José Woldenberg
Reforma
31/08/2017
Vamos a las elecciones más grandes de nuestra historia. Un Presidente, 500 diputados federales, 128 senadores, 8 gobernadores y el jefe de Gobierno de la Ciudad de México, 27 congresos locales integrados por 983 diputados, y alcaldías en 25 estados con 1,796 cargos (alcaldes, síndicos, regidores, concejales y juntas municipales).
Y nos acercamos en medio de un hartazgo extendido con la vida política, un malestar en la democracia que, como lo alertaba el PNUD desde 2004, se está convirtiendo en un malestar con la democracia, una fragmentación partidista (que al parecer se mitigará con coaliciones electorales varias) que se incrementará con la irrupción de los candidatos independientes, y con una legislación electoral cada vez más barroca en la que palpita la extraña ilusión de que todas las variables que concurren en unos comicios pueden ser controladas como si estuviésemos en un laboratorio de química.
El desencanto, sin embargo, puede ser explotado sin ton ni son y corremos el riesgo de no distinguir lo que debemos conservar, defender y reformar de aquello que hay que desterrar. Se escuchan disparos y fuegos artificiales contra toda institución pública, casi por inercia, porque resulta fácil y está bien visto.
Quizá entonces, aunque solo sea por llevar la contraria o para no sumirme en el pozo de la desolación o para alimentar la voluntad con dos gramos de optimismo, vale la pena subrayar dos adquisiciones recientes que han permitido mejorar y hacer más civilizada nuestra vida política y que presidirán los comicios del próximo año. Pasan desapercibidas quizá por obvias, pero no son menores: A) No existe fuerza política, corriente académica, grupo de poder o medio de difusión significativos que no acepte que la única fórmula legítima para arribar a los cargos de gobierno y legislativos es la vía electoral y B) Nadie ganará todo ni perderá todo. Tendremos congresos plurales, ayuntamientos gobernados por distintas expresiones políticas, gobernadores de dulce, chile y manteca y un Senado multicolor.
A) Lejos estamos del predominio de la retórica revolucionaria como fuente de legitimidad. Por ejemplo: Fidel Velázquez declaraba, sin rubor -cito de memoria-, que lo que obtuvieron por las armas no lo iban a ceder por el insípido método electoral; o, ciertas franjas relevantes de la izquierda ensoñaban una revolución que, según ellas, despuntaba en el porvenir. Esto sucedía hace apenas 40 años y menos. No obstante, México y sus fuerzas políticas fundamentales, a querer o no, transitaron de los discursos «revolucionarios», en los cuales quienes se autoproclamaban como tales negaban legitimidad a la existencia de sus adversarios, a fórmulas oratorias y de convivencia en las cuales, por necesidad o por virtud, reconocen que no se encuentran solos en el escenario y que la diversidad de opciones políticas llegó para quedarse.
B) Hasta bien entrados los años ochenta el mundo de la representación seguía siendo monocolor. Una sola fuerza política -con excepciones de poca monta- habitaba ese mundo. Hoy, es un universo en el que convive y compite la diversidad política. No obstante, lo que está en juego -3,416 cargos públicos- suele opacarse porque la Presidencia solo será para uno, y nuestra cultura «presidencialista» suele no ver el bosque sino solamente ese árbol (que sobra decir sigue siendo el más relevante). El pluralismo equilibrado que se reproduce entre nosotros desterró hace un buen rato la noción de partido hegemónico y lo más seguro es que mientras unos ganen la Presidencia otros triunfarán en algunas gubernaturas y unos terceros en otras. Habrá congresos sin mayoría absoluta y otros donde esa mayoría será de distintos colores, para no hablar del mapa de la representación en las alcaldías. Eso debería contemplarse como una buena noticia no solo porque dejamos atrás a los «nacidos para ganar y los condenados a perder», sino porque genera contrapesos institucionales y podría incluso servir como amortiguador de la contienda presidencial.
Sin embargo, lo anterior puede eclipsarse si alguna o algunas fuerzas políticas creen que son las únicas legítimas y/o no somos capaces de apreciar que se encontrará en juego un nuevo reparto del poder político, que por supuesto no se encuentra única y exclusivamente en la Presidencia.