa facultad. Pero habrá que ver su reglamentación (requisitos, número de firmas, etc.) para poder emitir una opinión completa.
También me parecen convenientes las llamadas “iniciativas preferentes”. El Presidente podría presentar en el primer período de sesiones dos iniciativas que deben ser votadas por el Congreso en el tiempo que dure ese período. Es una muy buena fórmula para intentar trascender la parálisis legislativa y para que el titular del Ejecutivo fije sus prioridades. De todas formas el Congreso tendrá la última palabra, salvo que por su morosidad no ponga manos a la obra. Tratándose de una reforma constitucional, si el Legislativo no la vota, sería sometida a un referendo. El Presidente apelaría directamente al “soberano”.
Reelección inmediata de legisladores y alcaldes
Lorenzo Córdova Vianello
En su largo discurso conmemorativo de sus tres años de gobierno, el Presidente Calderón, anunció que antes del término de este periodo de sesiones enviaría al Congreso una iniciativa de cambios en el diseño político del Estado en el que propondría, entre otros temas (algunos de ellos claramente regresivos y delicados para la calidad de nuestra endeble democracia, como la reducción del número de integrantes del Congreso) la reelección inmediata de legisladores y alcaldes.
El de la reelección legislativa era uno de los temas pendientes en la agenda democratizadora. Hoy por hoy somos, junto con Costa Rica, la única democracia que prohíbe que los diputados y los senadores puedan ser reelectos sucesivamente en sus cargos.
Esa prohibición, introducida en el artículo 59 constitucional en 1933, en vez de tener una justificación democrática, buscó entonces fortalecer el poder de la omnímoda figura presidencial incrementando las capacidades de decisión y de control que le daba el ser el “jefe nato” del partido oficial y por ello la prerrogativa de “palomear” a los candidatos a cargos electivos postulados por el mismo. En efecto, la imposibilidad de reelección sucesiva, además de inducir un forzado recambio en la élites gobernantes, le permitía al Presidente controlar el destino de prácticamente todos los políticos que, lejos de deberle el encargo a sus electores, se debían a la generosa y magnánima voluntad presidencial (detrás de la que se escondía un férreo control político).
La reelección inmediata de los legisladores (que puede, por supuesto, tener múltiples modalidades como las que tienen que ver, por ejemplo, con la existencia de límites en las veces en las que puede operar) tiene varias ventajas de que deben ponderarse, entre las que destaco las siguientes:
1. La más socorrida pero no por ello carente de veracidad es que impondría a los legisladores a mantener un vínculo más estrecho con sus electores de quienes dependerá, en su momento, una eventual ratificación electoral en el cargo. Ello traería consigo un mejor y más intenso ejercicio de rendición de cuentas en el que el elector no sólo “premia” o “castiga” en las urnas en general a un partido por su desempeño político sino también en específico a determinadas personas: sus representantes.
2. Además, se permitiría la formación de una clase parlamentaria más estable y, por ende profesional (aunque, en los hechos, varios son los legisladores que “saltan” de una cámara a otra elección tras elección), permitiendo que el conocimiento acumulado respecto de las funciones y las prácticas parlamentarias tuviera una mayor importancia y la necesidad de una curva de aprendizaje de legisladores “novatos” fuera menos frecuente. Ello ahorraría en buena medida un tiempo precioso que podría redundar en una mejor calidad del trabajo legislativo.
3. Adicionalmente, la estabilidad en el encargo legislativo que podría generar la reelección inmediata, fomentaría la existencia de interlocutores más ciertos y permanentes y que los puentes de diálogo y comunicación, que son indispensables para lograr una gobernabilidad democrática (particularmente en un contexto de “gobiernos divididos”), fueran más duraderos y no tuvieran necesariamente que reconstruirse en cada legislatura.
Por otra parte, la idea de la reelección de los alcaldes también tiene sentido si se piensa que en gran parte del país la duración de los mandatos municipales es muy breve (3 años) y que muchos de los proyectos de gobierno en el plano local requieren proyecciones de mediano y largo plazo que rebasan ese periodo. En buena medida por eso hoy nadie se atreve a instrumentar una planeación municipal transtrianual.
Sin embargo, lo anterior requiere como condición sine qua non que la propuesta de reelección inmediata de legisladores y alcaldes vaya acompañada de efectivos mecanismos de rendición de cuentas y de control que impidan la creación de cotos inexpugnables de poder y de abuso del mismo, así como de una efectiva democratización de los procesos partidistas de selección de candidatos.