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El debate público

Desacreditar a la sociedad civil

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

16/07/2018

 

La sociedad civil se define en contraste con el Estado. De ella forman parte los ciudadanos organizados en las más diversas asociaciones. Se trata de un término equívoco, ambiguo e incluso chocante. En él se parapetan diversas realidades pero el problema no está en la definición sino en la apropiación, lo mismo que en la reprobación que con frecuencia se hace de ese vocablo.

Hay quienes, para ensanchar o simular una representación que no tienen, hablan a nombre de la sociedad civil cuando en realidad únicamente lo hacen desde alguno de sus segmentos. Otros, para enmascarar o justificar aspiraciones autoritarias, descalifican de tajo a la sociedad civil como si las realidades que manifiesta pudieran desvanecerse tan sólo con negarlas.

La sociedad civil y sus expresiones varían de acuerdo con el Estado delante del cual funcionan las organizaciones que la integran. Por lo general son tan diversas, con propósitos e ideologías tan variadas, que es imposible considerar que la sociedad civil tiene una sola representación, o que se articula en una sola voz.

Sociedad civil siempre ha existido. Pero en los Estados democráticos, en donde las personas que así lo quieren ejercen de manera abierta su derecho a organizarse y manifestarse a partir de las agrupaciones que constituyen, la sociedad civil tiene presencia pública e influencia política constantes. La sociedad civil se ha extendido y solidificado como respuesta a las insuficiencias de la política institucional. Las causas que no les bastan o no les interesan a los partidos, las exigencias  incumplidas por los gobiernos a menos que exista suficiente presión social, o el ánimo de los ciudadanos para contribuir en temas específicos, han alentado el desarrollo de un dinámico entramado de agrupaciones a las cuales ningún gobierno puede ignorar hoy en día. Desde hace una década y media —exactamente desde la Cumbre de la Sociedad de la Información que tuvo lugar en Ginebra en diciembre de 2013— la sociedad civil es reconocida por el sistema de Naciones Unidad como un sector con intereses y propuestas específicas, al lado de los gobiernos y las empresas.

En México se habló con más intensidad acerca de la sociedad civil cuando se acentuó la participación de ciudadanos, organizados más allá de los partidos, en variados asuntos públicos. El movimiento estudiantil que está cumpliendo medio siglo era expresión de un segmento de la sociedad civil pero sin más organización que la que permitía articular las movilizaciones y la propaganda en las calles. En los años setenta hubo una intensa oleada organizativa en sindicatos, colonias populares y universidades, que hizo evidente la incapacidad del sistema político para representar todos los intereses de una sociedad cada vez más despabilada. Sin embargo el término “sociedad civil” se empleó de manera enfática a partir del terremoto de 1985. La respuesta de los ciudadanos que organizaron tareas de rescate y mantuvieron activas redes de solidaridad en la capital del país fue identificada, sobre todo en la opinión publicada, como logro de la sociedad civil a la que se contraponía con el Estado. Carlos Monsiváis y Carlos Pereyra, uno desde el entusiasmo ante las movilizaciones ciudadanas y el otro porque identificó en ella las posibilidades de renovación del sistema político, contribuyeron a legitimar la reflexión sobre la sociedad civil.

La multicitada sociedad civil es, entonces, la organización de los ciudadanos más allá de cauces institucionales. Dicho en otros términos, se trata de la organización promovida de manera independiente y no desde el Estado mismo. Su expansión indica un desbordamiento de los partidos políticos que no pueden ni buscan ocuparse de todos los asuntos. El hecho de que se organicen de maneras diferentes a las que proponen los partidos y otras instituciones del Estado, con frecuencia lleva a considerar que la sociedad civil siempre tiene un perfil contestatario. Las agrupaciones más exigentes y estridentes por lo general se confrontan con el Estado y algunas de ellas son declaradamente antisistémicas. Pero en la sociedad civil, como en la sociedad misma, cabe de todo.

Los trabajadores que se organizan en un sindicato para lograr mejores salarios son parte de la sociedad civil, pero también los empresarios cuando forman agrupaciones que les permiten promover sus puntos de vista.

 Las organizaciones que defienden los derechos reproductivos de las mujeres, son protagonistas esenciales de la sociedad civil pero igualmente forman parte de ella los grupos de filiación religiosa que se oponen al aborto o al matrimonio igualitario.

A pesar de esa diversidad intrínseca, de cuando en cuando aparecen dirigentes, o coaliciones, que aseguran que representan a la sociedad civil. Ningún líder o grupo tiene esa facultad, pero es más llamativo decir que alguien se encarna el interés de la sociedad en un asunto determinado.

Las organizaciones de la sociedad se han extendido y diversificado de tal manera que hoy en día es imposible, o casi, que el poder político asuma decisiones sobre algún tema destacado sin tomarlas en cuenta. Muchas de ellas, por otra parte, han adquirido formas de organización sofisticadas y profesionales. En no pocos casos el trabajo en agrupaciones de la sociedad civil —u organizaciones no gubernamentales como se les decía hace algunos años— es una opción laboral para muchas personas. Nada hay de extraño en ello. La capacidad de cabildeo, promoción y presión políticas que alcanzan es consecuencia del activismo ciudadano pero también de los recursos financieros y la aptitud para diagnosticar y hacer propuestas en los más variados temas. Allí hay profesionales de la política de la misma manera que en los partidos y en el gobierno. Algunas organizaciones sociales reciben financiamientos internacionales porque hay causas  —e intereses— que van más allá de las fronteras. Otras, se sostienen total o parcialmente de contribuciones privadas. El dinero siempre compromete, pero la autonomía de esas organizaciones de la sociedad depende antes que nada de sus integrantes y de la libertad que sepan ejercer en cada caso.

En las semanas recientes, voceros oficiosos del presidente electo y representantes de organizaciones sociales entablaron algunas escaramuzas retóricas acerca de la atención que merece, o no, la sociedad civil en la nueva circunstancia política mexicana. Durante la campaña electoral, Andrés Manuel López Obrador dijo en la entrevista que ofreció al Grupo Milenio: “Le tengo mucha desconfianza a todo lo que llaman sociedad civil o iniciativas independientes”. Ese despropósito ha sido tomado como bandera por algunos complacientes apologistas del hoy presidente electo que intentan justificar cada expresión de López Obrador, aunque sea tan desafortunada como esa.

Desconfiar de toda la sociedad civil equivale a recelar del lenguaje, de la política o de las personas. Todas esas son realidades que es infructuoso desacreditar porque de todas maneras, como el dinosaurio de Monterroso, allí seguirán día tras día. Pero lo más significativo es la causa de esa desconfianza: a López Obrador las organizaciones de la sociedad no le gustan porque son independientes. Es decir, porque no se ajustan a la lógica corporativa del sistema político tradicional.

Ese sistema ha evolucionado gracias, en primer lugar, al desarrollo de la sociedad civil. Sin el empuje de las agrupaciones ciudadanas que han defendido causas como la transparencia, la equidad social y política, el combate a la corrupción y la lucha contra la violencia, el derecho a la información, los derechos indígenas, los derechos humanos, la defensa del ambiente, entre otras causas, nuestro sistema político no se hubiera renovado y no se habrían creado las condiciones para un cambio de gobierno como el que se definió en las unas del primero de julio.

Los panegiristas de AMLO, reciclados en impugnadores de la sociedad civil, mantienen una batalla infructuosa pero reveladora. Cada desaprobación a priori contra la sociedad civil reitera por qué esas agrupaciones son necesarias como fuentes de contrapeso ante excesos e insuficiencias del poder político. Las expresiones de intolerancia contra la sociedad organizada que se manifiestan desde la periferia del nuevo gobierno, y a veces desde su núcleo central, indican por qué esas organizaciones tendrán tareas cardinales, aunque quizá no fáciles, en la nueva situación del país.

Las organizaciones de la sociedad jamás reemplazan al Estado pero permiten que las instituciones de gobierno tengan canales de interlocución con los ciudadanos interesados en los asuntos públicos. Sobre todo, propician que esa relación se despliegue sin coacciones ni manipulaciones del poder político. La idealización de la sociedad civil, cuando se supone que el activismo puede suplantar a las instituciones políticas, es una expresión de voluntarismo y demagogia. Pero la descalificación de la sociedad civil es una actitud retrógrada y autoritaria.