Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
30/07/2020
El clima político del país está enrarecido. El Presidente de la República usa todos los días sus peroratas matinales para descalificar y echar en el mismo saco a todos aquellos que no lo apoyan, a cualquier crítico de su grandilocuencia transformadora la cual, sin embargo, no está quedando mas que en agua de borrajas. El desprecio presidencial frente a toda la construcción institucional derivada del pacto de 1996, que dio paso, mal que bien, a la democratización del país y construyó un entramado de reglas y cuerpos del Estado que rompieron con el monopolio del antiguo partido único y del viejo presidencialismo omnímodo que dominó el siglo XX mexicano, ha llevado a que muchos temamos una involución autoritaria. Las andanadas retóricas y los golpes legislativos contra los órganos constitucionales autónomos, los cuales ya han cobrado las presas del instituto encargado de la evaluación del sistema educativo y de la Comisión Reguladora de Energía, la cual no desapareció, pero quedó reducida a la irrelevancia por medio de la captura, mueven a creer en que es el momento de cerrar filas contra la posibilidad de la tiranía.
No son pocas las señales ominosas. El tono del Presidente es insultante y reduce a cualquier opositor casi al nivel de traidor a la patria, mientras sus corifeos hacen eco de sus diatribas. La polarización discursiva coloca a todo crítico del lado de los defensores del statu quo con el que se supone que el actual Gobierno está rompiendo. La provocación presidencial está surtiendo efecto y está llevando a que sus críticos se estén colocando solos en el mismo saco en el que los quiere López Obrador. La estrategia que le conviene es la de mantener su lugar como el único capaz de destruir los vicios del antiguo régimen, identificado como neoliberal, y erigirse en el gran arquitecto de un nuevo arreglo, que acabe con los privilegios y la corrupción.
El Presidente sabe muy bien que su fuerza radica precisamente en las desviaciones y las tremendas insuficiencias del arreglo construido a partir del pacto de 1996. Si bien entonces se dieron pasos enormes en la construcción de una poliarquía, con mecanismos para garantizar que el voto fuera el instrumento para sacar del poder a los malos gobiernos, no fue un pacto que desmontara buena parte del entramado institucional del régimen del PRI, pues mantuvo intacto el sistema de botín que convierte a los recursos públicos y al empleo burocrático en objeto de captura política, y no acabó con el corporativismo como mecanismo de representación social vertical y limitado. El pacto del 96, además, se sustentó en una coalición antifiscal que mantuvo el arreglo distributivo que ha reproducido la desigualdad y la pobreza, en la medida en la que ha impedido construir un auténtico estado social de derechos.
El gran fracaso del pacto del 96 fue que no supo construir un Estado honrado y que funcione. La corrupción y la ineficacia se han mantenido exactamente igual que en los tiempos del monopolio del PRI. Contra lo que proclama López Obrador, no fueron producto del neoliberalismo, sino que son taras congénitas de la construcción estatal mexicana. El problema de la transición a la democracia es que fue incompleta. No significó el paso de un Estado natural, de acceso limitado a la organización económica, social y política, a un auténtico orden social de acceso abierto. Por no abrir, comenzó manteniendo estrecha la entrada a la competencia política y solo dio paso a una poliarquía limitada, una partidocracia depredadora que terminó por fracasar y de ese fracaso se nutrió López Obrador y su pretensión de hacer tabla rasa del pasado.PUBLICIDAD
Muchos de quienes votaron por López Obrador y por su coalición en 2018 pueden estar hoy decepcionados. Muchos no comparten ni el tono ni las políticas erráticas del actual Gobierno, pero seguramente no quisieran volver al statu quo ante bellum y de ninguna manera estarían dispuestos a votar por la reedición del frente encabezado por el PAN. Otros, que no votamos por el actual Presidente, pero tampoco votamos por Anaya, tampoco estaríamos por ir a la zaga del partido de la derecha. Es verdad que frente a temas cruciales es necesario construir un polo de defensa de la Constitución y la democracia y que es imprescindible poner coto a las pretensiones de concentración de poder del Presidente, pero ello no implica caer en su juego polarizador, pues nada le vendría más como anillo al dedo, para usar uno de sus propios tópicos, que la materialización de la BOA inventada en los sótanos de sus grupos de propaganda.
Una reedición del Frente llevaría a que los votantes desilusionados o los poco convencidos se fueran a la abstención o cerraran filas contra la restauración de la partidocracia y contribuiría a refrendar la mayoría absoluta conseguida de manera tramposa por la coalición de López Obrador en la Cámara de Diputados. La posibilidad misma de lograr una cámara plural, capaz de servir de contrapeso y valladar contra la concentración de poder, radica en construir una oposición que le dispute el electorado de centro izquierda a Morena y sus aliados. El problema es que el mismo sistema proteccionista creado por el pacto de 1996 como reminiscencia del proteccionismo electoral de la época clásica del PRI juega en contra de esa opción, pues solo los partidos que cuentan con registro y aquellos que lo consigan con las reglas que favorecen al clientelismo podrán participar en la elección de 2021.
Si se quiere enfrentar con éxito las pulsiones autoritarias del Presidente, es indispensable presentar un programa bien articulado y concreto en torno al proyecto de un Estado social de derechos y una lista de candidaturas que lo defiendan. Y eso solo se podrá hacer a través de alguno de los partidos existentes o que están a punto de existir, dispuesto a abrirse plenamente a candidaturas que no provengan de sus estructuras orgánicas, que tengan arraigo en sus comunidades o que representen causas sociales y de defensa de la agenda de derechos humanos, tan despreciada por el actual señor del gran poder. La elección de 2021 no puede convertirse en un referéndum a favor o en contra de López Obrador, porque eso es exactamente lo que él busca. Tiene que ser un gran debate nacional sobre el fracaso del proyecto distributivo del Presidente, en un plano, mientras que en otro debe ser una oportunidad para defender el avance democrático.