Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
31/05/2018
El corporativismo –producto del pacto político del gobierno de Lázaro Cárdenas con las organizaciones sindicales, concretado formalmente con la transformación del Partido Nacional Revolucionario en Partido de la Revolución Mexicana–, fue una de las columnas estructurales del régimen de la época clásica del PRI. El pacto original entre el movimiento obrero y el general radical suponía que el Estado asumía la protección de los trabajadores frente al capital, de manera que estos tuvieran una mayor fortaleza para negociar sus condiciones salariales y laborales. Es razonable suponer que sus artífices: el propio general Cárdenas y el dirigente sindical de formación intelectual, Vicente Lombardo Toledano, concibieron aquel acuerdo con el objetivo de beneficiar a los obreros frente a unos empresarios abusivos. Sin embargo, en su devenir, el acuerdo resultó más bien lo opuesto: un mecanismo de control de las demandas de los trabajadores al servicio de los empresarios desarrollistas a partir del pacto de 1946, con el que se dejó atrás la retórica socialista del PRM para dar paso al pragmático Partido Revolucionario Institucional.
El pacto que dio origen al PRI fue un acuerdo rentista de venta de protección al empresariado: el crecimiento económico basado en el desarrollo del mercado interno y en el gasto público en infraestructura. Las importaciones de bienes de consumo se fueron cerrando por etapas, en la medida en la que las empresas asentadas en el país y de capital mayoritariamente mexicano fueron produciendo sustitutos aquí. Entre 1946 y 1970, el mercado protegido se expandió, se fue diversificando y generó un crecimiento económico sostenido de un 6 por ciento anual promedio del PIB. La expansión de las capas medias, como resultado del crecimiento del empleo público, del empleo en los servicios y, en un pequeño grado, del aumento del nivel adquisitivo de algunos sectores industriales, como los petroleros y los electricistas, permitió el desarrollo del mercado interno. Las ventajas del modelo han sido históricamente consideradas y ahora se ha vuelto a leer de ellas gracias al gran predicamento que le concede el candidato López Obrador.
Sin embargo, hay una parte menos conocida del modelo: la manera en la que el régimen utilizó al corporativismo para beneficiar a los empresarios protegidos a costa del salario de los trabajadores. El marco institucional formal e informal que estructuró las relaciones obrero–patronales durante el régimen del PRI –y que sigue prácticamente intacto hasta nuestros días– fue un mecanismo extraordinario para evitar el conflicto y someter las demandas laborales al proyecto nacional de desarrollo. La relación era mediada por el Estado y, en la medida en la que los dirigentes sindicales eran parte de la coalición política, esta se daba de manera tersa: las huelgas eran excepcionales y en general los acuerdos se alcanzaban sin conflicto.
La historia oficial nos cuenta que el régimen benefició a los trabajadores, que mejoraron sus condiciones de vida, que se creó el Instituto Mexicano del Seguro Social. Desde esa perspectiva, el acuerdo habría sido mutuamente provechoso: empresarios prósperos con trabajadores satisfechos y de ahí la larga estabilidad política. Sin embargo, cuando se hacen las cuentas, lo que se haya es un enriquecimiento obsceno de los empresarios protegidos, que desarrollaron una industria terriblemente ineficiente, frente a unos trabajadores con salarios muy bajos que simplemente no pudieron acceder al consumo de los productos que fabricaban, lo que llevó al colapso del modelo durante la década de 1970.
En un trabajo escrito en tiempos de las reformas económicas de Salinas de Gortari, Jeff Bortz describía de manera sumaria el efecto del control corporativo sobre la evolución de los salarios en México:
Entre 1939 y 1946 el nivel del salario real cae a la mitad; entre 1946 y 1970, se produce un ascenso de 112% (…) Entre 1939 y 1946 el salario obrero en el sector industrial cae 50%. Hasta 1952, es apenas 8% mayor que el de seis años atrás. En consecuencia, el salario obrero sufre un descenso real de casi la mitad entre 1939 y 1952, años altamente inflacionarios. A la par, la productividad del trabajo en el mismo sector, el industrial, crece 50% (…) Se puede resumir el ciclo entre 1939 y 1968 viendo sus dos fases y sus resultados. Durante la primera fase se observan altas tasas inflacionarias, caídas sostenidas del salario real y un aumento extraordinario en la productividad del trabajo. En la segunda se registran bajas tasas inflacionarias, ascensos sostenidos del salario real, y un aumento de la productividad ligeramente menor que el incremento salarial. Al terminar el ciclo en 1968, el salario real apenas logra el nivel obtenido en 1939. El salario real para 1970 es sólo un 16% superior al nivel de 1940. (…) ¿Qué pasó durante este ciclo? Se sabe que la productividad avanzó significativamente y que el Producto Nacional Bruto creció cerca de 500% En la interpretación clásica del periodo, Leopoldo Solís ha afirmado que el crecimiento y la industrialización del país se financiaron con las exportaciones agrícolas, primero, y con el endeudamiento externo y el turismo después. Nosotros pensamos que dicha idea no es falsa, sino incompleta. Creemos que un estudio de mayor profundidad podría demostrar que la falta de cohesión e independencia política de la clase obrera permitió una enorme desvalorización de la fuerza de trabajo, con el subsecuente aumento en la tasa de explotación. Lo anterior, aunado a la sobreexplotación de un campesinado cada vez más empobrecido, fue lo que realmente ‘financió’ el crecimiento económico del periodo.
Así, si bien durante los tiempos del llamado desarrollo estabilizador (1954–1970) la situación mejoró relativamente para los trabajadores, el hecho es que el corporativismo ha sido una camisa de fuerzas para los derechos laborales y sus dirigentes no han sido otra cosa que opresores políticos de sus huestes.
Valga este recuento para recordar el papel que ha jugado el sindicalismo corporativo en la historia reciente del país. Sin embargo, ninguno de los tres candidatos presidenciales relevantes está dispuesto a plantear su desmantelamiento. El PAN nació contra el corporativismo y reivindicó siempre la libertad sindical, pero una vez en el gobierno echó mano de sus bondades para controlar al mundo del trabajo; su candidato de hoy no se ve por la labor de desmontar el sistema de monopolios sindicales que le da sustento. Meade y López Obrador alaban a los dirigentes corporativos e intentan granjearse su apoyo. El candidato del PRI lanza loas a Romero Deschamps y ostenta el apoyo de los sindicatos priístas, mientras el de MORENA le tira un lazo a Napito y busca alianzas con líderes del SNTE. En este campo al menos, ninguno de los tres está planteando un cambio de régimen.