Condenamos la liquidación de la compañía de luz.
La intervención de la fuerza pública para ocupar las instalaciones de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro y la abrupta liquidación de esa empresa son medidas erróneas y, a nuestro juicio, absolutamente condenables. El gobierno del presidente Felipe Calderón se equivoca al suponer que los rezagos administrativos y los problemas técnicos en el suministro de energía eléctrica en el centro del país se deben al Sindicato Mexicano de Electricistas.
Las dificultades en la generación y la conducción del fluido eléctrico son resultado de una vieja y enmarañada colección de circunstancias, que pasan por la vigencia de políticas tarifarias que favorecen a las empresas privadas y a los grandes consumidores y que incluyen una constante postergación al proceso de integración de la industria eléctrica en nuestro país. Ahora, con la liquidación de la CLyFC y el amago de desaparición del SME, el gobierno federal pretende una integración industrial compulsiva, desconectado de un proyecto de desarrollo nacional.
El Sindicato Mexicano de Electricistas ha tenido errores e indolencias que son inocultables, pero es imposible dejar de reconocer que, en esta ocasión, el diferendo a su interior ha sido aprovechado y exacerbado por el gobierno federal para crear un clima de opinión favorable a la liquidación de la Compañía de Luz.
Con las medidas de fuerza que el gobierno pone en práctica -y que retrotraen imágenes de la época autoritaria- no se auspicia la democracia sindical y mucho menos se hace más eficiente el servicio de energía eléctrica.
La liquidación de la Compañía de Luz abre la posibilidad de una intervención intempestiva de la CFE o, peor aún, de alguna forma de privatización. Ninguna de esas posibilidades ha sido sometida a la discusión de la sociedad mexicana ni de los especialistas en asuntos de política energética.
La aniquilación del SME sería un golpe histórico para los trabajadores mexicanos. No solo por su tradición pionera en el sindicalismo industrial, sino por su compromiso frecuente en la deliberación de los asuntos nacionales, el Mexicano de Electricistas ha sido una organización singular. Algunas de sus decisiones y actitudes nos pueden parecer cuestionables, pero las negligencias e incluso los abusos de sus dirigentes, no implican que el sindicalismo no tenga un papel activo que debe desarrollar en la atención a los dilemas que el país enfrenta en estos días.
Rechazamos la perspectiva conservadora y autoritaria que supone que los sindicatos se contraponen con el desarrollo político y económico. También consideramos que los sindicatos más participativos y atentos a la vida pública están llamados, en esta circunstancia amenazadora para ellos, a ser especialmente responsables sin declinar su vocación participativa y sus exigencias sociales y políticas.
Nos parece que, cualquiera que sea la figura jurídica y la organización administrativa con que se pudiera sustituir a la Compañía de Luz, el gobierno federal debe preservar el empleo de los trabajadores de esa empresa y respetar el derecho que tienen a permanecer agremiados como ellos decidan. Si la Compañía de Luz se fusiona a la Comisión Federal de Electricidad, debería haber un proceso con plenas garantías democráticas para la unificación del SME y el Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana, sin interferencias externas.
Suponer que los sindicatos son adversarios de la democracia o que los únicos sindicatos admisibles son los aliados al gobierno, o los sumisos y adocenados, manifiesta una concepción conservadora inadmisible en una sociedad que se quiere democrática. Un país sin organizaciones activas, es un país sin vías de expresión que recuperen la diversidad de su sociedad. Un país sin sociedad organizada, es un país vulnerable al autoritarismo y al pensamiento pretendidamente único. Por eso rechazamos las decisiones del gobierno respecto de la Compañía de Luz y su sindicato y urgimos a la rectificación de esas medidas.
México D.F., domingo 11 de octubre de 2009
Instituto de Estudios para la Transición Democrática, A.C.:
Raúl Trejo Delarbre
Adrián Acosta
Ricardo Becerra
Rolando Cordera
Ana Galván
Luis Emilio Giménez Cacho
Luz Elena González
Paulina Gutierrez
Alejandro Mohar
Ciro Murayama
Patricia Pensado
Clemente Ruiz Durán
Adolfo Sánchez Rebolledo
Antonio Franco
Carmen Cordera
Elsa Cadena
Federico Novelo
Rosaura Cadena
Hortensia Santiago
Rafael Cordera
Patricio Ballados Villagómez
Pedro Salazar
María Cruz Mora Arjona
Luis Ernesto Olvera Rosas
Olga Bustos Romero
Mauricio López
María de los Ángeles Pensado
David Pantoja Morán
Enrique Provencio
Carlos Garza Falla
Jorge Bustillos
Paloma Mora
Francisco Gómez Ruíz
Alexandra Zenzes Cordera
Enrique Contreras Montiel
Esperanza Carrasco
Pável Gil
Ricardo Espinoza T
Gabriela Becerra
Ernesto Camacho
Patricia Ortega
Fernando Arruti
Federico Rosas
Fabian González
Rosa Rojas
Privatización eléctrica (reforma mal hecha)
Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada. 29/10/2009
En la medida que va conociéndose la situación real de Luz y Fuerza del Centro (LFC), extinta por decreto presidencial, se confirma la intransferible participación de las sucesivas administraciones en la gestación de lo que ahora se considera la crisis irreversible de la empresa.
Conviene no olvidar que dicha responsabilidad no es arbitraria, pues está fijada por la ley y abarca el funcionamiento general, así como los detalles técnicos”, gerenciales y laborales. Como la intención obvia es culpar a la organización sindical (en especial al contrato colectivo vigente) como causa de todos los males posibles, la campaña negativa se ha cuidado de no mencionar siquiera los nombres de los funcionarios que hasta apenas hace unas semanas figuraban como máximos directivos de LFC, suscribían convenios y acordaban las políticas a seguir. Así, junto con la extinción, el gobierno pasó a liquidar la historia reciente de la empresa pública, al grado de prohibir la divulgación de las informaciones que retiene en su poder. No obstante, la documentación publicada por La Jornada ofrece la radiografía de una crisis que viene de muy lejos, montada sobre el carro de la reforma (mínima en el papel “estructural” en sus consecuencias) a la Ley del Servicio Público de Electricidad, la cual se pasó por alto la Constitución para abrir una rendija a la generación y venta de los “excedentes” de electricidad por parte de los particulares.
Y es que, más allá de los pretextos en torno a los privilegios sindicales o la denuncia de gravosos pasivos laborales, los datos confirman hasta qué punto la elección del modelo privatizador, asumido como aspiración y guía general de la política económica gubernamental, se concretó en el tortuoso desmantelamiento de las empresas públicas, aprovechando los resquicios creados por las legislaciones secundarias a contrapelo de la Constitución, en clara violación al estado de derecho siempre en boca de los gobernantes.
Para ajustarlas a las conveniencias de un mercado eléctrico creado artificialmente, las autoridades propiciaron prácticas operativas cuyo fin ulterior no podía ser otro que demostrar la superioridad de la empresa privada. La ideología sataniza a la propiedad estatal como fuente de todo mal y obliga al gobernante a rendirse al mercado, pero a ese fin contribuyen el desorden y la corrupción que genéricamente se achacan a la propiedad estatal, cuando lo corriente es que bajo la apariencia de una mala administración suele ocultarse un entramado de intereses ilegítimos.
En el caso de la energía eléctrica es obvio que nunca hubo un intento serio de reformar al sector público en el marco dictado por la Constitución, es decir, para asegurar que el servicio (incluida la generación, distribución y venta) siguiera siendo atribución exclusiva del Estado. Las cosas se hicieron para que al final del día se justificara la entrada (¡salvadora!) de los capitales privados aun a costa de caminar por la ruta de la más flagrante ilegalidad. El objetivo de la política oficial resultó tan obvio como irresponsable: reventar a las empresas públicas para favorecer la participación privada en el mercado eléctrico (y ahora en las telecomunicaciones a él asociadas).
Nunca, desde los días de la Tendencia Democrática de Rafael Galván, volvió a ponerse sobre la mesa del debate nacional una propuesta completa de integración de la industria que mantuviera en pie los lineamientos constitucionales. Hubo, sí, defensas memorables contra las pretensiones foxistas de entregar la electricidad; hay fuerte resistencia al desmantelamiento privatizador que Calderón impulsa desde que era secretario de Energía, pero se echa de menos una visión integradora acerca del futuro de la energía cuyo solo enunciado saca ronchas al poder y sus grandes apoyadores.
El error, si cabe la expresión, surge desde el comienzo, a través de la intentona de “modernizar” al país siguiendo la pauta de un modelo importado: la “privatización”, corazón de la revolución neoliberal, asentado en la fobia a la intervención del Estado, el culto al mercado y el desprecio a lo público. Aun cuando ese programa ha sido vapuleado por la crisis actual, el gobierno panista no tiene a la vista otro mejor. Ni siquiera se lo plantea como un problema digno de atención. Prefiere la ortodoxia, sin meditar, como ayer decía el economista R. Ramírez de la O, que las reformas estructurales por las que suspira Calderón “ya tienen más de dos sexenios frenadas. En efecto, la primera generación de reformas hacia la globalización fue la de Carlos Salinas. Pero para que se pudieran continuar, tenían que estar bien hechas, generar mayor crecimiento y empleo y, con ello, el apoyo social espontáneo. Y ahí está el problema. Las reformas de Salinas no fueron las de Margaret Thatcher en Inglaterra, sino las de Boris Yeltsin en Rusia. En vez de crear mercados competitivos y reglas iguales para todos, sólo transfirieron empresas estatales a grandes grupos privados” (El Universal).
Sencillamente, a pesar de sus aparentes victorias ideológicas, en México al menos la nueva religión fracasó en el intento de promover el crecimiento para disminuir la desigualdad. Pero no se aprende, y de nuevo el Presidente impulsa una “reforma mal hecha”, por sus objetivos, pero también por la naturaleza autoritaria de los métodos empleados. No se puede hablar de futuro cuando se atenta contra la dignidad de miles de ciudadanos a los que se le priva, sin despido de por medio, del derecho al trabajo, como si las empresas públicas fueran propiedad de las camarillas gobernantes.
La cadena de hechos que llevan a la “extinción” de LFC está a la vista: ante la evidencia de que la crisis avanza y el sexenio se termina sin conseguir los éxitos previstos en la guerra contra el narcotráfico, el gobierno decidió, por razones políticas envueltas en el ropaje de las justificaciones “técnicas”, dar un golpe de timón contra un sindicato incómodo, justo en el sentido que anunciara con bombo y platillo en ese extraño autohomenaje celebrado en vez del informe presidencial. Derrotado en la elecciones intermedias, sin peso en el escenario internacional, aunque satisfecho por la acción mercadotécnica que todo lo puede, el Presidente lanzó la ofensiva para reagrupar a los descreídos tocando las fibras duras del rencor clasista fustigado por la crisis, el imaginario de una parte de la sociedad proclive a rendirse ante la pantalla chica como fuente de la verdad, pero sobre todo a quienes desprecian el diálogo justo porque rinden culto a la fuerza de quien se ostenta como el más poderoso, aunque su legitimidad esté agujereada.
Para culminar la tarea ya se advierten los próximos movimientos aprovechando a los pseudo disidentes. El gobierno da pasos para aislar la protesta, romper la solidaridad y acusar a los líderes de soliviantar la paz pública. Todo conforme a la tradición antisindicalista que el PAN hereda sin remilgos.
De privilegios y malas intenciones
Rolando Cordera Campos
La Jornada. 25/10/2009
Al convertir en argumento absoluto el de los privilegios salariales y en prestaciones logrados por el SME, se soslaya hasta su desaparición la concentración del ingreso y la riqueza y sus correlatos más estridentes: el régimen general de bajos salarios y desprotección social y laboral de la mayoría de los trabajadores, y el regresivo régimen fiscal que acaba de confirmar el Congreso. Es decir, se incurre en una suerte de populismo del acomodo, una populina barata, siempre a la orden de quienes han hecho de su privilegio individual y de grupo una costumbre inamovible, cuyo respeto es entendido como un deber para el resto de la población.
Al dejar de lado la cuestión productiva y de la productividad, o al achacar su situación al supuesto privilegio de los sindicalizados del SME, se soslaya lo fundamental: que por años se ha descuidado la inversión básica en la industria eléctrica, se ha hecho de lado la organización y la administración que es responsabilidad de los directivos, y que los gobiernos se han hecho de la vista gorda, so pretexto de la ingobernabilidad del sindicato y, tal vez, con el propósito nunca dicho de hacer evidente no la necesidad de la reforma de la industria para ajustarla al mandato constitucional de integración y planeación en condiciones de exclusividad estatal, sino su privatización abierta o solapada.
La ofensiva apenas iniciada ahora contra la CFE confirma esta tendencia, a la que no son ajenos muchos renombrados miembros del palenque político actual. Al regodeo con la satisfacción de los acomodados se suma el de los altos mandos del Estado con su habilidad y astucia para poner debajo de la alfombra los problemas y dilemas fundamentales con los que tendrían que lidiar cotidianamente.
Un orden basado en el soslayo, la mentira y la irresponsabilidad pública, no puede ser atractivo para la inversión ni garante de la mínima estabilidad financiera y social que la acumulación sostenida de capital reclama aquí y en China. No son los supuestos excesos del trabajo organizado, q ue representa una inicua minoría del mundo laboral mexicano, los que explican nuestro retiro del mundo, sino la contumacia de los grupos dominantes, desde hace mucho inextricablemente amarrados a los grupos dirigentes del Estado, por mantener un estado de cosas unilateral e irreductiblemente favorable a ellos en todos los espacios públicos y privados de la vida en México. De varias maneras, esta circunstancia se despliega en una irrefrenable tentación oligárquica de los ricos y sus patéticos exegetas, pero también en formas de vida cotidiana de ricos, no tan ricos y pobres de toda laya, siempre cercanas a la pesadilla y el miedo personal, familiar y comunitario.
La enésima no reforma fiscal que nos asesta el Congreso es una expresión sinuosa o difractada, directa o desfachatada, según se la quiera ver, de esta desorganización política y mental del Estado, cuya fuente está en la concentración de riqueza, poder y privilegio que ni la Revolución encarnada en el presidencialismo autoritario ni la democracia encarnada en el Espíritu Santo han podido conmover. La distancia lograda por los grupos políticos emanados de la transición a la democracia, respecto de la base social y de sus propias bases y clientelas, puede llevar a algunos a hablar de una clase política, pero también habría que admitir la posibilidad de que se trate de una subespecie suicida, cuya procacidad y gusto por la fantochería sólo la acerca al fascismo corriente que algunos ideólogos oficiosos o bajo contrato de la derecha han empezado a cultivar so pretexto de la lucha contra el privilegio… de los de abajo.
Lo que hay que evitar es que nos arrastren
LFC necesita generación; ¿de cuál?
Antonio Gershenson
La Jornada. 25/10/2009
El domingo pasado, en este espacio, vimos que Luz y Fuerza del Centro (LFC) casi no tiene capacidad de generación por la falta de inversiones y, en general, por decisiones federales. Dos terceras partes de la energía eléctrica vienen de fuentes ubicadas a más de 300 kilómetros de distancia, con diversas consecuencias negativas.
Se ha hablado, informalmente, de instalar plantas de gas natural de ciclo combinado en la zona central. Sí se van a necesitar, si llega a haber una salida a la actual situación (con negociadores como los secretarios de Gobernación y del Trabajo está por verse si habrá alguna salida), nuevas plantas generadoras de electricidad en la zona central del país. Pero no de ésas.
Los funcionarios ya tienen su dogma. No sólo son las citadas plantas de ciclo combinado, sino trasnacionales privadas como dueñas de éstas y la Comisión Federal de Electricidad (CFE) pagándoles una fortuna. Se les tiene que pagar no sólo por la energía –de la cual el gas lo pagó, de una o de otra manera, la CFE–, sino también la capacidad instalada; una especie de renta de por vida por sus plantas que, según los contratos, seguirán siendo de la empresa privada, aunque con este pago se completara el valor de la planta misma.
En este caso, esa fórmula sería aun peor que en los anteriores. Ya hubo una experiencia de la CFE con el nombre de Samalayuca II, cerca de Ciudad Juárez. Esa urbe está ubicada a mil 127 metros sobre el nivel del mar. Esa altura contribuye a las pérdidas de la planta, adicionales a fallas u otras.
La capacidad nominal de la planta era de 690 megavatios. Pero su capacidad neta (ése es el término usado en documentos) es de 505.80. Esto representa 74 por ciento de la primera. Son 26 por ciento de pérdidas, por la altura como factor principal. También cuenta la temperatura promedio del lugar: mientras más calor, más pérdidas.
¿Y si se instala por aquí, por este rumbo, a 2 mil metros sobre el nivel del mar? ¡Más pérdidas que en Samalayuca! ¿Y si se van hacia Cuernavaca para bajar un poco la altura? Poco ganan, porque aumenta la temperatura. Vemos en una gráfica del Copar (Costos y parámetros de referencia para la formulación de proyectos de inversión), de la CFE, que si se reduce la altura sobre el nivel del mar de 2 mil metros a mil quinientos, y la temperatura aumenta de 15 a 25 grados, las pérdidas son las mismas en los dos casos. El aumento del precio por estas pérdidas debe sumarse a todos los pagos mencionados en relación con las plantas de propiedad privada.
Hay alternativas. Claro, no se han usado en México como no se han dragado los ríos de las hidroeléctricas en décadas. Pero ahí están. Podemos y debemos usar fuentes renovables hasta donde se pueda en el centro del país, pero no alcanzan, ni de lejos, para resolver este problema. Y hay unas plantas que usan turbinas ultrasupercríticas.
¿De qué se trata? El punto de partida es una caldera, como las de las termoeléctricas convencionales. Normalmente, éstas llegan a unos 530 grados al hervir el agua y luego al calentar más el vapor. Un primer paso es que en vez de tirar, mediante una chimenea, el vapor del agua que hirvió con la caldera y cuya presión se usó para mover un generador y producir electricidad, lo volvemos a inyectar por la entrada. Ya no necesitamos calentar tanto el agua y el vapor. Esto nos da mayor eficiencia.
Esto es, sin embargo, sólo un primer paso. Lo principal es aumentar la temperatura de trabajo de la caldera y de la turbina. Para esto necesitamos materiales que resistan altas temperaturas. Se usan aleaciones; entre sus metales están el níquel y el cromo. Estas plantas ya existen en escala comercial y su eficiencia es de casi 50 por ciento, lo cual rebasaría la de una planta de ciclo combinado a alturas como las que hemos mencionado. Un ejemplo, un caso de una unidad de carbón de mil megavatios, en la provincia de Shandong, en China. El tiempo de construcción, instalación y puesta en marcha sumó 22.3 meses, menos de dos años. En casos como estos la temperatura llega a 620 grados.
Los sistemas más avanzados llegan a temperaturas de 760 grados y, con algunas aleaciones, de 800 grados. Se trata de superaleaciones que ya no contienen hierro y se basan en níquel, cromo y otros elementos. No sólo resisten altas temperaturas, sino la corrosión. Las plantas que usan estas turbinas ya tienen 60 por ciento de eficiencia más que una de ciclo combinado, incluso al nivel del mar. Y así como en China usaron carbón, nosotros podemos usar lo que tenemos: combustóleo u otro material residual. Nos referimos a las sustancias que en una refinería no hierven, sino que siguen en el lugar en que estuvo el petróleo crudo antes de la destilación. Su costo es muy bajo y, obviamente, de producción nacional. No necesitamos importar gas, como hace ahora la CFE. Hay que limpiar el combustible, por ejemplo quitarle el azufre; si Pemex no lo ha hecho es porque los funcionarios no han querido tener más plantas desulfuradoras ni usar plenamente lo que hay.
Ya vimos que la instalación de estas plantas puede ser rápida. En un tiempo relativamente corto podemos empezar a aumentar la capacidad de generación de la zona central. Y no andar con ideas como la de instalar plantas de ciclo combinado, de hacer nuevos negocios con trasnacionales, luego de experiencias como la de Samalayuca II.
La democracia de los privilegios
Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada. 22/10/2009
Desde el 68 se hizo obvia la necesidad de impulsar la democratización del Estado en consonancia los cambios ocurridos en la sociedad. La formación de unas clases medias con capacidad de consumo, la urbanización explosiva de las ciudades, precipitada por la demografía pero también por la crisis rural; la expansión educativa, el fortalecimiento de la cultura impulsada desde la universidad pública, la UNAM en particular, el despliegue de las modernas telecomunicaciones, en fin el fortalecimiento de la seguridad social y la salud, entre que otros indicadores, dan cuenta de grandes mutaciones pero también de los nuevos desafíos planteados al desarrollo nacional. Se puede decir, simplificando, que mientras hubo crecimiento económico se mantuvo no sin problemas la estabilidad, de forma que el capitalismo burocrático pudo sobrevivir a la corrupción, al patrimonialismo o a la represión, practicada con generosidad contra las disidencias populares, hasta que el mundo – y su propio agotamiento productivo- canceló el “milagro” y el sistema empezó a navegar haciendo agua.
Lejos de ser la mera adaptación paulatina e indolora a dichas transformaciones, el impulso democrático surge entonces como la acción liberadora, proveniente de todos los ámbitos, para disolver, de hecho y de derecho, el mecanismo autoritario mediante según el cual el Presidente es a la vez el árbitro social y el supremo mandarín del México postrevolucionario. Lo sigue es el largo camino que dimos en llamar “la transición”, es decir, una transformación en el funcionamiento y las reglas del sistema político que para muchos ha concluido en lo esencial con la aclimatación de los procesos electorales en la disputa por los espacios de poder y representación. Sin duda, la conquista de un régimen electoral equitativo, capaz de asegurar el libre juego de partidos y el respeto absoluto al voto y a la voluntad popular eran, lo siguen siendo, elementos absolutamente indispensables para alcanzar la democracia. Pero, con toda su importancia, la reforma electoral no era, ni puede ser hoy el único horizonte del cambio democrático en México, la estación terminal de ese sinuoso camino, en ocasiones trágico, emprendido hace ya demasiadas décadas para transformar al régimen político y a la sociedad nacional. Menos si, como pretende el panismo, se identifica la salud de la democracia con el imperio del libre mercado y, por consiguiente, con el abandono, en nombre del liberalismo, de los principios que en la constitución favorecen la creación del Estado social, el cual jamás podría asimilarse al viejo estatismo cuya crisis abrió las compuertas a la etapa de mediocridad y decadencia en la que nos hallamos.
El panismo se ufana de haber derrotado al PRI en las urnas, pero ha sido incapaz de elaborar una nueva visión del país. Prometieron que la alternacia significaría un gran salto adelante, pero el PAN, valga la insistencia, no tenía ni tiene un proyecto de gobierno distinto al que defendieron cuando Salinas terminó su mandato o al que históricamente enarbola la derecha confesional. Es el mismo programa, solo que más viscoso y manipulado que antes. Pero sirve a los mismos intereses. Por eso dependen y seguirán dependiendo de ese sector del PRI que busca volver por sus fueros.
Da pena decirlo, pero a treinta años de la reforma de Reyes Heroles, la ciudadanía carece de los medios para fiscalizar y, en su caso, corregir el rumbo del gobierno. Tenemos un legislativo plural y gobiernos multicolores, pero el Ejecutivo actúa con el antiguo librito: hay arbitrariedad, nulas ideas, complicidad con los líderes corruptos, clientelismo, dependencia de los medios de comunicación a cuya agenda se pliegan aunque a veces (las menos) les peguen y clasismo a manos llenas. La crisis muestra la realidad polarizada y desigual que define el comienzo de siglo mexicano, su verdadero rostro. En México, lo sabe cualquiera, está pendiente la enorme tarea de renovar las instituciones del estado, transformar el régimen político y dignificar al poder judicial para que sea creíble y confiable. Esas son las condiciones de posibilidad para atacar el mal mayor de la desigualdad. Se requiere fomentar el crecimiento, pero es igualmente indispensable redistribuir el ingreso depositado en un pequeño grupo de privilegiados a los que no se toca ni con el pétalo de una rosa fiscal. De otro modo ¿cómo se puede hablar de democracia allí donde suben los impuestos pero a los sindicatos se les fijan “topes” insuperables? ¿Cómo puede existir una ciudadanía madura allí donde las organizaciones para la autodefensa de los trabajadores se toleran siempre y cuando no contravengan al gobierno-patrón? Es falso que en México subsista la centralidad de los trabajadores o que éstos sean incapaces de presentarla “en formato positivo”, como reclama Lusi F. Aguilar en Reforma, “mostrando como sus fórmulas de organización productiva y desempeño contribuyen decisivamente al crecimiento económico que expande el bienestar y la prosperidad del país”. Olvida que los electricistas democráticos dirigidos Rafael Galván elaboraron un programa viable de alcance nacional, la Declaración de Guadalajara, y asumieron como propia la tarea de integrar y modernizar la industria eléctrica, con lo cual pronto despertaron la total animadversión del gobierno aliado al sindicalismo más corrupto hasta que fueron expulsados del sindicato, reprimidos o despedidos por su defensa de la empresa nacionalizada. El dogma vigente es que no hay conquistas sociales sino concesiones del poder, pues en definitiva predomina el prejuicio de clase de matriz oligarca y el clientelismo corporativo más vergonzante. ¿Alguien podría imaginar en México –país de revoluciones sociales- un presidente extraído de la lucha obrera, como ocurre en Brasil? Desde luego que no. Aquí se usa a los líderes charros pero se desprecia a los sindicalistas, a pesar del 123 constitucional o de la herencia libertaria de nuestra historia.
Hoy como ayer, la presidencia decreta la muerte de un sindicato, repudiando la ley, la solidaridad más elemental, pero también la democracia. En vez de reconocer nuevos derechos sociales y ciudadanos ampliando el horizonte de las libertades publicas e individuales, los recorta, ofreciendo de trasmano el dogma liberal como translación mecánica de su visión del mercado, donde domina el más fuerte, se irrespeta a las minorías, se desvanece el laicismo y, al final como siempre, los de arriba resultan “mas iguales” que el resto de los ciudadanos. El gobierno panista quiere hacer las reformas “que faltan” sin importar los costos. Por eso refuerza las redes corporativas, la ilusión de que una minoría puede, usando los medios adecuados de persuasión, controlar los riesgos, siempre y cuando pueda darle “compensaciones” (en especie) a las masas irredentas, sujetas a la pobreza extrema, sin necesidad de liberar el juego de los factores de la producción en el mundo del trabajo asalariado.
En esta democracia de los privilegios se gobierna para el “partido de los hartos”, para aquellos a los que la política “les sobra”, pues creen que les basta con la iniciativa empresarial, el individualismo, la moral religiosa y la autoayuda. Son los que sueñan en una sociedad “democrática” sin “clase política” y sin partidos, formada por ciudadanos puros donde la diversidad por definición es sospechosa y queda excluida, aunque para sostener la unidad nacional el país se erice de bayonetas, prestas a hacer cumplir la ley allí donde se cuestionen el pensamiento único o los intereses particulares.
De ida de vuelta: Mentiras
Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada, Morelos. 18/10/2009
El año que viene, la nacionalización de a industria eléctrica cumplirá medio siglo. A diferencia del caso del petróleo, no hubo entonces expropiación sino que se dio un terso proceso de “mexicanización”, gracias al cual el Estado recuperó para la nación la generación, distribución y venta del fluido eléctrico que estaban en manos de un grupo de compañías extranjeras. Se buscaba –y ese era el gran objetivo—disponer de una palanca para el desarrollo social y económico del país, a fin de promover la industrialización, la independencia económica y, en general, el mejoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos. Objetivos como la electrificación rural o la extensión del servicio a las zonas urbanas marginales no se habrían planteado siquiera bajo los criterios de “costo-beneficio” imperantes.
Para ello era necesario crear una empresa pública que le diera cabida a las generaciones de técnicos y trabajadores más comprometidos con el avance nacional, incluso por encima de sus justas y legítimas aspiraciones personales. Pero dejar atrás la herencia de las compañías privadas no fue un paso sencillo. En primer término porque se hizo necesaria una compleja reestructuración a nivel laboral, técnico y operativo para homogeneizar las condiciones de trabajo y funcionamiento, pero también porque desde el comienzo la nacionalización fue torpedeada por el burocratismo y la corrupción, por el contratismo galopante y la irresponsabilidad financiera de los administradores del Estado. La integración de la industria y la unidad sindical también padecieron el asalto de los líderes “charros”, mientras que el gobierno prefirió la mano dura y la fragmentación industrial, siempre a cambio de favores políticos inocultables. Resultado: la CFE se fortaleció pero la integración se quedó a medias, por no hablar de la unidad sindical. La crisis de la industria eléctrica siguió sin resolverse.
Gracias a las adecuaciones realizadas a la Ley del Servicio Público de Energía Eléctrica, expedida en 1975 como resultado de las acciones emprendidas por la corriente galvanista, que garantizaba el dominio de la nación sobre la industria, en 1992 y 1994 se abrieron las compuertas por las que se volcaría la paulatina privatización de la industria, a tal punto que hoy el 49 por ciento de la capacidad instalada de generación está en manos empresas privadas, tanto nacionales como extranjeras. En lugar de proceder a la integración de la antigua compañía de Luz y Fuerza a la Comisión Federal de Electricidad, como lo dictaba el interés nacional, se alentó el camino de la feudalización del servicio. La renuncia a crear una empresa moderna e integrada a la CFE se complementó, en los hechos, con el gremialismo de quienes se daban por satisfechos con mantener intocadas “sus” zonas y materias de trabajo. En lugar de proceder a unificar los contratos colectivos mediante un proceso técnico, legal y democrático, las cosas se mantuvieron en un peligroso equilibrio: allí donde el charrismo se impuso (SUTERM) prevaleció la desigualdad salarial, el inmovilismo y la sumisión laboral y, en definitiva, la falta de respeto hacia los consumidores domésticos que debieron pagar por tantos excesos e ineptitudes. En LyF, el SME, en el marco de la legalidad vigente, aprovechó las oportunidades para mejorar el contrato colectivo de trabajo, sin dejar de lado los convenios de productividad que fueron marcando la evolución de la empresa conforme a las necesidades financieras, tecnológicas y laborales planteadas por el gobierno federal.
Baste revisar –y cualquiera puede hacerlo— el convenio de marzo de 2008 (cumplido en el 92.7 por ciento) en el donde se reconocen y asientan “las bases para el incremento de la productividad y competitividad del organismo, siempre con pleno respeto a los derechos de los trabajadores, como un elemento fundamental para lograr la eficiencia en sus procesos productivos, en función de lo cual han concertado la celebración del presente Convenio.” En ese documento que es público y oficial, la empresa reconoce los avances logrados en temas muy importantes que luego se ignoraron para justificar la monstruosa liquidación de 44, 000 asalariados. Por ejemplo, la cláusula sexta señala que “el Sindicato se compromete a coadyuvar con LyF en el objetivo de disminuir las pérdidas de energía no técnicas, hasta alcanzar al 30 de noviembre de 2012, un nivel de pérdidas al resto del Sector Eléctrico Nacional”. De hecho, no hay tema que no sea aceptado por el gobierno federal y el indicato, de modo que resulta más que sorprendente la cadena de falsedades incorporadas como después como “argumentos” en el texto del decreto.
Pero si el tono y el contenido del Decreto puede resultar inquietante, igual de grave resulta la vía elegida por el gobierno para “extinguir” a la empresa usando la fuerza pública sin que mediara delito alguno, afectado de un tajo los derechos de los trabajadores, así como los procedimiento que la ley exige en eventualidades semejantes. Sin duda, aunque se quiere aparecer como un “salvamento” en el límite, estamos ante una medida antisindical cuyos propósitos trascienden la situación de la empresa y contaminan la atmósfera nacional con nuevos peligros. En rigor, se busca imponer una solución arbitraria que le deje las manos libres al gobierno para decidir, sin estorbos, el destino del gigantesco mercado eléctrico atendido por LyF, asi como el reparto de las concesiones en materia de fibra óptica que son un botín muy apetecible parla los inversionistas transnacionales.
Hoy se pretende que la expulsión de miles y miles de trabajadores de sus empleos es una medida inevitable y justa, pero nada califica peor a un gobierno que el abandono de los principios elementales de la convivencia humana. Si el despido es siempre una medida dolorosa que puede destruir la vida de familias enteras, echar a la gente a la calle en plena crisis, chantajearla para que acceda rápido a la indemnización, pedirle que se doblegue es, sencillamente, una infamia intolerable
Apuntes
José Woldenberg
Reforma. 15/10/2009
Los siguientes son apuntes escritos desde la plataforma del desconcierto.
1. Se puede entender el argumento de la liquidación de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro porque se había convertido en una empresa costosa, ineficiente y que demandaba un subsidio más que elevado. Sin embargo, no es posible compartir que la extinción de la compañía haya sido un acto unilateral acompañado de la ocupación de las instalaciones por cientos de elementos de la Policía Federal. Un desplante autoritario. La vieja conseja de que el fin justifica los medios.
2. Se entiende la preocupación e indignación de los trabajadores del SME, que observan cómo de la noche a la mañana (literalmente) desaparece su centro de trabajo y quedan sin empleo. La estabilidad laboral, las prestaciones, pero sobre todo la certeza de contar con un trabajo permanente, súbitamente, desaparecen y ello genera no sólo malestar sino coraje. Lo que no se alcanza a comprender es por qué, a lo largo de los años, el sindicato se desentendió de la enorme sangría de recursos que implicaba su contrato colectivo de trabajo y que restaba viabilidad económica a la empresa.
3. El gobierno dirá que no tenía otra ruta más que la del «descontón», que la reforma pactada era imposible, que el sindicato no era un interlocutor capaz de pactar nuevas reglas. No sabremos nunca la verdad de esa presunción. Entre otras cosas porque desde el gobierno o la empresa nunca se conoció un planteamiento abarcador sobre el contrato colectivo que eventualmente sería viable.
4. Los trabajadores, por su parte, afirman que su cuadro de prestaciones había sido pactado de manera bilateral con los sucesivos representantes de la empresa. Sin duda tienen razón. Las condiciones de trabajo, los derechos y prestaciones son acordados de manera bilateral y en todo caso existe una corresponsabilidad en la materia. Pero la vieja fórmula de hacer responsable al otro no basta; invariablemente tiene limitaciones.
5. Hay quienes aplauden la contundencia y sorpresa de la acción gubernamental. «Fue una operación magistral, asombrosa, nadie la esperaba», afirman. El problema es que el decreto de liquidación informa de un largo procedimiento que involucra a varias secretarías y que fue ocultado a los trabajadores y a la opinión pública. Se actúo en las sombras. Y tratándose del gobierno resulta cuestionable.
6. Los trabajadores han anunciado movilizaciones. No podía ser de otra manera. Ejercerán sus derechos e intentarán revertir la decisión. Acudirán a la vía del amparo y tratarán de lograr las adhesiones de legisladores necesarias para iniciar una controversia constitucional. Esto último -al parecer- no será sencillo. De nuevo la judicialización de las diferencias, de los desencuentros. Cuando las vías de la negociación y el acuerdo, es decir, de la política, no son exploradas, no queda más que el expediente judicial.
7. La primera vez que escuché la necesidad de integrar la industria eléctrica nacionalizada y de construir un gran sindicato nacional del ramo fue durante las jornadas de lucha de la Tendencia Democrática encabezada por don Rafael Galván en los primeros años setenta. Cuando fueron despojados de la titularidad de su contrato colectivo (STERM) en 1971 y cuando con posterioridad fueron expulsados del SUTERM en 1975, aquellos electricistas hicieron hincapié en la necesaria integración de la industria y en la conveniencia de dar pasos hacia una organización democrática e independiente. Deseaban una industria eléctrica fuerte, saneada, impulsora del desarrollo. Y un sindicato que fuera un instrumento de auténtica defensa de los intereses laborales de los trabajadores capaz de contribuir a esas tareas. Por desgracia, no sólo los combatieron los líderes «charros» sino también el gobierno que acabó perpetuando dos estructuras y consolidando en la CFE un sindicato dócil. Por cierto, en aquellas jornadas hubo momentos en los que el SME apoyó a los electricistas encabezados por Galván, pero luego dio pasos atrás y se quedó viendo «los toros desde la barrera».
8. El conflicto intersindical que estaba en curso fue interrumpido por la liquidación de la empresa. Los integrantes de ambas planillas han cerrado filas ante lo que consideran una agresión a todos. De tal suerte que lo que durante algún tiempo apareció como el eje del litigio dejó de serlo. Pero en esa dimensión, hay que recordarlo cada vez que haga falta, la decisión de quiénes son los representantes de un sindicato debe estar en manos de los trabajadores y sólo de ellos. Ni la empresa ni el gobierno ni la «opinión pública» tienen (o deben tener) facultades para decidir por los representados. Y el expediente del recuento, contemplado en la legislación laboral mexicana, debe ser activado. Además, en una coyuntura tan complicada como la actual siempre es conveniente tener un interlocutor legitimado. Ello tiende a facilitar la construcción de salidas.
Lo dicho: elementos para incrementar el desconcierto.
Para no dar marcha atrás
Rolando Cordera Campos
La Jornada. 18/10/2009
Más que una anacronía, el sindicato es una necesidad del capitalismo moderno, hoy de nuevo en intensa transformación. Para recuperar alguna dosis mínima de estabilidad financiera y económica, sin incurrir en reversiones proteccionistas de la globalización, se requiere un mínimo de estabilidad política y social en un mundo cruzado por el desempleo masivo, el cambio técnico y una toma de conciencia casi universal sobre la desigualdad y sus nefastos efectos, no sólo morales sino económicos. Y en este cuadrante en construcción al calor de la crisis global, el mundo del trabajo ocupa un lugar central, si no es que decisivo.
Esta centralidad del tema laboral se condensa hoy en el desempleo, pero es claro que ésta es apenas la punta de un iceberg profundo y lleno de aristas que recoge los abusos que en materia de derechos sociales consagrados llevó a cabo la “revolución de los ricos” desatada por Reagan y Thatcher y que tan bien recibida fue por nuestros plutócratas vernáculos y sus intérpretes en el Estado. De una u otra forma, la cuestión de la protección social y de la evolución de los derechos que la acompañó a todo lo largo del siglo XX está de nuevo con nosotros, y para un país como México, tan dejado de la mano de Dios en ésta como en otras materias cruciales, resulta vital tomar nota y prepararse para cambiar hábitos y reflejos, abandonar una sabiduría convencional adocenada y asumir que en este asunto, el de la cuestión social, tiene que actuar y pronto.
La gloriosa victoria del presidente Calderón en su guerra contra el SME puede ayudarle a conciliar el sueño pero no darle satisfacción alguna como gobernante, mucho menos si insiste en verse y presentarse como político demócrata. Lo que el gobierno hizo fue dar un golpe de mano que preparó en la penumbra de sus conciliábulos y comisiones sin dar noticia a nadie. No fue un procedimiento democrático, mucho menos una intervención congruente con sus promesas electorales o la plataforma actual e histórica de su partido. Se trató, más bien, de una suerte de “solución final” contraria a muchos derechos y mandatos procesales, que pone en la calle de un plumazo a cerca de cuarenta mil trabajadores.
Los supuestos privilegios obtenidos por el SME en décadas de lucha gremial tienen que ser detallados por sus críticos y verdugos, así como por los gobernantes y administradores que acordaron las negociaciones y firmaron las respectivas revisiones del contrato de trabajo. Una cosa es descuidar el servicio, incurrir en irresponsabilidades laborales o administrativas y otra, bien distinta, gozar de mejores salarios que el promedio y tener mecanismos de protección laboral superiores a los de la mayoría. Esto no es un privilegio sino una muestra eficiente de la desigualdad inicua que ha caracterizado nuestro régimen laboral y de protección social.
Hablar de los privilegios de los electricistas en la nueva patria de la empleomanía gubernamental y del añejo territorio de la elusión y la evasión fiscal por parte de los ricos, es una majadería mayúscula de un clasismo corriente que sin darse cuenta está cultivando el huevo de la serpiente de un autoritarismo integrista, sometido a las aspiraciones oligárquicas de la hora y del todo alejado de cualquier diagnóstico moderado de la situación social que guarda nuestro país.
Hace mucho que los grupos gobernantes perdieron la oportunidad de cumplir con la Constitución y sus leyes secundarias en materia eléctrica. El mandato era claro y preciso: el servicio eléctrico es público y responsabilidad del Estado y debe prestarse por una entidad única, como debería ser la CFE, a la que correspondería un solo sindicato que debería ser democrático y capaz de coadyuvar en la planeación y gobernabilidad de una industria estratégica.
No ocurrió así y en vez de ello hemos tenido una penosa privatización de la generación y un desperdicio sostenido en los recursos y capacidades del sector, de lo que en efecto ha sido emblemática Luz y Fuerza.
Fue Fidel Velásquez quien se encargó de dar al traste con los proyectos de integración industrial y democratización sindical a los que con enormes trabajos se había llegado gracias, sobre todo, a la heroica lucha de Rafael Galván y los suyos. Con la complicidad permisiva e irresponsable de los gobiernos de Echeverría y López Portillo, el charrismo reditado por su máximo exponente se apoderó del sindicato y junto con la empresa persiguió a los trabajadores de la Tendencia Democrática, expulsó a Galván del sindicato y les quitó el empleo a cientos o miles de trabajadores.
Nada de esto tuvo corrección ni enmienda en los años de auge petrolero. Lo que sí hubo fue el descuido de la industria y su solapada apertura al capital privado, sobre todo trasnacional, hasta llegar a esta maraña administrativa y laboral de la que, de nuevo, es emblemática Luz y Fuerza.
Se puede aprovechar el viaje autoritario de Calderón para pontificar sobre el fin del sindicalismo o su “jibarización” para convertirlo en oficialía de partes de los empleados o tienda de raya de los patrones. Ésa ha sido una tarea central de la derecha mexicana dentro y fuera del Estado y hoy apoltronada en los organismos cupulares de la patronal. Pero nada de esto tiene que ver con el liberalismo o la democracia en los que presumen inspirarse los perseguidores del SME y, mañana, de todo el que ose cuestionar un orden laboral y un régimen distributivo impresentables antes, en y después de una crisis cuyo mensaje primordial es el de la recuperación de la cohesión y de nuevas claves distributivas globales y nacionales.
El discurso antiSME no es anticorporativista y por eso no es democrático, mucho menos moderno. Es una propuesta regresiva y nada puede hacer para sanear relaciones laborales y formas de negociación y justicia laboral arcaicas y promotoras de todo tipo de vicios y corruptelas.
Quizás todavía haya modo de intentar recuperar el tiempo perdido y plantearse la construcción de una industria nacional integrada y planificada, con un sindicato único y democrático. Esta sería la única forma de, en efecto, no dar marcha atrás en materia eléctrica.
Negociar, no forzar ni resistir
René Delgado
Reforma. 17/10/2009
Si de negociar en serio se trata y no de entrar a un juego de engaños mutuos, hay por qué congratularse. No hay de otra. Porras y contraporras frecuentemente llevan a las cachiporras.
Si el verdadero fin de liquidar la Compañía de Luz es acabar con un subsidio multimillonario, proveer un servicio eficiente de energía y fijar tarifas transparentes y justas, no hay más que sentarse a la mesa para dar y recibir. Si ése es el fin, el medio es la política. Ojalá la reivindiquen el gobierno y los electricistas.
Más allá del resultado del encuentro de ayer será preciso seguir de cerca la negociación y alentarla, siempre y cuando no vulnere su fin. No confundir el fin con el medio como tampoco imponer el fin sin importar el medio. No incurrir en el vicio de sacrificar lo necesario por lo posible, pero tampoco hacer de la fuerza el mejor argumento. A nadie conviene electrizar más el ambiente, en una coyuntura tan peligrosa como la que arrostra el país. Quienes se ampollaron las manos aplaudiendo a la policía y quienes se irritaron la garganta maldiciendo al gobierno ya pueden guardarse, es la hora de la política, no del autoritarismo ni del radicalismo.
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Si el Sindicato Mexicano de Electricistas se dice progresista y sensible a las causas populares no puede sino aspirar a la modernización de su desempeño productivo, defendiendo el principal derecho laboral que no es otro sino el del trabajo y proveyendo un servicio de calidad, fundamental para la economía que genera empleo.
Defender privilegios y prebendas en una empresa quebrada -inserta en un cuadro nacional de recesión económica- es, simple y llanamente, atentar contra la propia fuente de trabajo y contra la generación de empleo para otros. Los trabajadores electricistas están obligados a movilizarse… en el trabajo, no en la calle. Es hora de hacer callo en las manos, no de gastar suela en las marchas. No entrarle a ese desafío es asumirse como un sindicato profundamente conservador aunque se diga de izquierda, dispuesto a traicionar con disfraz las causas populares.
Si el gobierno se dice decidido a modernizar y eficientar el suministro de electricidad en el centro de la República no puede sino reconocer la magnitud del problema, sin pretender endosar a un solo factor, el sindicato, la causa y el origen del mismo. Puede ahorrarse la búsqueda del conjunto de responsables, pero no engañar ni engañarse cargando la factura del desastre sólo a los trabajadores. Emprender la reforma de esa industria no con sino contra los trabajadores es una aventura que, a la postre, frustrará el intento. Más cuando sus puntos de apoyo son la policía y otro sindicato, el SUTERM, en extremo parecido al que se quiere extinguir. Desconsiderar a los trabajadores del SME pone en relieve a un gobierno desesperado, tentado por el autoritarismo, seducido por el uso de la fuerza y dispuesto a vengarse con quienes cuestionan la legitimidad de su mandato.
Negociar es ceder. Ninguna de las partes debe caer en el garlito de ver quién dobla al otro. Es hora de dar marcha atrás… pero sólo para tomar impulso. Es hora de sumar, no de restar. De ganar en conjunto.
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Gobierno y sindicato se metieron en un callejón, salir de él exige enorme generosidad, sacrificio y disposición política. Hay y habrá tironeos, pero no debe haber rompimiento ni fractura.
Es claro que el gobierno no puede echar atrás el decreto de liquidación de la empresa como también lo es que el SME no puede aceptar como oferta recibir talleres de macramé o fabricar focos para reinsertarse en el empleo. Encontrar la fórmula de entendimiento no es algo sencillo, menos cuando hay un tercero que hasta ahora no ha dicho esta boca es mía: el sindicato de la CFE que encabeza Víctor Fuentes. Ese sindicato no es muy distinto al SME como tampoco la Comisión Federal de Electricidad es la empresa «de clase mundial», como la quiere presentar el gobierno. Es mejor, pero no es tan buena como se dice. ¿Cómo se va engarzar en la negociación a la CFE y a su sindicato? La respuesta no es fácil.
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Si es imposible derogar el decreto, sí es posible crear una nueva empresa de suministro y distribución de energía.
El gobierno se precipitó al señalar que no habrá un nuevo organismo público. Esa decisión es accesoria a la principal, no hay por qué descartarla. En la balanza de la reconsideración, el gobierno tiene que ponderar si, en verdad, quiere fortalecer a un sindicato como el SUTERM. Acrecentar la fuerza de sus 82 mil agremiados y tenerlo como único interlocutor no se advierte como un acto de gran sensatez, sobre todo, cuando ese sindicato pertenece a la subcultura que supuestamente se quiere remontar. ¿Ése es el sindicalismo que el gobierno quiere fortalecer?
Por otro lado, fortalecer a la CFE como única entidad generadora, transmisora y distribuidora de la energía eléctrica exige un análisis serio. Ciertamente ha mejorado en su productividad y competitividad pero, al parecer, ello deriva de su dirección coyuntural, no de su estructura institucional. ¿No es menester repensar el asunto?
Crear una nueva empresa le daría oportunidad al gobierno de perfilar tres asuntos importantes: el concepto de empresa pública que alienta, el tipo de relación laboral que proyecta con los empleados de ésta y el modelo de sindicalismo que requiere el país. Si de cambios estructurales se trata, ésa es una oportunidad. Si no es así y todo se reduce a quitar a un sindicato opositor para entregar las plazas a uno leal, se incrementará el empleo… pero en la Policía Federal.
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A tres años de instalarse en el gobierno, la administración ha emprendido cuatro acciones de envergadura, y en ninguna la política ha sido el recurso privilegiado para instrumentarlas. Lanzó la fuerza armada sin estrategia ni inteligencia contra el crimen organizado, y se entrampó. Lanzó como una bola rápida la reforma a las pensiones del ISSSTE, y le resultó. Titubeó al lanzar la reforma petrolera, y nadie quedó satisfecho. Ahora, lanzó a la policía sobre las instalaciones de la Compañía de Luz, y es incierto el desenlace de esa aventura. La marcha de antier tuvo por mérito el manifestarse sin desbordar ese derecho, la mesa de negociación establecida ayer reivindica la política. El gobierno y los electricistas del SME tienen una oportunidad, ojalá no la desperdicien: un acuerdo sin engaños ni sacrificio del fin perseguido les vendría bien a ambos, pero sobre todo al país
SME y el Estado impune
Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada. 15/10/2009
Con el manotazo contra el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), el gobierno de Felipe Calderón cruzó una frontera que parecía infranqueable: poner en la calle a 44 mil trabajadores de un solo golpe y desaparecer al sindicato que los representa mediante un mismo acto de poder. El Presidente prosigue, y en cierta forma supera, la penosa historia antisindical que ha impedido, mediante la intervención del Estado, la formación de un sólido movimiento obrero autónomo e independiente. Esta vez, el ataque ha sido dirigido contra un gremio particularmente combativo e irritante para el poder, capaz de cometer errores, sin duda, pero inmerecedor del trato ilegal al que se ha visto sometido.
La afectación de los derechos de los trabajadores electricistas se puede comparar, en cierto sentido, a la sufrida por otros grupos tras padecer represiones masivas y violentas, con el agravante de que en esta ocasión la liquidación del sindicato se quiere hacer pasar como un acto salvador, pacífico, ajustado a derecho, y no como una arbitrariedad del Ejecutivo que ignora el diálogo social, pero también la ética y los derechos humanos que el gobierno debería defender y tutelar.
Y es que, al parecer, para cuadrar las cifras, al Presidente y sus amigos les es suficiente con ofrecer una buena indemnización, como si en tiempos de crisis y desempleo se pudiera reparar el daño vital que se ha infligido a numerosos padres de familia. Si en la decisión presidencial operó un primitivo deseo de venganza contra el sindicato por sus conocidas posturas políticas, en seguida destaca el propósito de consumar, desde arriba, sin el concurso de instituciones como el Congreso, en ausencia de toda genuina deliberación pública, una vía hacia la reforma del sector eléctrico, cuya privatización definitiva es uno de los objetivos prioritarios del grupo gobernante. Con la pretensión de destruir al SME, el gobierno anuncia que está listo para la reforma laboral que ya se perfila sin contar con la interlocución de los sindicatos independientes.
El éxito momentáneo de su deleznable guerra mediática depende, en cierta forma, del rencor instalado hacia el sindicalismo derivado de la herencia priísta corporativista, aprovechado por la derecha para llevar agua a su molino. Tal actitud forma parte de una ideología que contrapone la caridad a la solidaridad, el esfuerzo del individuo frente al colectivo. El clasismo apenas se oculta tras el velo ideológico de la “decencia”, concebida como seña de identidad de las buenas costumbres frente al peladaje (organizado) de los asalariados.
Erizado de temores excluyentes, ese pensamiento conservador condena por igual a los sindicatos charros que a los independientes (en especial a los líderes), pues se les asocia con una actividad de suyo impura, corrupta, contraria a la del buen emprendedor “hecho por sí mismo” que puebla el imaginario neopanista y clasemediero, lo cual no obsta para que sea posible brindar con el sindicalismo más corrupto y vertical, con los sindicatos blancos o administradores de contratos de protección, siempre que sean sumisos a los intereses del capital y aguerridos defensores del orden establecido. Por eso callan cuando no aplauden los priístas, el panal y los empresarios. Tales campañas contra el plebeyismo, agudizadas por la simultaneidad de la demagogia “contra la pobreza” y la alianza con los charros, indican que la intolerancia de las elites para actuar a muerte contra sus “enemigos” sin contrapesos sociales ha comenzado el viaje sin retorno, a menos que la sociedad decida actuar para impedir la deriva autoritaria que hasta un ciego puede observar.
Aunque sólo fuera por eso, resulta inconsecuente pedir al Presidente que limpie la casa de malos sindicalistas, como si tuviera derechos superiores a los que garantizan la autonomía de sus organizaciones. Pero sí hay que exigirle que saque las manos para apoyar a los líderes de su conveniencia, que no asalte los centros de trabajo sin orden judicial, que no convierta la “toma de nota” en un tamiz anticonstitucional de legitimidad y que responda por el daño moral causado por la reiteración pública de sus mentiras.
Se dirá que a la configuración del problema concurrieron otros factores. ¿Alguien podría negar el papel que la división sindical jugó en la gestación del golpe de mano? Pero ninguna crítica exime al Presidente de conductas irresponsables: pretender desbarrancar al sindicato hacia un conflicto interno cuando ya se había decidido (5 de octubre) la “extinción” de la empresa; emplear la fuerza federal sin delito que perseguir, pues en un país desangrado por la violencia criminal y la inseguridad, tanta diligencia represiva torna nulo el diálogo para gestionar la crisis con métodos democráticos. Además, las cifras habilitadas con la finalidad de probar que el contrato colectivo es causa de la crisis, dejan en el limbo datos importantes, como el referido a los precios de transferencia de la energía, a los subsidios a los grandes consumidores industriales o la porción de las “pérdidas” vinculadas con el régimen tarifario en vigor, es decir, la suma de actos de autoridad de los que no se puede responsabilizar a los trabajadores. En fin, el sabadazo ratificó que la “privatización” es mucho más que una operación de compraventa de los títulos de una empresa pública, ya que ésta comienza cuando la administración nombrada por el gobierno debilita el funcionamiento productivo a fin de justificar la “apertura” al capital privado.
Hoy es obvio que la supuesta modernización de la industria eléctrica camina en sentido contrario al que plantearon los electricistas encabezados por Rafael Galván: en lugar de integración y unidad sindical democrática, nos acercamos a un régimen cuyo corolario lógico sería la vuelta en escala superior al que prevalecía antes de la nacionalización de 1960, pero sin la resistencia sindical que favoreció el cambio hasta… que el gobierno decidió aplastar a la Tendencia Democrática. El tiempo dio la razón a Galván. Sólo una gran reforma, fundada en los principios constitucionales, puede evitar que la CFE sea cada vez más un elefante blanco al servicio de las compañías privadas que ahora exigen mayores tajadas de la generación, así como el paso libre hacia la transmisión, venta y distribución de la energía, aparte de las concesiones que les otorguen para explotar la fibra óptica y otras alternativas tecnológicas.
Aunque el castigo al SME se quiera hacer pasar como una acción de rescate de una empresa secuestrada por el sindicato, su liquidación busca anular una fuente de perturbación política e ideológica (a la izquierda) ante la lucha por el poder en curso. Y eso es lo más grave, pues la creencia en la certeza del éxito por parte del grupo presidencial (impermeable a cualquier sorpresa) renueva las tentaciones más autoritarias de viejo y nuevo cuño.
Calderón y el SME: firmas y palabras
Ciro Murayama
La Crónica de Hoy. 16/10/2009
El 10 de octubre por la noche, el Presidente de la República giró instrucciones para extinguir la compañía Luz y Fuerza del Centro y para que sus instalaciones fueran ocupadas por la Policía Federal. (Por cierto, ¿qué tendrá esa fecha de fatídica en las administraciones panistas?, pues también fue un 10 de octubre cuando Fox realizó el famoso “decretazo” para disminuir las obligaciones fiscales de las empresas de radio y televisión). El domingo 11, Felipe Calderón dirigió un mensaje a la nación explicando las razones de su decisión, en el que trató de persuadir de que no había otro camino dados “los privilegios y onerosas prestaciones de carácter laboral”, es decir, que no quedaba sino cerrar la compañía por el tipo de sindicato con que contaba. No obstante, apenas el año pasado, el 16 de marzo de 2008, el gobierno federal suscribió un convenio con el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) para, en forma conjunta, modernizar a la empresa. Es decir, había un plan de corrección de las fallas y de las actividades costosas, de las ineficiencias, por lo que es falso que no hubiese posibilidad de diálogo.
El convenio fue firmado por el secretario general del SME, Martín Esparza Flores y por el director de LyFC, Jorge Gutiérrez Vera, y tuvo como “testigos de honor” —así dice el texto, disponible en www.sener.gob.mx— a la secretaria de Energía, Georgina Kessel, al secretario de Hacienda, Agustín Carstens, así como al de Trabajo y Previsión Social, Javier Lozano Alarcón. Es decir, el gobierno en pleno estaba al tanto de la existencia de un convenio que asumía junto con el SME los problemas de la empresa (“a partir del diagnóstico de la situación técnica, financiera, operativa y administrativa del organismo público descentralizado ‘Luz y Fuerza del Centro’)” y que los quería atender “con el profundo convencimiento de las partes de que la misma amerita el concurso de las voluntades del organismo, sindicato, trabajadores y el Gobierno Federal, para mejorar la eficiencia y la eficacia en la prestación del servicio público que tiene encomendado desarrollar en la zona central del país…”.
El Presidente dijo, textual, en su mensaje del domingo, que: “debido al contrato colectivo de trabajo, casi todas las decisiones tenían que tomarse pidiendo permiso a la representación sindical, lo cual hacía que esas decisiones […] obedecieran en muchas ocasiones a las preocupaciones e intereses del sindicato”. Pero en el convenio que su gobierno firmó apenas el año anterior nada se desprendía en ese sentido, sino que se establecía que “en el espíritu de cooperación que ha prevalecido entre LyF y el Sindicato, han determinado la necesidad de reforzar las acciones que han emprendido para corregir los problemas estructurales de ese organismo y encontrar soluciones que permitan prestar un mejor servicio público de energía eléctrica”. O sea que no se “pedía permiso”, sino que de manera conjunta se “cooperaba” para “reforzar” acciones que ya estaban en curso. El Sindicato era visto como un aliado, un interlocutor para la mejoría, no un obstáculo. Si uno se atiene a lo que firmó el gobierno con el SME, había posibilidad de diálogo y entendimiento.
Afirmó Calderón en cadena nacional: “El número de trabajadores seguía creciendo desproporcionadamente, no porque lo necesitara el servicio eléctrico, sino porque así lo exigía el contrato colectivo de trabajo”. Perdón, pero lo que Luz y Fuerza y el Sindicato establecieron en el convenio, con el gobierno de testigo, fue que cuando se determinara que existieran procesos en la empresa que pudieran “ser desarrollados con un menor número de trabajadores en las respectivas áreas, el personal que quede sin actividad será reubicado en aquellas áreas que requieran más personal en términos del propio proceso de reingeniería” y que “las partes acuerdan que el personal que no pueda ser reubicado (…) pasará a ocupar las vacantes que se generen con motivo de la jubilación de trabajadores, previa la capacitación correspondiente y los movimientos de personal a que haya lugar, en la inteligencia de que la plaza que deje el trabajador que sea reubicado no genera una vacante.” Más claro que el agua: el SME se comprometió a no ampliar el total de trabajadores.
El presidente dijo que “Luz y Fuerza del Centro, por ejemplo, perdía por robos, por fallas técnicas por corrupción o por ineficiencias la tercera parte de la electricidad que distribuía”. Para empezar, los robos de luz no son atribuibles al SME, ni toda falla o ineficiencia, tampoco las corruptelas, pero en el convenio referido, había medidas para enfrentar esos problemas: “El Sindicato se compromete a coadyuvar con LyF en el objetivo de disminuir las pérdidas de energía no técnicas, hasta alcanzar al 30 de noviembre de 2012, un nivel de pérdidas similar al resto del Sector Eléctrico Nacional”.
Había, entonces, un horizonte de modernización que tenía como punto de llegada el año 2012. Era un horizonte no sólo hablado, sino firmado por el gobierno de Felipe Calderón y el SME. Ese acuerdo voló por los aires con la decisión presidencial de desaparecer la compañía y de liquidar la fuente de trabajo de los agremiados del SME.
Ya se vio cómo cumple este gobierno la palabra empeñada y la firma impresa.