Antonio Muñoz Molina
El País. 02/05/2009
He comprobado que varios libros de John Gray los ha publicado Paidós en español pero no conozco a mucha gente que los haya leído. Yo empecé por culpa de mi amigo William Chislett, inglés de México y de Madrid, que me dejó una vez uno de ellos en el buzón y se quedó luego esperando el efecto, como el activista arcaico que encendía la mecha de una bomba. En cuanto uno empieza a leer un libro de John Gray tiene la sensación de que algunas de las convicciones que creía más firmes empiezan a tambalearse, y porque la buena conciencia que suelen depararnos los principios humanistas no resiste los ácidos corrosivos de una lucidez que nos deja inermes frente a los espantos del mundo y a las flaquezas y las frivolidades de la condición humana. El libro que dejó Chislett en mi buzón es un volumen breve, de frases secas como aforismos y capítulos muy cortos, Straw Dogs: Thoughts on Humans and Other Animals. Empecé a leerlo allí mismo y ya no pude parar; ya no hubo manera de resistir el contagio.
Lo terminé al día siguiente y fui a una librería políglota muy bien abastecida de Madrid a ver qué más encontraba, y volví en el metro sumergido en otra lectura igual de arrebatadora, Black Mass: Apocalyptic Religion and the Death of Utopia. Desde entonces nunca me falta un libro de Gray al alcance de la mano, leído de principio a fin o compartido con otras lecturas menos desasosegantes, abierto al azar para asistir al chispazo infalible de una inteligencia tan iluminadora como la escritura en la que se manifiesta.
Gray escribe de filosofía, de ciencia, de política internacional, pero la erudición histórica que sostiene sus argumentos tiene el filo cortante y visionario de la poesía. Su tema central son los variados espejismos de la modernidad y el progreso; el modo en que la superstición cristiana sobre el fin de los tiempos se transmutó desde finales del siglo XVIII en el sueño reiterado de una revolución que estableciera el paraíso terrenal, culminando la historia y aboliéndola; la funesta arrogancia humana de creer que el mundo fue creado para nuestro servicio y de que podemos controlar las consecuencias de nuestros actos y de nuestras invenciones tecnológicas.
Las grandes revoluciones de los tiempos modernos, anota Gray, se han hecho en nombre de la refutación del cristianismo, pero en realidad se han basado en la creencia cristiana de que la historia es un relato inteligible que habrá de concluir en la salvación universal. Nada parece más materialista, más ajeno a la religión, que la idea del progreso sostenido por los descubrimientos de la ciencia y las invenciones de la tecnología.
Es verdad que el conocimiento científico avanza acumulativamente, a diferencia de la literatura y del arte, y que las máquinas de ahora son más sofisticadas que las de hace sólo unos años, y que ahora estamos a salvo -al menos, un cierto número de nosotros- de muchas de las enfermedades que aniquilaban a nuestros antepasados. Pero la capacidad de innovación tecnológica lo mismo sirve para mejorar las cosechas o mitigar el dolor que para fabricar bombas exterminadoras, y en la mayor parte de los casos los seres humanos no actúan como sabios administradores de sus descubrimientos sino como aprendices de brujo que provocan igual maravillas que desastres, desencadenando involuntariamente consecuencias inesperadas que están fuera de su control y pueden ser irreparables. Karl Marx, Hitler, Lenin, Mao, Margaret Thatcher, George W. Bush, Pol Pot, Abimael Guzmán, parecen pertenecer a mundos ideológicos incompatibles entre sí, pero tienen en común algunos rasgos inquietantes: la visión apocalíptica de una revolución universal, válida para todos los seres humanos y para todas las circunstancias sociales o históricas; la convicción de que para acelerar el advenimiento inevitable del paraíso terrenal será preciso, y estará justificado, eliminar por la fuerza a quienes estorben su llegada o se resistan a ella. Los agitadores alucinados que se alzaban de vez en cuando enardeciendo a las masas campesinas en la Europa Medieval y proclamándose encarnaciones del Mesías degollaban o quemaban a sus adversarios con la misma convicción de estar fundando el Reino de Dios con que Robespierre suministraba víctimas a la guillotina en nombre de un régimen revolucionario basado en la libertad y la razón.
Después de la toma del poder en Rusia, Lenin vivía obsesionado por el ejemplo de la Revolución Francesa, y no tuvo el menor escrúpulo en rescatar el término jacobino del «Terror» para calificar el exterminio masivo del adversario. Desacreditada la religión, su papel de coartada para la matanza lo suministraba la ciencia. Para subrayar la validez de la forma de socialismo que ellos predicaban Marx y Engels le llamaron «científico». Las ideas, las supersticiones, las creencias, pueden ser discutidas o puestas en duda: si la ciencia es irrefutable, oponerse a un sistema fundado en ella es sucumbir al error, y el disidente merece el mismo trato que en tiempos de oscurantismo se reservaba al hereje. Se nos olvida ahora, y lo recuerda Gray, que el nazismo se fundaba en lo que hasta los años treinta era considerada una ciencia, la eugenesia, tan respetable, tan progresista, que se declaraban tan partidarios de ella los socialdemócratas escandinavos como los anarquistas españoles.
La ciencia histórica y la ciencia racial legitimaron las utopías criminales del siglo XX. Otra ciencia igual de sólida, según estamos viendo en los últimos tiempos, la economía, ha justificado en los comienzos del siglo XXI la propagación de otra catástrofe en el nombre del Bien Universal. La ciencia económica decía que el fracaso del comunismo probaba que el paraíso terrenal iba a traerlo el mercado libre, asistido por la revolución tecnológica, por la ausencia de regulaciones, por el final de las fronteras, por la superioridad de las democracias. La revolución tecnológica ha traído modernidad y progreso y ha traído también el terror de Al Qaeda, que no un residuo anacrónico del fanatismo religioso, sino una invención tan contemporánea como las redes globales de prostitución o tráfico de drogas; los horrores de Afganistán y de Irak son la consecuencia de delirios utópicos tan insensatos como la revolución mundial que según esperaba Lenin se propagaría gracias al contagio del triunfo soviético. Rusia, explica John Gray, fue devastada sucesivamente por la imposición de dos utopías europeas: primero la del comunismo; setenta y tantos años después, y con consecuencias igual de desastrosas, la del capitalismo incontrolado.
Le presto Black Mass a un amigo y me lo devuelve en menos de dos días, con ese aspecto muy usado de los libros que se han leído y releído apasionadamente. «Tiene toda la razón. ¿Pero qué hacemos con Bosnia o Darfur? ¿Cómo se remedia lo de Irak?». Las afirmaciones de John Gray son mucho más modestas que sus negaciones: como ejemplo de una causa ambiciosa y a la vez razonable pone la lucha por la abolición de la esclavitud. Pero su mérito no está en ofrecer recetas sino en animarnos a ejercer la inteligencia en la vida práctica y a buscar formas decentes de vivir y de mejorar algo las cosas procurando no hacer daño con nuestro aturdimiento, teniendo una conciencia clara de nuestros límites.