Ricardo Becerra
La Crónica
22/03/2020
Se debe llamar a las cosas como son y por su nombre: hemos entrado —muy rápidamente— a una recesión (en toda la línea) y por su velocidad puede tornarse, al cabo, en una depresión. El coronavirus habilita las imágenes que le son propias: separación, cierre de negocios, suspensión de la actividad económica, pérdida de ingresos y desempleo, sin modo para calcular su duración. Al enorme sufrimiento que provocará la enfermedad se agrega el sufrimiento de quienes han perdido o están a punto de perder su sustento. Y el escenario de este drama es universal.
No hay más que voltear y ver lo que pasa allá afuera: paquetes de estímulos gigantescos en EU, Dinamarca, Francia, Italia y Alemania. Las naciones más desarrolladas y dotadas económicamente no se andan por las ramas. Sin demasiados remordimientos ideológicos están abandonando los preceptos de los llamados “economistas serios” para hacer lo que la ciencia descifró hace casi un siglo (de la mano, si, de Keynes): intervención masiva del Estado para reanimar la demanda, no permitir que la inversión, el ingreso y el empleo se desplomen, porque, si sucede, sus daños serán duraderos.
En medio de la sombra depresiva, veo con gozo intelectual cómo los otrora obcecados defensores de la “disciplina fiscal” —académicos, opinadores y empresarios—, llaman a abandonar la superstición del superávit primario (bienvenidos sean, todos ellos, a la edad de la razón). Veo a la mayoría legislativa de Morena aprobando leyes para contratar más deuda (y de ese modo, echar por la borda el mandamiento evangélico que se autoimpuso López Obrador). Veo a gobiernos de los estados desplegando una batería de medidas para salvaguardar ¡la economía informal! (ese sector al que nos dedicamos a ningunear o condenar, pero que sostiene a la mitad de la población). Veo al Banco de México bajando tasas de interés, deliberando su propia acción con otras medidas atípicas que animen a la economía. Veo a la OCDE pidiendo un Plan Marshall planetario. Y en la opinión pública veo medios masivos, redes, posturas que llaman a instrumentar iniciativas de gran escala, como el seguro de desempleo, reactivar el plan de infraestructura o fondos contracíclicos para fondear préstamos a tasas del dos por ciento.
Sólo la derecha artrítica no cambia de postura (reducir, cancelar impuestos; tartamudos, siempre, con recesión y sin ella) y el Presidente de la República que ni siquiera habla de crisis, para “no generar miedo”.
Salvo esos dos extremos ya absurdos, lo que veo es pues la toma de conciencia de una situación endemoniada e inédita, que está exigiendo una actuación de grandes proporciones. Y que nos despoja, casi por instinto, de prejuicios y de taras que hasta ahora han dominado las decisiones económicas de la nación.
He conocido un documento Plan de Contingencia, cuyo autor es Jorge Andrés Castañeda de @PensandoEnMx, que explica y propone medidas inimaginables en otro momento, pero absolutamente pertinentes ahora. En especial que en este preciso momento el Estado se convierta en el payer of last resort (Saez), el pagador de último recurso de las transacciones masivas, fundamentales para la actividad económica. Pagar para que no haya despidos, pagar para que se mantengan vivas el mayor número de empresas, pagar para mantener los ingresos mínimos, pagar para mantener un nivel de demanda, pagar para no caer en un hoyo que nos condene a lustros de recuperación.
Todo parece indicar que es la hora de crear y ejercer presión mediante una poderosa corriente de opinión pública informada para que el rumbo económico cambie, urgentemente, pues el espanto, no de la recesión, sino de la depresión, se halla a la vuelta de la esquina.