Rolando Cordera Campos
El Financiero
21/01/2021
Si tomamos en serio las acusaciones del líder republicano en el Senado de los Estados Unidos, Mitch McConnell, estamos todavía por ver cosas serias en la política de ese país. Ninguna de las que podamos avistar será inocua para México y los planes de transformación que ha ofrecido sin descanso su presidente Andrés Manuel López Obrador.
Qué tan grave va a ser para el sistema político estadounidense el ajuste de cuentas al que se acercan las cúpulas de ambos partidos gobernantes, no lo sabemos, pero podemos intuirlo. Tan solo el cambio de personal directivo que ha anunciado el presidente Biden señala un intento de los demócratas por volver a la política profesional y dar cauce a las promesas de reforma social que tanto reclaman las huestes progresistas que confluyeron en las falanges que llevaron al demócrata al triunfo. Asimismo, debemos esperar una revaluación de la conexión asiática que, teniendo a China como epicentro, desborda las coordenadas conocidas del enorme continente que no solo ha despertado, sino que busca instalarse en los núcleos centrales de la economía mundial que emergerá, tarde que temprano, de la pandemia y de la propia y ya conocida crisis de la globalización neoliberal de fin de siglo y que el shock de 2020 precipitó hasta profundidades que todavía no se alcanzan a calibrar.
En todos estos deslizamientos estamos o estaremos involucrados porque nuestra afición, un tanto juvenil, por el libre comercio nos ha llevado a varias asociaciones con naciones que conforman la atribulada, pero sin duda potente, Unión Europea. Por historia y obsesión, muchos grupos de poder de Estados Unidos no quieren oír hablar del fin del siglo americano, pero es claro para muchos otros, tan poderosos como los primeros, que es imprescindible un ajuste mayor a la arquitectura de la economía política mundial, y no por razones estéticas sino por instinto de supervivencia del sistema.
Una reversión como la propiciada por la Gran Depresión de los años treinta y por la Segunda Guerra sería catastrófica y nadie encontraría refugio, incluida la todavía poderosa armadura de una nación continente que por lustros se dio el lujo de practicar un aislacionismo egoísta e incongruente, dado el tamaño de esa economía y las capacidades de que disfrutaba para jugar a las guerras.
En la segunda posguerra todo eso, o casi, se acabó y el surgimiento de otra ‘economía mundo’ articulada por la URSS no pudo impedirlo, aunque sí obstaculizarlo por un tiempo. El hecho es que, a fines del siglo XX, el mundo parecía retomar una mundialización sin frenos. Un mercado mundial listo para unificarse de norte a sur y de oriente a occidente y con la posibilidad, que parecía a la mano, de construir una sociedad política también mundial y modulada por la emergencia planetaria de la democracia representativa y su respeto por los derechos humanos fundamentales.
La historia es traviesa y, desde luego, cruel. Aquellos diseños e ilusiones toparon en 2008-2009 con una disrupción mayor que nunca se corrigió, a pesar del impetuoso despliegue de China, ya no como enorme taller maquilador, sino como aspirante genuino a la categoría de potencia media que quiere ser medianamente próspera y, al borde del nuevo siglo, potencia mundial, en palabras de los dirigentes del Partido Comunista de esa nación.
Europa se ha (mal)acostumbrado a la conexión protectora del Pacto Atlántico, pero no deja de proyectarse como gran realidad multinacional con un mercado interno enorme y unas capacidades portentosas de innovación tecnológica, aunque discretas. Japón, por su parte, puede darse el lujo de ‘esperar y ver’, en especial los nuevos desarrollos que traerá para China su propio crecimiento y desarrollo, además de despliegue del libre comercio ‘al estilo asiático’.
Y en medio, digamos, estamos nosotros cuidando nuestra veladora llamada TMEC que, en sus términos, es una formación insuficiente para inscribirse en esas evoluciones y gestar nuevos tipos de asociación con Asia y, sobre todo, con la propia economía política del norte de América a la que dan cuerpo Estados Unidos y Canadá. La reflexión integracionista, que debería ser obligada en estos días, ha sido puesta en ‘modo pausa’ y los más recientes acontecimientos jurídico-políticos desatados por el caso Cienfuegos más bien apuntan a una regresión, por lo pronto retórica, que sin embargo podría ser de política y estrategia si el mal entendimiento del gobierno con el nuevo mando estadounidense escala.
Para que tengamos que vivir escenarios así, de un resucitado, mal hecho y peor entendido nacionalismo, tenemos pólvora; se dice que los consentidos del presidente alojados en las Fuerzas Armadas suelen congratularse de esos signos, aunque sean los primeros en llamar a la prudencia cuando el personal político se olvida de la desproporción geopolítica e incurre en despropósitos. No obstante, mucho apunta a que el Presidente tiene algún resentimiento añejo con los demócratas, traído a ‘valor presente’ por las agencias de inteligencia y combate al crimen organizado y su grotesca persecución del antiguo titular de la Defensa.
El Presidente pudo haberse sentido a gusto con Trump y sus embestidas, pero eso ya pasó para fortuna de los estadounidenses y de casi todo el resto del mundo. Ahora tendría que acostumbrarse a lidiar con las complejidades de una globalidad abollada por tanta crisis y enfrentada al airado reclamo de millones de humanos que han descubierto en la desigualdad una afrenta y un signo ominoso que, como el virus, es capaz de dañar los principales órganos del sistema político económico y llevar a su colapso si no se aplican pronto correctivos mayores en el orden democrático y fiscal y del Estado.
De lo que se trata es de ampliar y profundizar la democracia y el Estado, un poco a la manera del New Deal con sus poderes compensatorios y gobiernos comprometidos con la justicia social y la construcción institucional más audaz de que tengamos memoria, con su cauda de los regímenes de bienestar y cooperación internacional para la paz y el desarrollo. Es decir, de reformar a fondo el sistema sin echar al niño con el agua sucia.
Estos términos se ‘gastaron’, diría un peninsular, con la Guerra Fría y fueron avasallados por Thatcher y Reagan y sus ricos revolucionarios, pero no murieron, como lo muestran Biden y sus cohortes en el partido y el Congreso. Más nos vale empezar a prepararnos a los cambios que están en curso antes de que la inercia, o la ausencia, nos vuelvan a imponer el ‘modo adopción’ que tanto dañó nuestras potencialidades de adaptación tanto económicas como políticas. Como suele pasar: riesgo y oportunidad… Otra vez.