Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada
30/07/2015
Para los que aman las estadísticas y las estudian con rigor, las últimas semanas han sido notables en informes que nos arrojan una viva imagen acerca de la riqueza y la pobreza en México, ese mural complejo pero dramático en el que se plasman los trazos maestros de la desigualdad nacional, tan persistente como la incapacidad de la sociedad y el Estado para superarla. Primero fue la notable investigación de Gerardo Esquivel, Desigualdad extrema en México: concentración del poder económico y político, presentado por Oxfam México; luego la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto de los Hogares (ENIGH) de 2014, elaborada por el Inegi y, apenas una semana después el Informe de Coneval 2014, cuyos datos han sacudido a propios y extraños, incluyendo al presidente Peña, quien una vez más defendió su estrategia sin cambios, pero condenando inesperadamente el populismo.
En el análisis cuidadoso de cada uno de esos documentos, más allá de las diferencias metodólogicas y conceptuales que distinguen a los especialistas, lo cierto es que los datos aportados permiten observar la realidad con criterios objetivos, exentos de las abusivas cargas ideológicas con que suelen defenderse las políticas públicas. Como bien explica Enrique Provencio, hay muchos matices de por medio, pues al examinar la pobreza multidimensional uno tiene que ver al menos dos grandes dimensiones: lo que ocurre con las carencias sociales y lo que pasa con el ingreso, lo cual admite más de una lectura. Sin embargo, no se requiere ir muy lejos para comprender que no puede ser bueno para el país que menos de uno por ciento de la población acapare alrededor de 43 por ciento de la riqueza total, y que entre esa minoría absoluta 16 de los superricos dispusieran de una riqueza valorada en 142 mil 900 millones de dólares y aumentando (Oxfam). Si este es uno de los polos de la desigualdad, en contraste, el Informe de Coneval indica que mientras la pobreza general aumentó en 2 millones de personas entre 2012 y 2014, la pobreza extrema se redujo en 87 mil, en lo cual, concluye Provencio (en un estudio presentado al IETD): El resultado es malo, se vea por donde se vea. La ligera disminución la pobreza extrema difícilmente se puede revelar como un éxito, y en el mejor de los casos sólo se contuvo su aumento. Si uno ve el bienio previo, resulta que de 2010 a 2012 las personas en pobreza extrema bajaron en 1.4 millones. Dicho de otra forma, ni siquiera pudimos mantener el esfuerzo de reducción de la pobreza extrema. Los datos aportados advierten que en 2014 se tuvo una pobreza patrimonial de 53.2 por ciento, prácticamente la misma que en 1992 y que en 2000. Obviamente, algo está muy mal desde hace muchos años.
Todos los análisis coinciden en que no es posible cancelar la pobreza si se mantiene el nivel de ingreso que se tenía en 1992, resultado del pobre desempeño de la economía, que no crece al ritmo exigido por las crecientes necesidades de los mexicanos. La nueva información de Coneval, afirma Provencio, no deja lugar a dudas: estamos en medio de otra década de pérdidas o estancamiento, y esto cuestiona no sólo la dirección o el sentido, sino también la pertinencia de la estrategia contra la pobreza. Y no sólo de los programas sociales ni del Progresa-Oportunidades-Prospera, sino de la política económico-social en general. Lo que estamos viendo es que hay un patrón post crisis en el que la economía no se recupera ni lo suficiente ni de forma sostenida, que tal patrón incluye una precarización del empleo y los ingresos, y que tal telón de fondo está anclando una pobreza ruda y persistente que resiste las estrategias públicas, concluye Provencio.
El gran problema es que los que gobiernan no son capaces de darle un giro sustantivo a la estrategia para crecer. Se admite la urgencia de eliminar la pobreza extrema pero al mismo tiempo se alardea del avance inexorable de la clase media, identificada de modo burdo como lo que no está en los extremos, confiando en que las reformas estructurales hagan el milagro de convertir a los pobres de hoy en los consumidores del ilusorio mañana al que aspira el individualismo neoliberal. Ni el fantasma de la violencia social ni la muy real presencia de un ejército de jóvenes al servicio de la delincuencia organizada han sido argumentos para revisar el papel del Estado en la recomposición de la política para el crecimiento como una tarea central e ineludible.
Cómo se podría dar un viraje si, como señalaba en estas páginas Rolando Cordera, se ha impuesto en México una especie de aceptación inercial de la desigualdad, como si se tratara de una parte de nuestro paisaje; como si, en obediencia a un perverso designio, nos hubiéramos acostumbrado como sociedad a vivir con y entre ella. El Presidente defiende sus políticas, resaltando algunos logros particulares, digamos en vivienda, pero rechaza toda apertura hacia la búsqueda de un Estado social que garantice derechos, como defiende Gerardo Esquivel en su luminosa reflexión. Mientras, la realidad nos coloca ante la nada envidiable situación de que la calidad de vida de los mexicanos empeore y la vulnerabilidad siga aumentando a cifras escandalosas, no obstante la grandiosidad de los proyectos globales que obnubilan el entendimiento de los grupos de poder.
La intolerancia hacia todo cambio que no sea reforzar el libreto de las reformas estructurales o, en otras palabras, a darle a la dimensión social el trato privilegiado en la gestión de la economía, repercutirá, lo estamos viviendo, no sólo en la ausencia de un patrón de crecimiento, sino en el despilfarro de los recursos, con su cauda de incertidumbre, desconfianza y corrupción que acompañan la decadencia de un régimen que se quiere democrático pero niega la igualdad.