Fuente: La Jornada
Adolfo Sánchez Rebolledo
Leo y no creo lo que leo. Según el preciso relato de La Jornada, la presidenta de la Comisión de Educación del Senado, María Teresa Ortuño, salió a contradecir al director del Instituto Politécnico Nacional (IPN), Enrique Villa Rivera, luego de que éste, en forma respetuosa y en nombre de varias decenas de centros de enseñanza, pidiera al Senado evitar la caída de los recursos destinados a la educación superior, solicitud plausible en el ámbito parlamentario, justo cuando está en curso el debate presupuestario. Decidir los montos y el destino de los dineros públicos es la materia de esos encuentros, de tal forma que siempre es previsible un cierto regateo al que nadie califica como una práctica ilegítima, salvo la senadora Ortuño, quien se permitió hacer un comentario vulgar, impropio, iniciado como alarde de franqueza pero concluido como un gesto despectivo, a todas luces inmerecido, hacia los representantes de las instituciones educativas.
Según refiere la magnífica crónica de La Jornada, haciendo a un lado las cuartillas que llevaba escritas, la legisladora sermoneó: es hora de que «todos nos apretemos el cinturón y, por favor, no me vengan con esa demagogia de que nadie pueda apretárselo (sic), porque aunque la educación, el desarrollo social y la salud son temas prioritarios (sic), perdónenme, donde quiera hay grasita y se puede cortar grasita sin llegar al músculo ni al hueso». Y la frase indigna: «donde lloran está el muerto». Antes, ya en plena euforia calderonista, y en defensa de la política educativa presidencial, la señora Ortuño, conspicua representante de la empleomanía blanquiazul, recordó cómo siendo rector de la UNAM, el propio Manuel Gómez Morín cuando «el gobierno le recortó el presupuesto pa fregárselo (sic)» renunció a su sueldo y buscó «a los mejores maestros y les pidió que hicieran ese sacrificio» (La Jornada, 11 de noviembre 2009).
Tal lección ejemplarizante, inútil para la universidad de masas de hoy y las necesidades de una juventud coartada en sus perspectivas de estudio o empleo, no tendría mayor significación, fuera de la mediocridad que en ella se expresa, a no ser por el beneplácito con que la recibió el secretario de Educación la señora Ortuño, dijo, «prestigia a la política», presente en su advocación de traductor al lenguaje amable de las obsequiosas alabanzas que al Presidente lanzan las pequeñas figuras que forman el coro (triste) de la educación según el gobierno.
Nada que no hayamos visto. Por desgracia, la derecha cree que la educación nacional se mide con los mismos criterios de «calidad» que la producción de otras mercancías. Todo se reduce a números y controles de productividad, a reajustes laborales en los que no cuenta, o muy poco, la discusión sobre los contenidos de la enseñanza que el país necesita, más en tiempos de crisis. Si hay visos de reforma, por llamarla de alguna manera, ésta avanza por el lado oscuro, asegurando complicidades, sin deshacer los mecanismos de freno identificados con el corporativismo y los usos políticos de la alianza entre el poder político y la camarilla sindical. Los cambios, cuando los hay, se hacen a hurtadillas y hacia atrás, tirando la piedra pero escondiendo la mano, como es notorio en el recorte a la historia y las humanidades en el nivel primario, aunque la cuestión es tan grave porque descubre la visión educativa que el Estado pretende imponer como estrella polar desde posiciones de fuerza.
Pero en este punto, la diferencia entre la derecha ilustrada de Gómez Morín y los modos insolentes de Ortuño y sus valedores no radican tampoco en la forma de bajar la «grasita» acumulada, sino en el hecho crucial de que la universidad pública, otrora estratégica, ha dejado de ser un problema conceptual importante del gobierno panista para reducirse sólo a una cuestión de costo beneficio elemental del que podrían quedar fuera las ciencias básicas, la investigación de avanzada o el humanismo. Pero la sociedad mexicana en su inmensa mayoría no puede dejarse ganar esa batalla.
Para su propia reproducción, las elites políticas o empresariales cuentan con el poderoso sistema privado de enseñanza, configurado como parte sustantiva de ese proceso general de privatización que subordina la vida pública a los intereses particulares. Para el resto, en vez de las antiguas sobrevivientes universidades públicas, ahí están ya cientos de lucrativas franquicias que, a modo de negocio en auge, vienen internacionalizando la expedición (o venta) de créditos educativos sin valor para México. Ese es el negocio que huele a podrido. A ese muerto también le llora el gobierno.
PD. El Sindicato Mexicano de Electricistas quiere resolver el conflicto en las instituciones, sin enfrentarse al Estado. Pero el Estado y las instituciones que se dicen democráticos no creen en esas salidas. Envalentonados y sordos, los Lozano y los Ortuño muestran los dientes y hablan del estado de derecho. Pero no hablan por sí mismos. Terrible destino el suyo.