Ricardo Becerra
La Crónica
06/06/2023
Recordemos: una de las decisiones de mayores consecuencias que tomó el presidente López Obrador al inicio de su mandato, fue desaparecer el Seguro Popular: “no es ni seguro y tampoco popular” resumía y repetía a cada rato antes de dar pie a la creación del hoy sepultado INSABI. En una entrevista, confesaba que su decisión había sido fruto de su cercanía a la gente, de sus recorridos por el país, por todos sus municipios, donde había recogido el malestar con ese sistema de seguridad médica, descentralizado: “los mexicanos se quejan mucho”, dijo, y es probable que sí, lo haya escuchado muchas veces.
Ese “roce con el pueblo”, sin embargo, consolidó una idea en su cabeza y -aderezada con prejuicios propios- precipitó la destrucción de un instrumento sanitario que sin embargo, era muy útil. Luego vino la realidad, la pandemia y el CONEVAL, quien verificó: entre 2018 y 2020, el porcentaje de la población en situación de pobreza aumentó de 41.9 a 43.9 por ciento, o sea, de 51.9 a 55.7 millones de personas. Las carencias de servicios de salud explican gran parte de ese retroceso pues disminuyó 12 por ciento en su cobertura.
Otras decisiones de calado han sido tomadas merced a esa supuesta sabiduría (incluida la cancelación del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, mediante una ilegal y grotesca “consulta”), pero lo que me importa señalar es que tales yerros y dislates han encontrado justificación en un argumento muy común de nuestra época y no sólo en México: son genialidades de un maestro que abreva de la sapiencia popular y que nosotros, los tecnócratas o engreídos, no podemos comprender.
Apenas el sábado pasado, Jorge Volpi escribió algo así en Reforma: AMLO «…Tras doce años en campaña, alcanzó a conocer el país mejor que cualquier otro político… se empeñó en visitar cada pueblo y cada estado, dispuesto a escuchar y contemplar a una parte de la población que desde hacía décadas había permanecido muda e invisible. Ese esfuerzo, que ninguno de sus opositores ha tenido la sagacidad de imitar, le valió su abrumador triunfo en 2018… una vez en campaña, su diagnóstico resultó -y, mal que les pese a sus adversarios, aún resulta- impecable”.
Y el escritor no es el único, muchos otros se dedican a escudriñar el genio oculto del presidente en los recorridos que -se supone- hizo durante varios años por el país, lo que le habría traído una sensibilidad, una visión y un paisaje social como nadie más lo tiene.
Me temo que los resultados de sus decisiones y de su gobierno, no resisten esa percepción. En casi todas las áreas de su gobierno, pero sobre todo, en las más decisivas (como la contención de la inseguridad y la violencia, el nulo crecimiento económico, la gestión de la pandemia) su diagnóstico resultó siempre rematadamente equivocado.
Como si estuviese jugando un ajedrez en cuatro dimensiones, sus ideólogos nos han invitado a creer, con ellos, que si llegó a ser presidente, es por ser un genio y no como fruto de circunstancias más allá de sus propias capacidades como político o gobernante.
Es muy posible que López Obrador haya forjado algunos eslogans brillantes (“por el bien de todos, primero los pobres”) por ejemplo, o que haya tenido intuiciones atinadas, pero eso no significa que tenga un suministro interminable de ellas. El mismo, ha demostrado que no.
Como documenta Brian Klass, el éxito electoral en los ánimos populistas, generan una onda mental que difunde la creencia de que las ideas del líder tienen cualidades casi mágicas y eso paraliza el análisis, la crítica, el pensamiento en el entorno del presidente, lo que “refuerza el narcisismo en tipos con cerebros demasiado confiados”.
Es entonces que sus decisiones buscan una explicación “racional” ex -post: gobernantes incapacitados para las decisiones de Estado pero arropados por el manto de un genio político que sólo él (y el pueblo) pueden descifrar, lo que consuma el ciclo de la locura.