Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
23/04/2018
Los debates electorales ayudan a los indecisos pero, sobre todo, ratifican las simpatías de quienes ya habían tomado partido. La confrontación entre varios candidatos es apreciada, de la misma manera que todo mensaje mediático, de acuerdo con la circunstancia de cada ciudadano. Por muy incisivos que sean los cuestionamientos de sus rivales y a pesar de la torpeza o ignorancia que haya demostrado un candidato, sus partidarios por lo general seguirán siéndolo. La posibilidad de que un debate influya de manera significativa en las preferencias de voto depende del efecto que tenga entre quienes no habían resuelto a quién respaldar y, en circunstancias muy especiales, del daño notorio que le hagan a un candidato los cuestionamientos de sus rivales.
Los debates electorales son un espectáculo. En ellos se expresa la espectacularización que, sometida a los cartabones mediáticos, ha alcanzado la política. Ademanes y atuendos, interpelaciones incómodas, afirmaciones contundentes, son registrados por los televidentes que, en el caso de los debates contemporáneos, no se encuentran necesariamente delante del televisor porque a esos intercambios se les sigue en variadas plataformas y pantallas mediáticas. Se trata de un espectáculo esencialmente audiovisual en donde el maquillaje y los gestos ensayados enfatizan, y a menudo reemplazan, las ideas elaboradas. Frases cortas, miradas directas y actitudes llaman la atención antes que proyectos y propuestas.
Aún así, el carácter pedagógico de los debates y la posibilidad de que en ellos se hagan explícitos los proyectos de gobierno de cada candidato hace saludable su organización y difusión. El debate, sobre todo con formatos flexibles y posibilidad de interpelaciones mutuas, implica dosis de incertidumbre que son un desafío para las capacidades de respuesta e improvisación de los candidatos. En la historia política mexicana durante muchos años esos ejercicios de exposición y confrontación fueron inexistentes hasta que, con demasiada timidez, se convirtieron en elementos sustanciales en el ritual electoral.
La obligatoriedad que ahora tienen los debates permite que los ciudadanos conozcan a quienes personifican todas las opciones que serán cotejadas en las urnas. A las limitaciones de tiempo, se añaden las restricciones formales. El lenguaje conciso y empobrecedor de la televisión se les impone a organizadores y candidatos. Los segmentos para exponer un tema siempre resultan demasiado breves.
Para aminorar el riesgo de que los ciudadanos le cambien de canal, pero sobre todo en busca de adhesiones, los debatientes acuden a expresiones ingeniosas o a diversas modalidades de ataques mutuos. El margen para las propuestas se vuelve muy estrecho, sobre todo cuando se trata de varios candidatos como ocurrió en el debate presidencial de anoche.
Sin ignorar sus limitaciones, resulta evidente que es mejor tener debates que no tenerlos. Además de contribuir a que los ciudadanos refrendan o definan sus decisiones electorales, el espectáculo político que significan los debates, incluso con todo y las pobrezas retóricas o las incapacidades para polemizar que exhiben los candidatos (desde luego algunos son más limitados que otros) tendría que ser un aliciente para ir a las urnas el día de las elecciones.
En estos debates la discusión de propuestas serias resulta escasa. Promesas hay muchas, igual que durante todas las campañas. Pero iniciativas articuladas, capaces de pasar la prueba del escrutinio especializado para determinar si son necesarias y resultan viables, las hay muy pocas en tales confrontaciones. Los candidatos ofrecen maravillas, intentan diferenciarse unos de otros no a partir de sus diferentes capacidades y experiencias sino, esencialmente, con promesas atractivas. Con ellas los candidatos no quieren persuadir, sino seducir. La exposición de diagnósticos fundamentados, el señalamiento de riesgos y oportunidades y de allí la formulación de propuestas, son un ejercicio escaso porque en debates como el de anoche se busca la contundencia retórica que suscitan las emociones y no el convencimiento a partir de razones. Ésa no es una lamentación sino una constatación.
Los debates refrendan convicciones y animosidades. Especialmente los candidatos de rasgos clientelares, que promueven la adhesión fiel y de ninguna manera la reflexión crítica, fomentan reacciones catárticas más allá de lo que haya sucedido en el debate. Diga lo que diga un candidato sus partidarios, sobre todo cuando se trata de un líder populista, resaltarán mucho más los méritos que los yerros. Incluso, en ocasiones, cuando un candidato es maltratado en exceso por sus contrincantes, se acrecienta el respaldo de quienes ya lo apoyaban. Los trastabilleos, las confusiones e incapacidades de los debatientes son advertidas especialmente por quienes ya tenían una apreciación crítica acerca de ellos pero sus adherentes son proclives a dispensarles esos y otros errores.
Así que cada quien tiene su saldo después del debate. Como en el futbol, aunque los jugadores de nuestro equipo hayan cometido faules y se hayan desempeñado con palmaria torpeza, es posible que la pasión se anteponga a los hechos y seamos proclives a dispensar sus incompetencias y trampas. La diferencia es que en el futbol, más allá de la decepción que nos puede ocasionar un resultado deportivo, no pasa nada si gana uno u otro equipo. En elecciones presidenciales, en cambio, se juegan muchas cosas. Demasiadas.
En el futbol, cuando termina el partido los resultados son claros. Aunque no nos guste, gana el equipo que haya metido más goles. En los debates, en cambio, no todo el mundo admite los goles discursivos que pueda haber recibido el candidato de su preferencia. Además, es frecuente que la impresión inicial que tienen las personas después de mirar el debate se modifique cuando se expone a las versiones y opiniones en los medios. Por lo general el juicio de la sociedad se consolida dos días más tarde, cuando han circulado variadas apreciaciones acerca del debate. Por eso, igual que los malos perdedores en el futbol, cada uno de los debatientes asegura que él ganó en ese intercambio con sus rivales. Si no han podido aventajar en la discusión, al menos tratan de hacerlo en la exhibición autocomplaciente que hacen durante sus recorridos por los medios de comunicación.
Hasta hace pocos días había alrededor de 20% de ciudadanos que no habían resuelto por quién votar. La encuesta más reciente de Consulta Mitofsky consideraba que ese sector era del 25% y la encuesta de Beltrán, Juárez y Asociados indicaba que era del 17%. Allí se encuentra el segmento de electores entre quienes el debate puede haber influido más. Faltan, no hay que olvidarlo, otros dos debates entre candidatos presidenciales.
ALACENA:
Laicismo, paso atrás
En medio de la tensión y confusión políticas que propician las campañas, el grupo parlamentario del PRI en la Cámara de Diputados ha querido sorprender con una iniciativa que modificaría muy gravemente la separación entre las iglesias y los asuntos públicos.
El día de hoy, al comenzar la Semana Internacional de la Cultura Laica en el Instituto de Investigacion Jurídicas de la UNAM, la Cátedra Extraordinaria “Benito Juárez dará a conocer un extrañamiento ante esa iniciativa que presentaron los diputados priistas Carlos Iriarte y Hugo Cabrera, y que pretende reformar la Ley de Asociaciones Religiosas.
En esa declaración se advierte: “Nos parecen especialmente preocupantes las disposiciones que apuntan a una desregulación en materia de seguimiento de las asociaciones religiosas; en particular, la eliminación del visto bueno de la autoridad estatal para la adquisición de inmuebles, o la posibilidad de recibir contribuciones económicas no reguladas. De la misma manera, consideramos que la eliminación de la prohibición, para las asociaciones religiosas, de poseer o administrar medios electrónicos de comunicación abre la puerta a una inequitativa ocupación de los espacios mediáticos y a la intervención descontrolada de algunas asociaciones religiosas en el espacio público”.
El Comité Académico de la Cátedra Benito Juárez está integrado por Roberto Blancarte, Rodolfo Echeverría, Pedro Salazar Ugarte, Diego Valadés y Rodolfo Vázquez.