Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
24/08/2020
Medir con dos varas diferentes, una para los adversarios y otra para los partidarios, es propio de regímenes atrabiliarios. La única manera para impedir que la discrecionalidad suplante a la justicia es contar con procedimientos y reglas que se cumplan en todos los casos. La separación entre los que indagan, los que juzgan y los que gobiernan, es requisito para que la justicia no sea avasallada por la política y los intereses facciosos.
Emilio Lozoya es delincuente confeso, a juzgar por la declaración que se hizo pública y cuyo contenido ni él ni sus abogados han negado. Allí admite haber recibido docenas de millones de dólares de manera ilegal. Él dice que gran parte de ese dinero la gastó en sobornos a variados personajes y eso es lo que ahora se tiene que probar. En principio resulta absurdo que a los legisladores de Acción Nacional e incluso del PRI, que impulsaron la reforma energética, les pagaran por votar a favor de iniciativas con las que estaban de acuerdo. Si eso fuera cierto estaríamos ante los sobornos más absurdos e innecesarios de la historia política. Pero allí faltan pruebas. La exhibición de dos empleados del Senado contando enormes cantidades de dinero indica un desmedido latrocinio, o por lo menos, un manejo deshonesto de recursos. No debiera ser difícil seguir la pista de ese dinero.
Lo que no está en duda, porque él lo ha afirmado, es que el entonces director de la empresa más importante de México, puntal del Estado mexicano, recibió durante el sexenio pasado centenares de millones de pesos de manera ilegítima. Si no estaba enterado, a Enrique Peña Nieto le fallaron todos los controles que tenía que haber proporcionado la inteligencia financiera, y la inteligencia a secas, sobre todo porque las versiones de los latrocinios de Lozoya se conocían desde que él gobernaba. Y le falló Lozoya mismo, en el mejor de los casos. En el peor —pero faltan pruebas— estaríamos ante la complicidad presidencial con esa maniobra de corrupción.
Faltan pruebas. Esa es la tarea de la Fiscalía General de la República que ahora tiene que explicar por qué fue filtrada a los medios la declaración de un sujeto que todavía está en proceso de investigación. Las 63 páginas de la declaración de Lozoya están repletas de acusaciones que hasta ahora, según la perspectiva de cada quien, son verosímiles, fantásticas, o que confirman suposiciones que ya circulaban. Algunos hechos allí relatados fueron anticipados en investigaciones periodísticas.
Faltan pruebas, pero el presidente Andrés Manuel López Obrador da por ciertas todas las acusaciones de Lozoya. En Palacio Naconal se oficializa el video de los dos antiguos empleados del Senado que tampoco se sabe de dónde salió y se legitiman, también, las declaraciones del ex director de Pemex. La Fiscalía y los jueces quedan reemplazados por el veredicto del presidente de la República que, de esa manera, alimenta al antojadizo tribunal de la opinión pública. No importa que falten pruebas. Al presidente y los suyos no les interesa la justicia y esa colección de principios llamados debido proceso y presunción de inocencia les parecen perfectamente despreciables.
López Obrador sentencia a partir de un video incierto y de la declaración de un delincuente. Ah, pero cuando se trata del otro video recientemente célebre, que muestra la entrega de bolsas de dinero en efectivo en acciones indudablemente ilegales, el presidente intenta justificarlo y restarle importancia.
El presidente mide con una vara raterías cometidas en el gobierno anterior y, con otra, las que perpetran allegados suyos. Eso se llama doble moral. Precisamente, para que la indagación y la sanción de las conductas públicas no estén sujetas a la subjetividad de los gobernantes o de los jueces, es que existen normas y procedimientos legales. La moral jamás reemplaza a la justicia. La condena moral expresa apreciaciones sesgadas por las creencias de una persona. Pero en este caso, además, nos encontramos ante la contradictoria —en realidad convenenciera— moral del presidente López Obrador.
El video que muestra al hermano incómodo recibiendo bolsas con dinero fue grabado por David León Romero, el funcionario que le entrega esas cantidades y que hace cinco años, cuando se dice que ocurrió aquel intercambio, trabajaba para el gobierno de Chiapas. Así lo ha reconocido el propio León Romero. El presidente ha intentado restarle importancia a esa exhibición de la ilegalidad que cometió su hermano, actuando a nombre suyo, con tres débiles argumentos. Dice que no hay comparación entre el dinero que recibió el hermano, que “puede significar dos millones de pesos”, y los 200 millones de dólares que, se afirma, Lozoya dilapidó cuando Pemex compró una planta en malas condiciones. En segundo lugar dice que el dinero que David León le entrega a Pío López Obrador “son aportaciones para fortalecer el movimiento en momentos en que la gente era la que apoyaba”. Y además alega que se trataba de recursos con los que “nos ha financiado el pueblo como ha sucedido cuando se han llevado a cabo revoluciones”.
Según el código AMLO las ilegalidades son permisibles cuando el dinero que se paga es poquito (por cierto, varios millones de pesos no son una cantidad despreciable), cuando se trata de recursos que aporta la gente (lo cual es algo que se tiene que demostrar y de todas maneras sería ilegal) y, sobre todo, cuando se trata de respaldar una causa superior.
La tesis del mal menor que se puede disculpar cuando se comete en aras de un bien mayor ha sido coartada de autoritarismos de toda laya. La idea de que los militantes de izquierdas pueden incurrir en cualquier abuso siempre y cuando sea en beneficio de la causa revolucionaria, ha conducido a los más desaforados fanatismos en la historia de los movimientos políticos. López Obrador no es de izquierda pero a menudo aprovecha la retórica de esa corriente ideológica. Ahora, cuando compara su lucha electoral con una transformación revolucionaria, incurre en un disparate que da cuenta de su abuso del lenguaje pero, también, de la pobreza de argumentos que tiene para defender a su hermano.
Morena fue constituida en enero de 2014 y en julio de ese año el Instituto Federal Electoral lo reconoció como partido registrado. Así que en 2015, cuando ocurrieron las entregas de dinero que muestran los videos de David León, Morena ya era sujeto de las obligaciones que la ley señala para los partidos. Las aportaciones privadas tienen límites, deben quedar documentadas y el partido tiene que informar de ellas a la autoridad electoral.
Hasta donde se ha podido saber, nada de eso hicieron Morena ni Pío López con aquel dinero. Por otra parte León tendría que explicar de dónde salió ese dinero, cuando él era representante del entonces gobernador de Chiapas, Manuel Velasco. Ha dicho que para apoyar a Morena se encargaba de “recolectar recursos entre conocidos”. Está claro que era dinero para ese partido, que no se trata de ingresos legales porque se entregan en efectivo y a escondidas y que el presidente López Obrador avala esas maniobras.
A pesar de la exhibición de esa trama ilegal, el presidente insiste en que él y los suyos “no somos iguales” a los tramposos de los gobiernos anteriores. Eso es precisamente lo que hoy se encuentra a consideración de los mexicanos y, desde luego, de las autoridades judiciales.
Quizá son peores. El empeño para justificar la entrega de dinero ilegal para Morena muestra una doble moral. No se puede tener autoridad moral delante de la sociedad cuando, de manera tan ostensible, se condenan sin evidencias las tropelías de otros y se intenta disculpar las que cometieron los más cercanos. Las acusaciones de sobornos y negocios tramposos en gobiernos anteriores tienen que ser indagadas con rigor, a partir de hechos y no sólo con versiones parciales y esos delitos tendrían que ser castigados. Hasta ahora es un hecho que el ex director de Petróleos Mexicanos era un maleante. Ahora es un maleante amparado por un acuerdo con la Fiscalía General que, por otra parte, ha permitido la filtración de sus declaraciones.
Los favores políticos que el hermano del ahora presidente prometía a nombre de Morena a cambio de bolsas de papel llenas de billetes no son ningún acto revolucionario. Se trata de un delito que también tendría que ser sancionado. Lo más escandaloso hasta ahora, en ese carrusel de incriminaciones y videos, es el afán del presidente para minimizar esa falta.
Una de las expresiones de la doble moral que ha sido parte de la vieja política mexicana, en la que López Obrador abrevó y con la que se identifica, es esa frase atribuida a Juárez sobre los amigos a los que se otorga justicia y gracia y los enemigos a quienes se deja a merced de la justicia a secas. La llamada cuarta transformación no se distingue de ese ejercicio del poder arbitrario y convenenciero. No es cierto que sean diferentes a quienes antes abusaron del poder político. Esa moral de paja y viga es apreciada hoy por la sociedad. Más allá de la danza de los billetes, la muerte de más de 60 mil mexicanos en una epidemia que el gobierno no ha querido enfrentar con responsabilidad constituye la más grande inmoralidad que hayamos padecido en mucho tiempo.