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El debate público

El debate de los anulistas

Mauricio Merino

El Universal

27/05/2015

Es verdad que mucha gente está hastiada de la forma en que se han venido conduciendo las dirigencias de partido, de los abusos cometidos durante las campañas, de la corrupción rampante de nuestros gobiernos y del creciente deterioro de nuestra vida pública. La primavera de nuestra democracia se convirtió en otoño, sin solución de continuidad. Pero tengo para mí que el debate abierto entre quienes pugnan por la anulación del voto y quienes, a pesar de todo, preferimos ejercer nuestro derecho a elegir, está montado en pies de barro.
Ofrezco tres argumentos para explicar mi convicción: en principio, creo que el hartazgo social con los magros y contradictorios resultados ofrecidos por el régimen no está reflejado en los sofisticados argumentos que han venido presentando los defensores de la anulación del voto. Más allá de los efectos favorables que el voto nulo traería a los intereses del partido más votado —y que no responden a un argumento moral sino aritmético—, al menos dos terceras partes de la sociedad mexicana vive ajena a ese debate. A un tercio simplemente le tiene sin cuidado lo que suceda en la política y a otro tanto le conviene adscribirse a las redes clientelares del sistema de partidos. En el mejor de los casos, los “anulistas” han querido llevar un debate ético entre intelectuales al terreno de la política masiva.
Personalmente, no tengo nada en contra de eso. Soy un creyente activo de la participación organizada de los ciudadanos, cuando hay causas compartidas y proyectos bien articulados. Pero me hago cargo de que, en este caso, luchar divididos y enconados en contra de molinos de viento es menos eficaz —aunque sea poético— que enfrentar la pura y dura realidad de la siguiente integración de la Cámara de Diputados que no sólo sucederá de todos modos, sino que corre el riesgo de arrojar un nuevo balde de agua fría a nuestra desencantada democracia si la coalición en el gobierno consigue hacerse de la mayoría absoluta. Y ante ese escenario, que se anule el voto por convicción individual es cosa muy distinta a convocar un movimiento político decididamente opuesto a la pluralidad.
De aquí mi segundo argumento: aunque se repita hasta el cansancio que todos los partidos son iguales, lo cierto es que mantener vigente la pluralidad de opciones es mejor que pugnar por destruirla. Dudo mucho que los anulistas crean que el PRI y Morena son la misma cosa, o que entre el PAN y el Movimiento Ciudadano no hay ninguna diferencia. Dudo también que les resulte indiferente que la Cámara de Diputados sea controlada por completo por un solo partido o una sola coalición, con capacidad de aprobar el presupuesto, fiscalizar los gastos, iniciar o bloquear reformas constitucionales y legales y hacer nombramientos de órganos autónomos, sin el contrapeso de otras fuerzas políticas organizadas, porque “todos son iguales”. Inyectar pluralidad al régimen político no es una causa deleznable. Por el contrario, si la pluralidad acaba confundida con la unicidad política —como sugieren los partidarios de la anulación— la cancelación de la promesa democrática estará a la vuelta de la esquina.
En mi opinión —y este es mi tercer argumento— se está confundiendo al niño con el agua sucia. Los despropósitos de la clase política son inaceptables y es verdad que no debemos convalidar con nuestra indiferencia el creciente deterioro de la vida pública. Pero eso no sucederá huyendo del sistema electoral y borrando los matices de nuestra indignación en un solo color negro, sino combatiendo la opacidad, la corrupción y la negligencia de partidos y gobiernos desde todos los frentes y con todos los medios disponibles, incluyendo el voto razonado. Y este 7 de junio, prefiero contribuir a que ninguna de las opciones partidarias acumule todos los poderes.