Poco a poco fue creciendo el problema de los huachicoleros en Puebla y en otros estados de la República. Ante la indolencia de las autoridades, el negocio floreció. Pasamos de pérdidas marginales a un quebranto millonario. Hubieron de robar vehículos para transportar el combustible. Las policías locales pensaron que no era su problema, los gobernadores también. Pemex reaccionó muy tarde. El gobierno federal, finalmente, metió al Ejército a otra tarea de seguridad pública que, en principio, tampoco le corresponde. Además del narco, ahora debe combatir a los huachicoleros.
Frente a la presión se dan las emboscadas, hay un enfrentamiento brutal entre los delincuentes y el Ejército. Hay militares caídos. El Presidente hace una enérgica declaración, el Estado perseguirá a los huachicoleros y a quienes asesinaron a los militares. Horroríficas imágenes recorren las noticias, por lo que se puede ver, un militar da el tiro de gracia a un presunto delincuente ya sometido. Injustificable.
Crecen en el país los asesinatos de periodistas, especialmente de quienes reportan sobre las actividades del narcotráfico. El lunes, en las calles de Culiacán, Javier Valdez es abatido, pocas horas después de que fuera publicada su última columna: Malayerba. Le acompañan en su destino Miroslava Breach, Cecilio Pineda, Maximino Rodríguez, Filiberto Álvarez y tantos otros. Para cada uno de ellos hay una carpeta de investigación y, para ninguno, hay esperanza alguna de llevar a la justicia a los culpables.
El Presidente convoca a Los Pinos y en una (otra) enérgica declaración, asegura a los mexicanos que el Estado trabaja en la investigación de los hechos; informa del plan de protección echado a andar por la Secretaría de Gobernación para quienes se dedican a investigar violaciones a los derechos humanos y reporteros que se sienten o se saben amenazados. Medio millar de personas se han acogido al programa diseñado para brindarles mayor seguridad.
Alfredo del Mazo, candidato del PRI al gobierno del Estado de México, ofrece combatir la inseguridad, especialmente en el transporte público. Las carreteras del Estado están tapizadas de espectaculares, su puño convertido en un mazo promete mano dura. No se reconoce como parte del partido en el gobierno, al contrario, veladamente amenaza que, de votar por la oposición, se agravará el problema.
Se cumplen ya diez años de que se declaró la guerra contra el narcotráfico y no parece que el Estado vaya ganando batalla alguna. Los encarcelamientos avivan el fuego. Los muertos se cuentan por decenas de miles. Han muerto narcos, policías, militares, marinos, niños, población civil. Ciudades enteras están sometidas. Planes fallidos de rescate sólo sirven para dar rienda suelta a la retórica y propician la foto de un secretario que ha perdido toda credibilidad. Reynosa, hoy peor que ayer, cuando la situación ya era desesperada.
Algunos creen que es una exageración hablar de un Estado fallido, acusan, eso sí, una innegable debilidad del Estado de derecho. Las leyes no se aplican, son ineficientes. Los privilegios de ciertos grupos persisten, la igualdad frente a la ley es un mito, no se corresponde con la experiencia cotidiana de quienes habitamos este país.
Hoy por hoy, el Estado es incapaz de proveer seguridad, no detenta el monopolio legítimo de la coerción, tampoco tiene en exclusiva el cobro de impuestos; el derecho de piso y la protección hay que pagarlas. Las libertades fundamentales están permanentemente amenazadas. ¿Dónde queda la libertad de prensa cuando tantos periodistas mueren asesinados? ¿Qué fue de la libertad de tránsito, si la posibilidad de perder la vida en una carretera es un hecho?
La delincuencia organizada, la desorganizada y la que está organizándose van ocupando todos los espacios. Ganan terreno, cobran vidas, incrementan la crueldad, desarrollan aparatos de inteligencia propios, se esconden tras la certeza de la impunidad.
La debilidad del Estado de derecho ha llegado a un punto crítico. Es indispensable hacer valer nuestro derecho a un Estado legítimo, democrático y eficiente que tenga las capacidades suficientes para darnos, como mínimo, seguridad.