Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
13/08/2018
Para Elba Esther Gordillo no era inadecuado financiar sus lujos personales con dinero del sindicato de maestros. Los bolsos costosos, los cuadros valiosísimos, las casas y los departamentos, han sido parte de una manera de ser que no toma en cuenta, o no le importa, el agravio que significa para muchos mexicanos. Dentro de su moral, ese comportamiento ha sido apropiado. La “maestra” ha tenido justificaciones para hacer y exhibir esos gastos. En su catálogo de valores y creencias los desplantes financieros son tan permisibles como el autoritarismo político con el que condujo al sindicato.
Tales excesos ocasionan una amplia indignación. Sin embargo no se ha demostrado que hayan sido ilegales. A la PGR no le bastaron cinco años y medio para documentar una acusación sólida en contra de Elba Esther Gordillo. Así que se puede considerar que era inocente y que su encarcelamiento fue una venganza política del presidente Enrique Peña Nieto, o que estamos ante un patético y patente caso de ineptitud de las autoridades judiciales. En cualquiera de esas dos posibilidades la justicia queda exhibida y debilitada.
Las acusaciones contra la expresidenta del SNTE fueron desde el comienzo endebles porque carecieron de respaldo en el propio sindicato. Fue culpada por lavado de dinero debido a la triangulación que había para que varios empleados suyos recibieran los recursos que luego serían destinados a sus gastos personales pero esa maniobra no era, de por sí, ilegal. Tampoco se pudo demostrar la acusación de delincuencia organizada que siempre pareció desmedida porque los abusos demostrables de Gordillo han sido de carácter político pero no criminal. La defraudación fiscal fue el primero de los delitos desestimados por los tribunales: o no existía o no fue probado de forma consistente por la PGR.
Elba Esther Gordillo llegó a la cúpula del sindicato magisterial no gracias a su labor gremial sino por decisión del presidente Carlos Salinas. Ejerció allí un poder inmoderado, a menudo alevoso y unipersonal, como resultado de la aquiescencia, forzada o resignada, de la mayoría de los trabajadores de la educación. Se convirtió en un factor singular de influencia política más allá de los principios y al servicio de sus propias conveniencias debido al respaldo que le otorgaron, siempre confiando en que se beneficiarían de ella, los presidentes priistas y panistas con los que le tocó alternar.
Gordillo utilizó la representación de los profesores para prometer y/o propiciar adhesiones políticas a favor y luego en contra del PRI. En la cima de esa descomunal personalización del liderazgo sindical se hizo “presidenta” del SNTE violentando la legislación que prohibe las reelecciones en los sindicatos del Estado. Creó su propio partido, Nueva Alianza, que no fue expresión de los maestros sino de otros intereses políticos. Contribuyó al descrédito de la reforma educativa ya en este gobierno, pero no por consideraciones pedagógicas sino para mantener y regatear cuotas y cotos políticos.
A esa concentración de poder en el SNTE, que sólo fue posible gracias a una hábil combinación de recompensas y represalias, Elba Esther Gordillo añadió un inescrupuloso manejo de recursos sindicales. El alarde con atuendos y accesorios dispendiosos era parte de una vida de lujos y excesos con dinero que ella no se había ganado. Las casas en California, los variados inmuebles que posee en México, los aviones privados, las cuentas en almacenes del extranjero, las joyas extravagantes, los tratamientos quirúrgicos, los tapetes suntuosos, las camionetas Hummer, fueron expresión de jactancia e insensibilidad políticas.
El dinero para sostener esas desmesuras provenía de las cuotas sindicales y de los subsidios que recibe el SNTE. Se podría considerar que cuando los órganos de gobierno de esa agrupación autorizaban los recursos financieros que le entregaban a Gordillo, tomaban una decisión soberana porque se trata de bienes de los trabajadores representados por el propio sindicato. Eso podría ocurrir con las cuotas que cada miembro del SNTE, por convicción o por obligación, acepta que le descuenten. Pero además, cada año el gobierno federal y los gobiernos estatales le entregan al sindicato centenares de millones de pesos de los cuales no hay información ni escrutinio público suficientes.
A Elba Esther Gordillo, el gobierno del presidente Peña Nieto la acusó por realizar operaciones ilegales que ascendieron a mil 978 millones de pesos. A la postre el sistema judicial consideró que la transferencia de esos recursos no fue ilegal. Pero sí fue real. Es decir, la hoy expresidenta del SNTE recibió, y gastó, cerca de 2 mil millones de pesos.
El hecho de que el sindicato no se inconformara por el destino que Gordillo le dio a ese dinero permitió que, a su ejercicio, no se le considerase ilegal. No hay transgresión al orden jurídico. Pero sí la hay al decoro político y a la ética pública. No es legítimo que un representante, sindical o de cualquier índole, dilapide recursos de esa manera. Mucho menos lo es frente a las dificultades salariales que siguen padeciendo millares de maestros y ante la pobreza de numerosas escuelas públicas.
En estos días el ya presidente electo ha reiterado su decisión para elaborar una “Constitución Moral”. Se trataría de un despropósito porque resulta imposible, y su solo intento es aberrante, darle rango jurídico a las apreciaciones de algunos acerca del comportamiento de todas las personas. La percepción acerca de qué es moral (y qué no lo es) varía de acuerdo con las circunstancias y los individuos. La idea de moral que han tenido El Chapo Guzmán o Luisito Rey es distinta (o eso se espera, al menos) a la que tienen un profesor de filosofía o los miembros de una agrupación filantrópica. La moral de quienes defienden los derechos de las mujeres es antitética con la del grupo Pro-Vida, entre muchos otros ejemplos posibles.
Por eso es inaceptable el establecimiento de principios morales desde el poder político. Una cartilla moral la puede dictar una iglesia, o un grupo que pretenda hacer públicos sus principios en ese terreno. Pero no un gobierno, menos aún si se considera republicano y si está obligado a respetar la laicidad del Estado.
El Estado, y las instituciones que lo integran, no tienen derecho a establecer principios morales. A lo que tienen que ceñirse es al orden jurídico. Las leyes tipifican y sancionan conductas delictivas, que son definidas de manera objetiva. El asesinato o el secuestro son crímenes, independientemente de las consideraciones morales, o la ausencia de ellas, que hayan orientado a quienes los han cometido. Y no es con admoniciones, sino con la aplicación de la ley, como se castigan y evitan esos delitos.
La moral puede ser tan equívoca y diversa que alguna vez el cacique potosino Gonzalo N. Santos, con intencional cinismo, la calificó como “el árbol que da moras”. La constitución moral que anuncia el presidente electo podría ser, en el menos desfavorable de los escenarios, un superfluo inventario de lugares comunes. Pero si tuviera precisiones acerca de la conducta que sus autores considerasen que deben guardar las personas en circunstancias específicas, constituiría un atentado a los derechos individuales.
Lo que hace falta es una aplicación de la justicia que sea rigurosa, impecable y sin excepciones. A Elba Esther Gordillo la privaron de su libertad durante más de cinco años con imputaciones que no se pudieron comprobar, entre otros motivos porque sus acusadores nunca objetaron el hecho de que los recursos que ella gastaba, todos o parte de ellos, eran de carácter público. De acuerdo con la ley, no fue culpable de los cargos que le fincaron. El encarcelamiento de Elba Esther Gordillo fue indebido y constituyó un abuso del gobierno. Hay que reconocer, aunque resulte impopular, que se ha hecho justicia al dejarla en libertad.
Si a la conducta pública de Gordillo se la evalúa con criterios morales, indudablemente se puede considerar que ha transgredido pautas de comportamiento socialmente extendidas. Pero para eso no hay ni puede haber una sanción jurídica. La idea de moral para la “maestra” Gordillo es tan elástica que resulta similar a la del árbol de Gonzalo N. Santos. Podemos —y debemos— discrepar con esa utilitaria apreciación de la moral personal y pública. Pero para señalar indecencias como esas no hace falta una “constitución moral”.