Ricardo Becerra
La Crónica
07/01/2017
¿Alguien duda que el terremoto del 19 de septiembre es el acontecimiento más importante del año que recién terminó? Yo creo que ese sismo va determinar muchas cosas en nuestra Ciudad de México y para muchos años. Por eso –creo–, cualquier propuesta de Ciudad debe partir de reconocer la gravedad del daño que nos dejó y más allá, que algo grave reveló ese temblor: los límites físicos de la capital.
Si algún sentido concreto tendrá el futuro y el programa de la Ciudad, es porque tomará por los cuernos la gran tarea de la reconstrucción, en sus dimensiones fundamentales: humana, social, recuperación de vivienda y muy especialmente, su sistema y manejo del agua.
Nadie podía prever la cercanía del epicentro ni la magnitud ni la dramática amplificación de la onda telúrica, pero ya sabíamos que la sobreexplotación del acuífero y las muchas fugas en las viejas tuberías, gota a gota, estaban debilitando el suelo de la capital todos los días y que literalmente, están hundiendo a la Ciudad.
Y el problema viene de muy lejos: desde que se implantó en México el pensamiento económico único con su “disciplina fiscal” a costa de lo que sea y pase lo que pase (incluso, a costa de cientos de vidas humanas). Y por otro lado, la “austeridad” con apellidos, esa forma de empobrecimiento material que se rehúsa a invertir en lo fundamental: el agua, el líquido vital del que carecen los más pobres.
Así que si algún sentido tiene la reconstrucción de la Ciudad (en su sentido más esencial) es este: una radical modernización de la red de agua y drenaje de la Ciudad de México.
Es un problemón que viene de muy lejos. Los aztecas no son inocentes como se cree: si bien supieron establecer diques para separar el agua dulce de las aguas salobres que produce el suelo de la zona, ellos fueron los primeros en alterar las condiciones de la vida lacustre, expandiendo una isla, ganando terreno al lago, pero claro, a una escala ceñida y manejable.
No obstante los conquistadores, acostumbrados a vivir en tierra firme con ríos al lado, pero no sobre pequeñas embarcaciones (chalupas), tuvieron como segunda obsesión imperial (la primera era sucumbir las pirámides y colocar los templos sobre de ella) desecar los lagos, destruyendo esos diques –segundo gran error ecológico en la Ciudad de México– lo que provocó inundaciones históricas a los largo de los siguientes siglos.
La respuesta ante ese primer error fue la creación de otros sistemas para “sacar” el agua mediante grandes obras de drenaje. Ya desde 1607 los españoles emprendieron una megaobra que costó la vida de miles de indígenas: el famoso Tajo de Nochistongo, abierto inicialmente como un túnel para drenar los lagos del valle –a fuerza de ramalazos de agua– en una gran zanja que en algunas partes mide treinta metros de profundidad y noventa de ancho creando así, un enorme pasaje montañoso artificial, “la mayor obra de ingeniería de las Américas hasta la apertura oceánica del canal de Panamá”, en palabras del historiador Frederick Simpich.
Pero los equilibrios ecológicos no perdonan: al expulsar el agua, se creó un problema mayor: comenzaron los episodios de escasez y abasto de agua inimaginables e insólitos en un territorio que había sido un gran lago.
Y vino una nueva respuesta equivocada: se perforó el suelo para crear pozos y extraer agua del subsuelo lo que provocó a su vez, los sucesivos hundimientos del terreno. Antes del temblor, un famoso artículo del New York Times de enero del año pasado dio cuenta de la extensión y gravedad de este problema que llega a nuestra época: la Ciudad se hunde 22 centímetros por año.
Y algo más: tal desecación propició una irrupción al aire libre, a la intemperie, de las sales que estaban contenidas en el fondo del lago, partículas finísimas compuestas por agentes químicos nocivos, que con los vientos se dispersan y representan un nuevo problema de salud.
Esta historia viene a cuento porque representa muy bien la plataforma más esencial de la sustentabilidad, resiliencia y futuro de la Ciudad: la reconstrucción debe ser ante todo, un proyecto de reconciliación con el agua y sus ciclos, y la estrategia es adoptar un tipo de recuperación y desarrollo por zonas (sin aspirar un plan que de una sola vez lo abarque todo), una intervención estratégica en puntos críticos, teniendo en mente siempre la captura de la lluvia, los escurrimientos y la modernización de los tubos y la red que proveen de agua a millones y cuyos desperfectos –hoy mismo– desperdician casi el 40 por ciento del agua potable de la Ciudad.
Sin esta obra de infraestructura mayor –la más importante en décadas– tanto en los sismos como en la vida cotidiana, el Valle de México será una zona cada vez más sedienta, pero también, más vulnerable.