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El debate público

Desde la perplejidad

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

10/11/2016

Ocurrió. Lo que parecía una pesadilla de la que despertaríamos el nueve de noviembre por la mañana, se ha convertido en aterradora realidad. Nos levantamos con el dinosaurio en medio de la sala, sin posibilidad de devolverlo a su dimensión onírica. Ahí está el ominoso candidato convertido en el próximo presidente de los Estados Unidos y frente a él, el enemigo en torno al cual construyó su retórica de odio: un país dividido, sin instituciones sólidas capaz de dar certidumbre y mal gobernado por una coalición estrecha de intereses, preocupada únicamente por maximizar sus rentas depredadoras.

El discurso del odio paranoico del demagogo que gobernará al menos durante los próximos cuatro años a los Estados Unidos ubicó a México y a los mexicanos como el enemigo unificador, el chivo expiatorio de los males que, cual paladín, él será capaz de enfrentar. Una y otra vez en la historia surge este tipo de personajes, exitosos de manera espeluznante. Demagogos capaces de aprovechar el miedo, la desesperanza y el rencor de las masas. Seres de la calaña de Mussolini o de Hitler, movidos por su propia paranoia o por su vanidad patológica, algunos dementes, otros farsantes sin escrúpulos, pero que sintonizan con el talante de las sociedades frustradas en sus expectativas.

Lo ocurrido el 8 de noviembre tendrá consecuencias lamentables, incluso si los peores presagios logran ser limitados. La vida de millones de personas se verá alterada para mal. Los mexicanos que hacen todo por ganarse la vida lejos de su país serán los primeros, pero también quienes vivimos aquí seremos afectados en nuestras perspectivas de futuro ante la muy probable recesión —otra más— en la que caerá la economía mexicana, de por sí estancada, con tan solo que Trump cumpla algunas de sus promesas de campaña.

La repugnancia que nos provocaba el personaje nos hizo creer que la repulsa sería compartida por la mayoría de la gente de bien en los Estados Unidos y obnubiló la imagen real de buena parte de la sociedad norteamericana, la de los satisfechos de antes que acumularon miedos y frustraciones por la crisis económica y por el cambio demográfico y social que está viviendo su país, que lo aleja de la imagen idílica construida secularmente por el discurso oficial de las elites. Se dice que el voto por Trump fue contra el establishment. Creo, por el contrario, que fue un voto de nostalgia por el antiguo orden, aquel de los tiempos pretendidamente gloriosos de la guerra fría. Un voto que añora la sociedad idílica de los tiempos de Eisenhower, cuando los negros, las mujeres y los chicanos estaban e su sitio y se respetaba la autoridad y la fuerza belicosa de los varones blancos y protestantes.

Al ver cómo votaron los jóvenes, quiero creer que el triunfo de Trump es el último coletazo de aquellos Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX, el exaltado en las películas de Rambo y Chuck Norris. Los votantes de Trump no han hecho otra cosa que defender los valores que durante décadas les inculcó el discurso oficial y que en los últimos tiempos se han visto cuestionados por un nuevo paradigma ideológico, que reivindica la diversidad, que rechaza la discriminación y el machismo violento.

El asunto sería lamentable pero manejable desde México —ya hemos lidiado con la hostilidad de Nixon, de Reagan y de otros derechistas estadounidenses—, si no fuera porque ahora el objetivo explícito de la retórica del odio que le ha dado el triunfo al demagogo ha sido este país. Aun si no cumple sus más estridentes amenazas, el reto que se le presenta a la economía y a la sociedad mexicana no tiene parangón en décadas, al menso desde la crisis de la deuda de la década de 1980. Para enfrentarlo contamos con unos políticos pequeños y mezquinos que deberían hacer de la necesidad virtud.

Hoy Peña Nieto debería estar convocando a todas las fuerzas políticas, empezando por Morena, para construir una estrategia común con la cual enfrentar la adversidad que viene. Con una economía dependiente en extremo del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, con una sociedad escindida por la pobreza y la violencia, es tiempo de un nuevo pacto de Estado. Un pacto que no puede ser simplemente un nuevo acuerdo de elites para repartirse rentas, sino que debe sentar las bases para cerrar la brecha de la desigualdad, para acabar con la depredación patrimonialista, la manipulación clientelar de la pobreza y la incertidumbre económica endémica, provocada por la negociación permanente de la desobediencia de la ley.

El endeble liderazgo de Peña Nieto no va a ser suficiente para enfrentar la dura negociación que se avecina. Es indispensable encontrar nuevos vínculos de unidad nacional para cerrar filas frente la amenaza. No basta con un acuerdo político. En el nuevo pacto debe reconocerse la sociedad civil organizada, los empresarios responsables, dispuestos a recortar sus privilegios aberrantes para impulsar la redistribución, y los excluidos que no encuentran hoy otra salida que la informalidad, la delincuencia o la emigración.

Vienen tiempos sombríos, pero pueden ser enfrentados con creatividad, solidaridad y generosidad. A ver si los políticos, las elites económicas y la sociedad consciente logran estar a la altura de la responsabilidad histórica que les corresponde.