Pedro Salazar
El Financiero
27/12/2017
Es lamentable el estado de las democracias latinoamericanas. Después del reto transicional y del esfuerzo hacia la consolidación, vivimos tiempos de involución autocrática. Las causas son muchas y, como es lógico dada la diversidad contextual, diversas; pero hay ciertas variables constantes en todos los países en crisis. A mi juicio la causa estructural presente en todos los casos es la desigualdad social. Nuestras sociedades son indecentes por inicuas y excluyentes. Estoy consciente de que se trata de una tesis muy repetida, pero eso no le resta tino. Mientras no cerremos la brecha social, no podremos garantizar la estabilidad democrática.
El otro factor que se repite en los países latinoamericanos con turbulencias políticas es la corrupción. Abusos estatales y privados que desplazan al interés público por los intereses particulares. El daño que ese fenómeno ha infringido a las instituciones que hacen a la democracia posible –partidos y elecciones– y el costo en términos de confianza hacia gobiernos y gobernantes, temo que no ha sido bien ponderado. La corrupción y sus efectos –que no están desvinculados de la desigualdad– pueden ser el detonante definitivo del desfondamiento democrático. No se trata de una exageración porque su víctima principal está siendo la legitimidad institucional. Pensemos en algunos casos concretos.
Basta con voltear a Brasil, Perú o Colombia para calibrar el dato. En el primer país maduró la operación que ha contagiado prácticamente a todas las democracias de la región y que ha devastado a la clase política propia y ajena. Hoy prácticamente todos los actores políticos brasileños relevantes se encuentran bajo algún tipo de investigación. En Perú, no hay expresidente vivo que no esté siendo indagado o procesado, y el presidente en turno ha tenido que indultar a Fujimori
–con efectos políticos de pronóstico reservado– para conservar el puesto.
Ambas naciones, hace muy pocos años, se ostentaban como modelos de desarrollo con crecimiento e inclusión en democracia. Algo similar sucede con Colombia, que se ha partido por la disputa entre el expresidente Uribe y el presidente Santos, en un sainete marcado por acusaciones recíprocas y escándalos abiertos.
Ahora me encuentro en Argentina, país al que conozco bien y que disfruto mucho. Viví un año entero en Buenos Aires en la recta final del gobierno de Cristina Fernández, y ello me permite observar con cierta perspectiva la gestión en curso de Mauricio Macri. Hay cosas que no han cambiado, como la crispación política que divide a la sociedad argentina en dos mitades irreconciliables. Acá la política lo atraviesa todo y en ese lance divide familias y amistades. “Nos hemos vuelto muy sectarios”, me dice un amigo entrañable. La verdad es que siempre lo han sido, pero ahora a él le toca ser oposición de un gobierno que tiene un discurso amoroso pero ha ejercido la violencia implacable. El garrote estatal –que en este país tiene ecos ominosos– ha reaparecido para reprimir la protesta social.
Algo impensable en los tiempos del kirchnerismo, que hacía de la protesta un instrumento para gobernar. Sé que parece paradójico pero así era porque la movilización no era contra el gobierno sino contra otros poderes fácticos que hoy han hecho coalición con el macrismo. Así que el cambio fundamental reside en que las tanquetas mudaron de mano. El día de ayer, para colmo, estalló una devaluación del peso argentino que llevó al dólar a sus máximos históricos y anuncia un duro golpe a la capacidad adquisitiva de millones de argentinos.
El otro factor que se repite en los países latinoamericanos con turbulencias políticas es la corrupción. Abusos estatales y privados que desplazan al interés público por los intereses particulares. El daño que ese fenómeno ha infringido a las instituciones que hacen a la democracia posible –partidos y elecciones– y el costo en términos de confianza hacia gobiernos y gobernantes, temo que no ha sido bien ponderado. La corrupción y sus efectos –que no están desvinculados de la desigualdad– pueden ser el detonante definitivo del desfondamiento democrático. No se trata de una exageración porque su víctima principal está siendo la legitimidad institucional. Pensemos en algunos casos concretos.
Basta con voltear a Brasil, Perú o Colombia para calibrar el dato. En el primer país maduró la operación que ha contagiado prácticamente a todas las democracias de la región y que ha devastado a la clase política propia y ajena. Hoy prácticamente todos los actores políticos brasileños relevantes se encuentran bajo algún tipo de investigación. En Perú, no hay expresidente vivo que no esté siendo indagado o procesado, y el presidente en turno ha tenido que indultar a Fujimori
–con efectos políticos de pronóstico reservado– para conservar el puesto.
Ambas naciones, hace muy pocos años, se ostentaban como modelos de desarrollo con crecimiento e inclusión en democracia. Algo similar sucede con Colombia, que se ha partido por la disputa entre el expresidente Uribe y el presidente Santos, en un sainete marcado por acusaciones recíprocas y escándalos abiertos.
Ahora me encuentro en Argentina, país al que conozco bien y que disfruto mucho. Viví un año entero en Buenos Aires en la recta final del gobierno de Cristina Fernández, y ello me permite observar con cierta perspectiva la gestión en curso de Mauricio Macri. Hay cosas que no han cambiado, como la crispación política que divide a la sociedad argentina en dos mitades irreconciliables. Acá la política lo atraviesa todo y en ese lance divide familias y amistades. “Nos hemos vuelto muy sectarios”, me dice un amigo entrañable. La verdad es que siempre lo han sido, pero ahora a él le toca ser oposición de un gobierno que tiene un discurso amoroso pero ha ejercido la violencia implacable. El garrote estatal –que en este país tiene ecos ominosos– ha reaparecido para reprimir la protesta social.
Algo impensable en los tiempos del kirchnerismo, que hacía de la protesta un instrumento para gobernar. Sé que parece paradójico pero así era porque la movilización no era contra el gobierno sino contra otros poderes fácticos que hoy han hecho coalición con el macrismo. Así que el cambio fundamental reside en que las tanquetas mudaron de mano. El día de ayer, para colmo, estalló una devaluación del peso argentino que llevó al dólar a sus máximos históricos y anuncia un duro golpe a la capacidad adquisitiva de millones de argentinos.
Es importante advertir que se trata de países que se presumen democráticos, liberales y constitucionales, y que en los años recientes han pintado su raya frente al experimento venezolano. El dato es importante porque es verdad que Venezuela dejó de ser una democracia hace mucho tiempo, pero también lo es que los partidos de la alternativa están dejando de serlo. Unos por populistas y otros por elitistas, pero lo cierto –y lo que importa y preocupa– es que se están desfondando las democracias constitucionales de Latinoamérica.
Vale la pena preguntarnos qué tan lejos estamos los mexicanos de ese vendaval autoritario o, en aras de la precisión, de esa involución democrática. Entre nuestra desigualdad social, los escándalos de corrupción y la Ley de Seguridad Interior, tal vez no tanto. Populistas o elitistas que sean, nos acechan las autocracias. Bonita forma de terminar el año. Feliz 2018.