Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada
26/06/2015
El desencanto actual con la democracia y, más específicamente, con la democracia representativa, es materia cotidiana de análisis, reflexiones y desahogos de muy variados signos. Fuimos testigos de ello en las elecciones pasadas en las que, junto con la abstención (no tanta como se pensaba) propia de los comicios legislativos, hubo serias expresiones de rechazo al ejercicio del voto, más allá de las muestras de resistencia pasiva (y algunas no tanto) promovidas por algunos círculos beligerantes en rechazo a la mal llamada clase política y a las instituciones, lo cual habría introducido un elemento de indiscutible gravedad en un contexto de riesgos inocultable. Al final, vale decirlo, la razón se impuso, aunque los resultados obtenidos dan cuenta de la crisis que amenaza a los sujetos privilegiados del sistema, los grandes partidos. Sin embargo, la contienda dejó en la penumbra el que debía ser su principal propósito: no hubo una deliberación sobre el país capaz de orientar el futuro inmediato y ese lastre se dejará sentir, me temo, en la calidad de la vida pública de aquí en adelante. Sobre la complejidad de los problemas se proyectaron las más mezquinas pretensiones de poder como si se tratara de negar, justamente, que los partidos son entidades de interés público. Se demuestra así, incluso cuando el ejercicio sale bien, que la democracia tiene problemas y que éstos no son cualquier cosa.
Si bien el reconocimiento del pluralismo partidista y la consolidación de un complejo sistema capaz de garantizar el voto libre se convirtieron, elección tras elección –y reforma tras reforma–, en los rasgos más significativos de la transición, al cabo del tiempo la contienda no sólo ha perdido frescura, sino que los actores, los partidos, se han anquilosado sin permitir la natural renovación de sus cuadros y la revitalización de las ideas. El escritor y politólogo Jorge Javier Romero ha relatado cómo comenzó dicha transformación: “la reforma política de 1977 –escribe– cambió las cosas y abrió el sistema de partidos con el llamado registro condicionado. Según las nuevas reglas, para participar en las elecciones se requería demostrar que se trataba de una corriente de pensamiento con perfil propio, que se contaba con estatutos, programa de acción y declaración de principios respetuosos de la Constitución, que se había tenido actividad política durante los últimos cinco años –por medio de publicaciones y otros testimonios de actividad– y presentar una lista completa de candidaturas para la legislatura federal. Las organizaciones que cumplieron con esos requisitos –el Partido Comunista, el Partido Socialista de los Trabajadores y el Partido Demócrata Mexicano– aparecieron en las boletas en 1979 y obtuvieron prerrogativas básicas para hacer campaña: propaganda impresa, garantías para divulgar sus programas, algunos vehículos y poco más. Con esos recursos restringidos y mucha actividad de voluntarios militantes, los tres superaron el 1.5 por ciento de la votación requerido para acceder a la representación legislativa”. A querer o no, allí está el momento precursor.
El éxito de los partidos para abrirse espacios tras la reforma de 1977 impidió la consagración del modelo dominante que se gestaba bajo la hegemonía del partido casi único, dándole a nuevos sujetos presencia y visibilidad en los órganos e instituciones del Estado, aunque ni siquiera la alternacia trajo un nuevo régimen, capaz de trazarle al Estado fines propios acordes con las aspiraciones democráticas solemnemente proclamadas desde la cúspide del poder. “El sistema de registro condicionado se eliminó de la ley en 1986 –abunda Romero–, pero reapareció en el Cofipe de 1990, para volver a ser eliminado con la reforma de 1996, cuando los tres partidos mayores que pactaron el nuevo arreglo electoral decidieron volver al proteccionismo del registro basado en asambleas con algunas adecuaciones”.
Con el paso de tiempo y muchas elecciones de por medio –sin abandonar por completo la lógica del poder presidencialista, acotado pero vivo en la cultura social– se fue configurando un régimen de partidos tripartito muy poco permeable al cambio, autoprotegido desde arriba mediante disposiciones restrictivas y el descrédito moral a las minorías identificadas en el imaginario dominante con las formas más corruptas de explotación política, coartando así la posibilidad de refrescar la vida pública con otras voces dueñas de un discurso propio.
Desde entonces, anota Romero, en cada ronda de reforma electoral el sistema se ha ido haciendo cada vez más cerrado y excluyente, de modo que ahora las mayores potencialidades algunos las encuentran en las candidaturas independientes que, para algunos de sus publicistas, vendrían a ser el canto del cisne del régimen actual de partidos, en una evolución negativa que podría aproximarnos a los paradigmas de la democracia estadunidense, dominada por el dinero y las individualidades que danzan al son de las grandes corporaciones.
La necesidad de fortalecer el régimen de partidos sin clausurar las fuentes del pluralismo y la diversidad está, sin duda, en el fondo de la dialéctica de la crisis de los partidos, que hoy exige un esfuerzo creativo por parte de la ciudadanía, que ve cómo el divorcio entre sus aspiraciones y las de sus representantes crecen, mientras el dinero pasa a fijar los parámetros de la política. El afán de tener un modelo sin fisuras, cerrado a la renovación, no sólo se contrapone a la supuesta fragmentación sino a los principios constitucionales al crear una deriva que deja fuera a sectores ciudadanos cuya voz, así fuera minoritaria, refleja la integralidad de la sociedad y resulta indispensable para avanzar como nación. Sin embargo, la historia del registro, ahora actualizada por el éxito de las candidaturas independientes, resume, en definitiva, la manifiesta imposiblidad del Estado para asumir sin condicionamientos artificiales la vigencia de la democracia. No hemos sabido, como ocurre en otros países, asegurar el mayor grado de participación sin hacer del tema del financiamiento la cuestión central, como si la necesidad de garantizar en este punto la más absoluta transparencia fuera incompatible con la diversidad y el derecho de las minorías a tener representación y cargos en todos los niveles, siempre que los electores así lo deseen. Más aún: en los años recientes se han puesto las peores trabas a la organización de nuevos partidos y se ha llegado al extremo de cerrar la ventanilla para que eso sólo ocurra cada seis años.
Al mismo tiempo, seguimos girando la noria de la desconfianza como razón de ser electoral sin atender, como es lógico, al conjunto de la situación nacional, a la política en su dimensión de Estado, a la resolución de los problemas, sobre todo ahora que la aplicación de las reformas estructurales crea espacios de incertidumbre y discrecionalidad y una creciente conflictividad social carente de canales de expresión reconocible y protegidos por la ley.