Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
18/08/2016
La Reforma Educativa empantanada tiene, sin duda, muchos defectos y errores de diseño. El potencial transformador del cambio constitucional pactado en 2013, aprobado con una mayoría legislativa de gran coalición, se atascó en una legislación secundaria aprobada a la carrera, de espaldas a aquellos que debieron ser sus principales beneficiarios e impulsores –los maestros– y ha sido taponada por un movimiento misoneísta encabezado por unos líderes que buscan mantener los derechos de propiedad que sobre el presupuesto educativo y sobre la carrera de los profesores les había escriturado el arreglo institucional creado durante el antiguo régimen para garantizar la gobernabilidad del gremio magisterial.
La resistencia al cambio latente entre buena parte del profesorado mexicano, sin embargo, tiene razones más profundas que el mero rechazo a una legislación mal diseñada, que no alineó los incentivos de manera adecuada para hacerla atractiva entre quienes a final de cuentas tenían la última palabra para definir el éxito o el fracaso de la reforma. Si bien un servicio profesional docente con una buena oferta de carrera, con mecanismos claros de promoción en la función y con criterios de evaluación del desempeño que fueran estimulantes en lugar de amenazantes pudo haber encontrado mayor aceptación entre los maestros, de cualquier manera se hubiera enfrentado al hecho de que en la sociedad mexicana el mérito no ha sido nunca el principal criterio para definir el ascenso social, conseguir empleo o fundar el avance en la carrera burocrática.
Desde sus orígenes virreinales, en la cultura mexicana ha privado el origen como criterio esencial de la diferenciación social. Si bien el sistema de castas fue abolido formalmente desde la independencia, sus trazas quedaron como improntas que se expresan en el proceso de aprendizaje social y se reproducen como formas estereotipadas de reacción en la convivencia cotidiana. Frente a este modelo de estratificación, de reminiscencias racistas, que reproduce la desigualdad, en México no se desarrolló un mecanismo moderno de superación de las desigualdades de cuna, basado en la reivindicación de las capacidades y méritos personales sin distinción de origen, que le diera pleno sentido e impulsara la reivindicación de la igualdad de oportunidades, esencia de la ética republicana.
A pesar de su matriz ideológica liberal, que en teoría despreciaría todo privilegio no basado en el esfuerzo individual y todo vínculo no elegido libremente por los individuos, la república mexicana, cuando finalmente logró ser instaurada, basó su estabilidad en la articulación de una compleja red de clientelas en las que los grupos sociales débiles y las comunidades tradicionales solo conseguían protección de las autoridades a cambio de lealtad y sumisión política. La relación con el protector –jefe político, cacique o autoridad burocrática– era de carácter personal e implicaba una reciprocidad asimétrica. Solo se podía hacer valer cualquier derecho si se contaba con la relación adecuada con un poderoso y todo servicio público se obtenida a través del favor personalizado del patrón correspondiente, con quien quedaba en deuda el beneficiario.
El reparto del empleo público ha sido históricamente uno de los ámbitos en los que este arreglo clientelista se expresa con mayor claridad. Cada trimestre hago un pequeño experimento casero con mis alumnos casi recién ingresados a las licenciaturas de Ciencias Sociales en la UAM. En la primera sesión del curso les suelo preguntar a qué se piensan dedicar al terminar la carrera que apenas comienzan y la abrumadora mayoría expresa su aspiración a conseguir algún tipo de empleo estatal. Cuando les pregunto sobre cuáles creen que son los requisitos para lograr ese objetivo nunca, en casi tres décadas, he encontrado a alguien que se llame a engaño: siempre todos responden que lo principal es tener un conocido que le consiga la chamba, al cual se le deba el favor y, por lo tanto, se le corresponda con lealtad política.
Los estudios universitarios son, para esos alumnos, un requisito formal para cubrir el expediente, no el punto de partida para adquirir los conocimientos y habilidades que les permitan ganarse el puesto y después desempeñarse con eficiencia. Saben bien que su futuro laboral no depende tanto de lo que aprendan como de las relaciones políticas que logren establecer. De ahí que no tengan demasiado interés en los contenidos de su educación y más bien busquen pasar por el engorroso trámite de terminar una carrera y graduarse de la manera menos exigente. No desarrollan hábitos de estudio ni exigen demasiado compromiso de sus profesores, pues saben que al terminar nadie las va a preguntar qué saben, sino a quién conocen, a cuál patrón le son leales.
Este arreglo clientelista de la administración pública, que concibe el empleo público como un botín a repartir entre amigos y validos y que lo que busca no es eficiencia en el desempeño, sino la lealtad y el apoyo político de los beneficiarios del reparto, ha tenido consecuencias tremendas en el sistema de incentivos de la sociedad mexicana. La dedicación al estudio, el mérito y el esfuerzo por hacer mejor las cosas carecen de valor, mientras que el comportamiento cortesano y lacayuno se consideran cualidades apreciables entre los subordinados y la complicidad y el intercambio de favores son las conductas esperadas entre pares.
La Reforma Educativa hoy en entredicho se sustenta en un criterio que debería ser incuestionable: todo ingreso, promoción o estímulo en la profesión docente se debe basar en méritos académicos y de desempeño evaluables. Más allá de los problemas que la evaluación misma representa, resulta difícil convencer a los maestros de que a ellos sí se les va a aplicar ese criterio, cuando saben que todos los funcionarios de la Secretaría de Educación Pública o de los gobiernos estatales que les quieren imponer las nuevas reglas ocupan su puesto no porque hayan realizado concurso de oposición alguno, o hayan obtenido su cargo de dirección por evaluación de su desempeño, sino porque pertenecen a la red de reciprocidad adecuada.
No faltará quien respingue y me diga que estoy omitiendo la ley del servicio público de carrera aprobada en los tiempos de Fox; sin embargo, esa norma es poco más que una tomadura de pelo. Mientras en México no se reforme ese arreglo esencial en el que se basa el ingreso al empleo público, no se modificarán los incentivos actuales para la corrupción ni tendremos una burocracia medianamente eficiente y obligada realmente a rendir cuentas. Y tampoco se podrá convencer a los maestros de aceptar unas condiciones que los burócratas quieren aplicar como quien hace justicia en los bueyes del compadre.