Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
23/09/2019
El periodista más importante de México durante al menos dos décadas cobraba por lo que publicaba y por lo que no. En Carlos Denegri el periodismo era coartada para el cinismo —o viceversa—y para el negocio de la simulación. Su extensa influencia, la prepotente acumulación de privilegios que ostentaba, así como la personalidad psicótica detonada por el alcohol pero exacerbada gracias a la impunidad que lo favorecía, hicieron de Denegri un personaje abusivo y estridente.
La reciente novela de Enrique Serna, aunque con licencias literarias, está apuntalada en una detallada investigación que le permite reconstruir la biografía de ese personaje y, de esa manera, parte de la historia negra del periodismo mexicano en los años cincuenta y sesenta del siglo XX. Uno de sus muchos aciertos es el título. El vendedor de silencio describe la extorsión oficiosa y consuetudinaria que Denegri no inventó pero que practicaba como ningún otro. Aquel periodismo de chisme, panegírico y extorsión, cobraba por propalar versiones a conveniencia del poder político y económico pero también por ocultarlas. Serna le atribuye esta impúdica explicación a Rodrigo de Llano, que dirigió Excélsior durante 33 años —hasta 1963— y que le confirió a Denegri el sitio de primera línea en ese diario: “los periodistas debemos estar informados de todo, pero no necesariamente divulgarlo… Un periodista gana más dinero por lo que se calla que por hacer alharaca. En este negocio no sólo vendemos información y espacios publicitarios: por encima de todo vendemos silencio”.
En vez de mostrar la realidad, y sin propósito alguno para ponerla en contexto y analizarla, ese periodismo la enmascaraba para crear una parodia al gusto de los poderosos. Por supuesto no todo eran alabanzas prefabricadas y descripciones adulteradas. Aún durante los momentos de mayor subordinación de la prensa a los caprichos y al dinero del poder, siempre existieron espacios y periodistas que buscaban la verdad. Pero esa supeditación, junto con la escasa o nula exigencia de una sociedad condescendiente aunque desconfiada respecto de los medios, definieron en nuestro país las coordenadas de un periodismo que no ha sido definitivamente desplazado: preponderancia de dichos por encima de hechos, notas sustentadas en boletines o declaraciones de banqueta, omnipresencia de las fuentes oficiales, ausencia de investigación.
Denegri practicó un periodismo que amalgamaba, engañosamente, la información y la opinión. Ese columnismo, consagrado tan a menudo a la denostación que se le podría llamar calumnismo, muestra versiones a medias apoyado en fuentes no identificadas cuya validez sólo queda amparada por el nombre del periodista. El columnista, en esa vertiente, ofrece información pretendidamente privilegiada y junto con ella su nunca desinteresada opinión. De esa tradición refractaria al análisis y a los datos heredamos buena parte del periodismo de opinión que seguimos teniendo, en donde las sentencias maniqueas y los antojos personales reemplazan a la observación ponderada, la reflexión y la discusión de los asuntos públicos.
La extraordinaria novela de Enrique Serna retrata la corrupción y la vulgaridad de Denegri, así como la complacencia con ese periodismo que era muy leído aunque no tuviera credibilidad. En su frase más conocida ese periodista describe a su tiempo y a sí mismo: “en los años cuarenta la Revolución Mexicana se bajó del caballo y se subió al Cadillac”. Denegri era lisonjero cronista, pero también protagonista de ese sistema de conveniencias. Al referirse a él mismo, de acuerdo con Serna, se jactaba: “Carlos Denegri servía al poder en calidad de socio, no de lacayo”.
Era un socio incómodo, en todo caso, no sólo porque siendo notorio e influyente, pero finalmente correveidile de los poderosos, quería equipararse con ellos. Lo era, especialmente, por sus desmanes. La egolatría y la soberbia de Denegri, su descarnada misoginia, la incapacidad para saciarse de sus propios caprichos, la ostentación soez y ramplona, son recuperados con notable maestría narrativa. Serna se encerró en la hemeroteca, habló con conocidos y contemporáneos de su personaje y se familiarizó con la época para, entonces, meterse en la piel de Denegri. De allí la intensidad que alcanza la novela.
En un texto publicado hace un par de días el recién fallecido James Atlas, uno de los mayores biógrafos de la literatura en inglés, explica que el mérito mayor de esa especialidad que consiste en contar las vidas de otros radica en “la voluntad de los autores por habitar la vida de sus biografiados” (en El Cultural, suplemento de La Razón). A Serna, la ficción le permite interiorizarse en la megalomanía y las contradicciones de Denegri. El personaje de El vendedor de silencios se asombra de sus propios excesos, intenta redimirse en ocasionales contriciones religiosas y nunca olvida, aunque sea inconsecuente con ellas, las simpatías de izquierdas que tuvo de joven. Siempre le gana el desbordamiento personal. Su desmedido delirio de grandeza lo lleva a reseñar en Excélsior su propia boda.
En el esfuerzo para rescatar la complejidad de su personaje, Serna indaga en los traumas infantiles y las incertidumbres genealógicas que pudieron marcarlo. La suposición de que infancia es destino, como sugirió un afamado psicoanalista, beneficia a la trama de la novela pero le resta contexto social y político. Más allá de los abusos personales, pero sin dejarlos a un lado, Denegri encarnó los rasgos más groseros y desmesurados de un sistema de relaciones entre el Estado y la prensa sustentado en la simulación y la corrupción.
Serna acude a varios recursos ficticios para mostrarnos a Denegri en primera persona: el borrador de una incipiente autobiografía, la confesión con un sacerdote, o una dilatada conversación con el periodista Jorge Piñó Sandoval, que fue perseguido por cuestionar al alemanismo y que es una suerte de contraparte crítica de Denegri. La narración en primera persona refuerza la vehemencia de la novela, aunque los abundantes soliloquios donde Denegri habla de sus aflicciones personales relegan la descripción de su tarea periodística.
Denegri tenía una enorme capacidad de trabajo. Escribía una columna diaria, los domingos ocupaba más de una plana en Excélsior, acompañaba a los presidentes en sus giras, acudía a reseñar catástrofes y acontecimientos notables, entrevistó a estadistas y personajes en todo el mundo, hablaba varios idiomas, tuvo un programa diario en la televisión y también hizo radio, dirigió revistas y suplementos. Julio Scherer, que dirigió Excélsior en los últimos años de Denegri y que, en desacuerdo con su ausente ética le había restado notoriedad a sus colaboraciones, recuerda en su libro Estos años que en ese diario “vi de cerca al mejor y al más vil de los reporteros, Carlos Denegri”. En la novela, Serna le hace decir a Piñó Sandoval: “eres el mejor periodista de México, pero también el más vil”. El vendedor de silencio destaca más la vileza que el periodismo de ese personaje. Tal es el saldo de la trayectoria de Carlos Denegri, que murió el primer día de 1970 asesinado por su última esposa.
Denegri fue beneficiario y emblema de la descomposición y la impudicia en el periodismo mexicano. En 1956 Salvador Novo lo parodió en la obra de teatro A ocho columnas. En 1982 Gustavo Alatriste filmó la película Historia de una mujer escandalosa acerca del asesinato de Denegri. No deja de ser paradójico el tránsito en la fama pública de ese periodista, de la primera plana a la nota roja.
A Denegri se le conocerá no por su prolífico trabajo periodístico sino por la esmerada novela de Enrique Serna. El vendedor de silencio es un espléndido retrato de época y de la autocomplacencia del poder que creó una prensa a modo de sus desplantes e intereses. El Denegri de la novela cuestiona la fatuidad del “mundillo político de México” con “gente tan embelesada con el reflejo de su importancia”. El periodismo de Denegri ha sido desplazado por otras formas de relación —no del todo transparentes— entre prensa, gobierno y sociedad. Pero todavía hay quienes quisieran que el periodismo estuviera dedicado a reflejar al poder y no a escudriñarlo.