Jacqueline Peschard
La Crónica
10/06/2020
Si algo hemos aprendido en los últimos meses es que buena parte de los problemas de salud, económicos y sociales que se han acentuado dramáticamente en el contexto de la pandemia, requieren de la intervención activa de la sociedad y, en particular, de la de los jóvenes. Así lo mostró la masiva manifestación del 8 de marzo pasado en demanda de la eliminación de la violencia de género que congregó a tantas jóvenes, y también, aunque de manera más discreta, por ocurrir en plena contingencia, la activación de los jóvenes a favor de frenar el cambio climático en ocasión del día mundial del medioambiente, el pasado 5 de junio.
Sin duda, podemos depositar nuestras esperanzas en que la exigencia social de las poblaciones jóvenes sea un motor potente de los cambios que nos urgen, pero es indispensable contar con un Estado fuerte, capaz de darle forma a dichas demandas y traducirlas en políticas públicas para conducir las acciones que necesitamos.
El Presidente López Obrador es muy celoso de su carácter de jefe de Estado y de gobierno de nuestro país, de hecho, frecuentemente invoca su investidura para demandar respeto a opositores y a críticos a su gobierno. Así lo hizo cuando hace unos días, a raíz de las protestas por el asesinato de Giovanni López Ramírez en manos de policías municipales de Jalisco, cuando el gobernador Alfaro insinuó que había habido injerencia el gobierno federal. Pero la férrea voluntad de poder del Presidente no se corresponde, en la práctica, con una convicción clara sobre la necesidad de contar con un Estado robusto, entendido como unidad jurídica y política, cuyo potencial es indispensable para emprender los cambios que necesitamos.
Me atrevo a decir que AMLO ha dado muestras de un antiestatismo, quizás involuntario, pero no por ello menos preocupante, por las consecuencias de dicha pulsión sobre nuestro andamiaje institucional. Su antiestatismo se aprecia en diversos rubros, pero me referiré a dos de ellos: 1) su desdén por las normas legales que lo han llevado a afirmar que es mejor hacer justicia que cumplir la ley, ignorando que no hay justicia sin ley, porque pretenderlo es asumir que se puede impartir justicia desde visiones unilaterales o carentes de principios generales y aplicables a todos y 2) su menosprecio por el servicio público, tanto por las instituciones que lo conforman, como por los integrantes de la burocracia estatal, lo cual pretende sustentarse en una política de austeridad a ultranza.
Si convenimos que el Estado es el aparato encargado de garantizar la aplicación de las leyes a todos por igual, empezando por los propios gobernantes, hay varios ejemplos que muestran cómo el presidente ignora y hasta atropella las leyes cuando le estorban para lograr alguno de sus objetivos. Lo vimos desde que se instaló su gobierno –como marca de origen- con una legislatura en la que Morena violentó la disposición constitucional (Art. 54.V) de que ningún partido tenga un porcentaje de representación que exceda en 8 puntos a su porcentaje de votación nacional, al transferir en automático a diputados de sus aliados del PES y el PT a la bancada de Morena para que ésta alcanzara mayoría absoluta en el Congreso.
También, hemos visto recurrentemente como el Presidente convoca a “consultas populares” que no sólo golpean la lógica básica de dicho ejercicio participativo como es que haya un padrón establecido y reconocido por todos los involucrados para que no voten quienes no tienen derecho, o no se vote más de una vez. Mientras la primera consulta popular, relativa a continuar o no la obra del nuevo aeropuerto de la CdMx, burló lo dispuesto por el artículo 35, VIII constitucional porque se aplicó cuando AMLO aún no tomaba posesión como presidente constitucional (octubre 2018); porque no existió una lista nominal de electores, ni fue organizada por el INE, sino por un consejo ciudadano convocado por el gobierno federal y porque el resultado fue vinculatorio, aunque sólo votó 1.2% de la población empadronada y no el 40% de los electores como señala la Constitución.
Éste no fue un caso extraordinario, sino que devino la práctica común de lo que el Secretario de Comunicaciones llamó entonces “…un hito en la forma en que el gobierno toma decisiones asociadas a grandes proyectos de infraestructura”, es decir, pisoteando a la Constitución misma. La “consulta popular” convocada por el gobierno federal en Mexicali, B.C. el pasado 23 de marzo, para preguntar si seguía o no la construcción de la planta cervecera, Constellation Brands, otra vez careció de un padrón de votantes y el resultado a favor de frenar la obra fue validado por la SEGOB, aunque sólo votó el 4.58% de la lista nominal del municipio.
El menosprecio por el servicio público se evidenció desde el arranque del gobierno, no sólo porque la bandera del combate a la corrupción se focalizó en el conjunto de los funcionarios gubernamentales, a los que se les redujo el salario y se despojó de prestaciones, sin ningún tipo de consideración o evaluación. Pero, también se ha colocado en la silla de los acusados de corrupción a las instituciones públicas, sobre todo las que están fuera del marco de la APF, sometiéndolas a recortes presupuestales constantes, como el más reciente del 75% en gastos de operación, que las ha colocado al borde de la desaparición.
Puede ser que a buena parte de nuestras leyes les haga bien una revisión y que nuestro servicio público adolezca de serias deficiencias, pero insistir en vilipendiarlo como si no fuera parte de un capital humano esencial para el funcionamiento de nuestras instituciones públicas, manda un mensaje de antiestatismo que nos deja en calidad de huérfanos en momentos aciagos.