Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
24/11/2016
La cercanía de Cervantes con el actual grupo de poder no es obstáculo para ocupar su cargo actual como Procurador, pero sí es un impedimento importante para dotar a la nueva fiscalía de la legitimidad simbólica indispensable. Foto: Cuartoscuro
Si hay un desastre institucional patente de manera cotidiana en México es en la justicia. Los órganos encargados de la investigación y la persecución de los delitos, tanto del fuero común como del fuero federal, han sido históricamente ineficaces, venales y sesgados políticamente. Las procuradurías encargadas del ministerio público, agentes monopólicos de la acción penal, no han sido otra cosa que cuerpos policiales de capacidades técnicas precarias, con personal poco formado y sin un sistema de carrera profesional basado en el mérito, que crean o desbaratan casos más por intereses políticos o por presiones de la opinión, que como producto de un trabajo de indagación bien sustentado y con base en una jerarquización determinada por la gravedad de los delitos y el daño provocado.
Su dependencia de los poderes ejecutivos, ya sean locales o del federal, las han hecho órganos especialmente proclives a una aplicación selectiva de la fuerza del Estado, que suele dejar en la impunidad las faltas de los integrantes, amigos o aliados del grupo en el poder, mientras a los díscolos y a los enemigos les suelen aplicar la ley de manera desproporcionada o abusiva y han sido, además, autoras de frecuentes violaciones a los derechos humanos en su proceder.
El desastre se evidenció todavía más con la malhadada guerra contra el narcotráfico, que provocó un aumento exponencial en los delitos y la consiguiente impunidad. La presión internacional y de las organizaciones ciudadanas mexicanas ha dado paso a un ciclo de reformas en la justicia, articuladas en torno al cambio del sistema penal escrito al oral–acusatorio. Junto con el cambio del sistema penal, los estados de la federación emprendieron reformas formales de sus procuradurías que, en la mayoría de los casos, no han sido más que nominales. Que las antiguas procuradurías se llamen ahora fiscalías no ha significado cambio sustancial alguno, pues detrás del nuevo nombre está los viejos organismos con sus taras ancestrales.
Eso exactamente puede acabar ocurriendo con la reforma constitucional de 2014 que ha abierto el proceso para la creación de la substitución de la actual Procuraduría General de la República, por una Fiscalía General autónoma. El objeto manifiesto de la reforma es sacar del ámbito de decisiones del Poder Ejecutivo las tareas de investigación de los delitos y la presentación de los casos ante la judicatura. La formulación de la parte sustantiva de la reforma ha sido adecuada, pues se instituye la nueva Fiscalía como órgano constitucional autónomo y se pone a su cabeza a un fiscal avalado por el Senado de la República con inamovilidad relativa por nueve años, de manera que se rompan sus vínculos de lealtad con el Presidente en turno. Hasta ahí, todo bien.
Pero como el diablo siempre está en los detalles, el constituyente permanente hizo una trampa que puede dar al traste con todo el proceso de institucionalización del nuevo órgano: en un transitorio estableció que quien ocupare el cargo de Procurador General en el momento de la aprobación de la ley orgánica de la nueva Fiscalía será en automático el primer fiscal por los siguientes nueve años; además, en otro transitorio decretaron que toda la estructura actual de la PGR se trasladará a la nueva Fiscalía, es decir, toda la corrupción, falta de profesionalismo e ineficacia será una pesada carga heredada que lastrará toda la construcción de la nueva organización.
De poco le servirá a la nueva Fiscalía toda su autonomía si la van a operar los mismos judas de siempre, atrabiliarios, arbitrarios y corruptos, o los mismos agentes del ministerio público que, a pesar de ostentar títulos de abogados, están precariamente alfabetizados, como lo puede constatar cualquiera que lea un acta redactada por alguno de ellos. Si se cumple plenamente con lo mandatado en el transitorio correspondiente, la nueva fiscalía no será más que la antigua PGR con otro nombre.
Pero la trampa mayor está en el transitorio que le da pase automático al Procurador en ejercicio al cargo de fiscal por nueve años. ¿Un Procurador elegido con los criterios actuales, sin apenas un escrutinio público de sus méritos, va a darle a la nueva Fiscalía la percepción social de autonomía frente al poder ejecutivo y de imparcialidad indispensables para la institucionalización simbólica de la nueva Fiscalía? Me temo que no.
Tal como se presenta el estado actual del proceso de construcción de la fiscalía, el recién nombrado Procurador, Raúl Cervantes, tiene –además de la responsabilidad de esclarecer la gran cantidad de casos abiertos ante los cuales el organismo se ha mostrado incapaz, como el de Ayotzinapa, el de Apatzingán o el de Tanhuato, por mencionar solo tres en los que hay indicios creíbles de brutales violaciones a los derechos humanos y de conducta ilegal de las fuerzas del Estado– la ingente tarea de diseñar el modelo de la nueva organización, a partir del cual se elaborará su ley orgánica. Pero, con independencia de la manera en la que cumpla estas complejas tareas, se perfila ya como nuevo fiscal, con pase automático después de haber pasado un proceso de nombramiento opaco y apresurado, en el que el Senado le dio el aval sin apenas cuestionar sus méritos profesionales para el cargo ni su autonomía frente al poder en ejercicio.
La cercanía de Cervantes con el actual grupo de poder no es obstáculo para ocupar su cargo actual como Procurador, pero sí es un impedimento importante para dotar a la nueva fiscalía de la legitimidad simbólica indispensable. El nuevo fiscal debería ser una personalidad sin militancia política tan claramente definida. El actual Procurador puede ser un hombre capaz como jurista, pero sin duda no puede ser considerado ni autónomo ni imparcial respecto a la política cuando ha sido integrante de la dirección del PRI y Senador por ese partido y, además, tiene vínculos familiares estrechos con la eminencia gris de la presidencia de Peña en temas jurídicos. De entrada, no es un perfil idóneo para la construcción institucional de una fiscalía claramente despolitizada, pues, aunque pueda estar lejano de los intereses del próximo gobierno, la percepción social difícilmente podrá dejar de pensar que fue puesto ahí para cuidarle las espaldas al gobierno saliente.
El dilema institucional de la nueva fiscalía es que por más que se construya un modelo técnicamente impecable, este no se institucionalizará realmente si no se le construye simbólicamente de manera adecuada. Cuando en 1996 se decidió la autonomía del IFE, la construcción orgánica del instituto como cuerpo profesional llevaba ya un lustro; sin embargo, fue el nombramiento de consejeros considerados imparciales lo que logró la nueva institucionalización. Fue la decisión de estadista del Presidente Zedillo de proponer, a través del PRI, a personas no identificadas con su partido un paso crucial para lograrlo. En cambio, cuando en 2003 el PRI y el PAN se coludieron para nombrar un consejo general sin incluir al PRD en el acuerdo, no bastó con una estructura profesional y técnicamente capacitada para evitar la pérdida de legitimidad del instituto frente a la andanada deslegitimadora desatada por la elección de 2006. En este momento, aquella experiencia resulta ilustrativa.