José Woldenberg
Reforma
07/05/2015
Soy de los que han insistido en dejar de dar vueltas a la noria de la legislación electoral, porque los problemas fundamentales de nuestra incipiente democracia se encuentran en otras dimensiones más complejas y desatendidas. Pero de cara a la campaña en curso (me) parece claro que dos piezas del engranaje merecen ajustes si no deseamos que el expediente comicial se desgaste aún más.
1. La spotización. Como se recordará, la reforma de 2007 estableció -con razón- que los partidos y sus candidatos deberían hacer campaña en la radio y la televisión utilizando los tiempos del Estado. Fue una medida que pretendía frenar la transferencia de recursos públicos hacia entidades privadas, ya que se contaba con el tiempo oficial suficiente para que las fuerzas en contienda pudiesen, de manera equitativa, entrar en contacto con los electores potenciales. Ello permitió reducir de manera considerable el financiamiento público para gastos de campaña de los partidos.
No obstante, el formato que se ha utilizado desde las elecciones de 2009, dividiendo el tiempo de pantalla o radio en mensajes de 30 segundos, ha producido una catarata de spots que en nada se distinguen de las campañas publicitarias de productos comerciales. Ese alud de anuncios repetidos hasta el cansancio no sólo abruma a los espectadores, sino que tiende a vaciar de contenido los mensajes. Mimetizados a las rutinas del marketing publicitario, se acuñan supuestas frases ingeniosas, sonrisas petrificadas, descalificaciones groseras, musiquitas pegajosas, generando una espesa nube que impide detectar los diagnósticos y las propuestas que se supone construyen el perfil de las diferentes opciones políticas.
Por ello se requiere un ajuste mayor. Disminuir considerablemente la franja de spots para abrir espacio a programas unitarios de cada uno de los partidos (digamos de 5 minutos), capaces de ofrecer análisis más complejos y planteamientos menos primitivos y más elaborados. Y además deberían fomentarse los debates entre candidatos (diputados, senadores, gobernadores, etcétera) ya que ahora la ley solo establece como obligatorios dos entre los candidatos presidenciales.
2. La administración de los litigios en torno a la libertad de expresión y sus límites. No deja de llamar la atención que sobre los eslabones que integran la cadena electoral (padrón, organización, capacitación, resultados preliminares, etcétera) hoy prácticamente no existen diferencias apreciables entre los partidos y el INE. Pero claro, cuando se convierte al Instituto en un tribunal (sin serlo) las tensiones se multiplican y su desgaste se incrementa.
La ley ha venido ampliando la libertad de expresión y haciendo más preciso su límite. Pero el procedimiento, el desahogo de las quejas, sigue generando demasiadas tensiones, incertidumbre y malestar. Veamos. En relación a los límites se ha avanzado de manera consistente. El COFIPE original prohibía la «diatriba, calumnia, infamia, injuria, difamación» y la «denigración». En 2007 solo quedaron la calumnia contra las personas y la denigración a los partidos e instituciones. Y con la reforma de 2014 solo la calumnia. Es decir, la ley establece una sola limitación a la libertad de expresión: prohíbe la calumnia. (Y si mal no entiendo, la calumnia se configura cuando a una persona se le señala por haber cometido un delito tipificado en el Código Penal -por ejemplo: asesinato, fraude, violación- sin ser cierto).
El problema, sin embargo, es la forma en que se desahogan esos conflictos. El famoso Procedimiento Especial Sancionador consiste, en estos casos, en que el INE actúa como una especie de ministerio público que integra el expediente y es el Tribunal el encargado de dictar la última palabra sobre el litigio. No obstante, la Comisión de Quejas del Consejo General del INE puede decidir «medidas precautorias» y ordenar «bajar del aire» los presuntos spots calumniosos, mientras el Tribunal decide. Todo ello genera tirantez entre los partidos litigantes y el INE. Dado que el INE no es ni debe ser juez y dado que contamos con un Tribunal y tribunales locales, deberían ser estos los que recibieran desde el inicio y despejaran todas esas querellas (incluyendo las medidas precautorias). Dejar en manos del Tribunal, desde el principio, la resolución de diferendos como los apuntados puede servir para ofrecer un cauce eficiente a los litigantes, sin necesidad de erosionar a la autoridad administrativa.
Dos pequeños ajustes con previsibles impactos afortunados.