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El debate público

El derecho (electoral) es lo que está en la cabeza de los jueces

Ricardo Becerra

La Crónica 

24/04/2016

 

En tiempos mejores decía, una y otra vez el fundador del Tribunal Electoral de México, José Luis De La Peza: “…el derecho electoral es la aplicación estricta del verbo escrito… el derecho electoral es la letra de la ley” (ver De Las Obligaciones, editorial Porrúa, pp. 38).

En esos años inaugurales (principios de los noventa), la democracia nacional se concebía como el acuerdo de los grandes competidores —fuerzas políticas nacionales— mediante las cuales se delineaba el marco de sus triunfos, derrotas y agrias discordias. O sea: un acuerdo para pelear políticamente, en paz. Creo que la ciencia política llamó a eso, transición democrática.

Con el tiempo, el acuerdo legal y el funcionamiento de los jueces funcionaron de modo coherente y racional: los jueces eran los guardianes de lo que la ley decía, y de ese modo sobrevinieron los cambios políticos más importantes de México: un Congreso sin mayoría, alternancia en los poderes ejecutivos y la izquierda gobernando la capital del país.

Pero después algo se corrompió en los fundamentos del edificio. “El verbo escrito de la ley” dejó de ser la piedra angular de la organización electoral y lo que se instaló (a partir del año 2008) fue una diabólica dinámica que no dejó de crecer hasta nuestros días: los partidos se dieron la infinita facultad para litigarlo todo y de manera perentoria, de modo que arrebataron la agenda de la conducción del proceso a un enloquecido Instituto electoral.

Hasta 2008, había modo de impugnar y de quejarse porqué pasó la mosca. Pero la autoridad controlaba el tiempo, las sesiones, el momento para resolver las controversias, por absurdas que fueran. Sin embargo, a partir de aquel año, el Procedimiento Especial Sancionador y un montón de instrumentos asociados, dominaron la administración de las elecciones y fueron los partidos y sus estrategias, quienes arrebataron el mando de la administración y del mensaje electoral en México: de 358 quejas en el año 2000, pasaron a quejarse mil 500 veces en el 2012.

En ese océano reina la confusión, las estrategias para romper la propaganda del contrario y se irradia la sensación en la opinión pública de que el mundo electoral es una polvareda de irregularidades, inconformidad y, claro, ineficiencia de la institución que no resuelve como quieren los intereses de los partidos, la opinión airada y los medios.

Pero ¿ante quién se quejan? Ante un Tribunal Electoral que ha consentido esta situación, y lo peor, la ha abonado y multiplicado, aceptando cualquier impugnación por farsante o delirante que sea en aras de un malentendido “garantismo”. El último episodio en el que se anula un mandato literal de la ley (si no presentas informe de los gastos de tu precampaña, simplemente, no puedes ser candidato), el Tribunal ha abierto una puerta para el incumplimiento en el sistema de rendición de cuentas de los partidos.

Hay innumerables ejemplos, cientos, según mi contabilidad. Pero el efecto acumulado es grave y muy inquietante: el derecho electoral ya no es eso que está en la ley o en la Constitución sino —gracias a la incesante impugnación de algún partido— es lo que está en la cabeza de los jueces, en sus muy peculiares valores, prejuicios, cálculos e intenciones.

El modelo litigioso ha terminado por entregar a la cabeza de los jueces la organización de las elecciones en México. Algo que añade riesgos a las de por si, azarosas elecciones de los años por venir. Volveremos sobre el tema…