Fuente: El Universal
La madrugada de ayer, el IFE impuso severas multas a algunos partidos por una serie de conductas cometidas durante el proceso electoral de 2006 y en los meses que le siguieron.
Más allá del desafortunado momento en el que el IFE viene a resolver asuntos de la pasada elección, pues estamos a la víspera del inicio del próximo proceso electoral que arranca en pocos días (y que suscita la duda de por qué actos anticipados de campaña cometidos hace casi tres años —que motivan algunas de las sanciones— vienen a sancionarse hasta ahora), cabe una reflexión de más alcance que tiene que ver con la postura con que la autoridad electoral asume sus atribuciones.
La reforma de 2007-2008 incrementó sustancialmente las facultades del IFE en su tarea de vigilar que el orden jurídico electoral no sea violado por los partidos, sus candidatos y militantes, así como por autoridades, particulares y por los concesionarios de radio y tv. Para decirlo en breve: la reforma dotó al IFE de los dientes, que algunos decían no tenía, para garantizar el respeto de los diversos actores a las normas electorales.
No obstante, no hay peor servicio a la causa de la consolidación democrática y a la construcción de la confianza en el árbitro que una autoridad que sobreactúa en el ejercicio de sus atribuciones. Y eso es, me parece, lo que ocurrió en varias de las sanciones que acaba de imponer el IFE.
Es cierto que el Cofipe impone como obligación de los partidos “conducir sus actividades dentro de los cauces legales y ajustar su conducta y la de sus militantes a los principios del Estado democrático” (artículo 38, 1, a). Es cierto también que el Tribunal Electoral reconoció, en el caso Amigos de Fox, la figura de la culpa in vigilando como base de la corresponsabilidad de los partidos respecto de los actos ilícitos cometidos por sus miembros. Pero también lo es que ese contexto de exigencia debe ser entendido en el marco de la vida político-electoral. No puede pretenderse que los partidos sean corresponsables de todos los actos ilícitos de sus militantes. Sería tanto como querer que el asalto a un banco o una infracción de tránsito cometida por un militante generara una responsabilidad al partido del que forma parte.
Además, no toca al IFE juzgar si un acto es violatorio del marco legal. Su competencia se ciñe a las conductas electorales. No creo que competa a la autoridad comicial determinar si los actos de los representantes populares contravienen o no el marco jurídico del Congreso, y ni siquiera si el que un conjunto de seguidores de un candidato bloqueen o no una calle viola la ley. Ponderar la legalidad de las conductas de los legisladores o los límites del derecho a manifestarse es competencia de otras autoridades, no del IFE.
Me hago cargo de que una de las faltas más graves que se le atribuyen al anterior Consejo General fue su pasividad frente a actos que enturbiaron el buen desarrollo de la elección de 2006; pero eso no se resuelve con la imposición de sanciones estridentes. Las grandes multas impuestas a los partidos en el pasado respondieron no a un afán de legitimación de la autonomía del IFE, sino a la gravedad de las conductas cometidas.
La autoridad electoral no debe ser omisa en su función de vigilancia del orden jurídico electoral, pero tampoco puede excederse en esa tarea. La mejor manera para que el IFE enfrente el difícil desafío que tiene por delante es no ser temeroso ni temerario en la aplicación de la ley. El buen destino de nuestro sistema electoral depende de ello.
Investigador y profesor de la UNAM