Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
18/03/2021
Para José Ramón Cossío, con mi solidaridad.
El Poder Judicial mexicano nunca ha gozado de cabal salud. Desde el nacimiento de la nación independiente, su relación con el Ejecutivo ha sido complicada y, sobre todo a partir de la República Restaurada, ha estado marcada por la sumisión y su uso faccioso y en extremo politizado.
Los constituyentes auténticamente liberales de 1857 imaginaron un Poder Judicial con fortaleza e independencia: la Suprema Corte de Justicia fue entonces diseñada como un poder de carácter electivo, para que tuviera tras de sí tanta legitimidad ciudadana como el Ejecutivo y el Legislativo. Sin embargo, se le politizó en extremo cuando se le otorgó al presidente de la Suprema Corte de Justicia la función de reemplazar al Ejecutivo Federal en sus ausencias temporales y en la absoluta mientras ocurría la nueva elección. Es bien conocido el uso que le dio Benito Juárez a este precepto al proclamarse Presidente con el argumento de que el cargo había quedado vacante, pues Ignacio Comonfort desconoció la Constitución al percatarse de que con sus normas le iba a ser imposible gobernar.
En plena intervención francesa, Juárez enfrentó un reto similar al que él le había planteado a Comonfort: Jesús González Ortega pretendió erigirse en Presidente de la República ante la falta de elecciones en 1865. A partir de 1867, después de su fallido intento de reformar la Constitución con un mecanismo inconstitucional –el referéndum– para fortalecer al Ejecutivo, Juárez comenzó a echar mano del fraude electoral para controlar a los otros dos poderes. Así, logró ministros de la Corte leales, lo mismo que diputados complacientes. Después de la muerte del prócer, Sebastián Lerdo de Tejada siguió utilizando la superchería para hacerse con adeptos en los poderes que deberían limitar al Supremo Poder Ejecutivo, pero eso no impidió que José María Iglesias se proclamara Presidente de la República desde la presidencia de la Corte en 1876, en medio de la turbulenta sucesión de Lerdo, marcada por el levantamiento de Tuxtepec.
El desarrollo de la articulación entre las formas efectivas de poder y las instituciones formales durante el régimen de Porfirio Díaz fue relegando a la Suprema Corte a un plano bastante inferior al que los constituyentes le habían querido conferir y trazó la trayectoria institucional de dependencia judicial que ha caracterizado a la historia de México. Las facultades políticas de la Corte se fueron diluyendo: una reforma de 1886 le quitó la capacidad de fijar las penas de los funcionarios condenados y eliminó el papel de sustituto presidencial de su presidente. Ya desde 1871, la propia Corte se había inhibido de decidir sobre cuestiones electorales y el mecanismo ideado por el Constituyente para garantizar su independencia resultó, por el contrario, una garantía de su dependencia del poder real, el Ejecutivo, debido a las formas de control del voto popular.
Finalmente, solo el juicio de amparo acabó resultando eficaz como instrumento frente a la arbitrariedad política, pero siempre al servicio de los más poderosos, sobre todo aquellos con los recursos para sostener los onerosos litigios que implica y con las limitaciones establecidas por la “fórmula Otero”, que limita los efectos de las sentencias de amparo únicamente a quienes fueron parte en el juicio y que hasta muy recientemente impedía que el amparo pudiera tener efectos generales.
Los constituyentes de 1917, a petición de Venustiano Carranza, pusieron el acento en en fortalecimiento constitucional del Ejecutivo frente a los otros poderes. Sin embargo, en un principio la elección de los ministros de la Suprema Corte la hacía un Colegio Electoral integrado en el Congreso sin participación del Ejecutivo. Fue posteriormente, a instancias de Álvaro Obregón, cuando el caudillo diseñó las reformas para modelar la Constitución a su medida rumbo a su reelección en 1928, que el Presidente de la República adquirió la facultad de nombrar ministros de la Corte, aunque ratificados por el Senado. La estructura jerárquica del Poder Judicial Federal, reproducida en los poderes judiciales locales, estableció a partir de entonces una judicatura clientelista, con mecanismos de disciplina y lealtad que garantizaron su subordinación política durante toda la época clásica del régimen del PRI.
Con todo, el Poder Judicial existía y, a pesar de que en buena medida su actuación estaba delimitada por la frontera que imponía el poder presidencial, no se trataba simplemente de una extensión del Poder Ejecutivo, ya que la justicia era uno de los reguladores de un régimen basado en un equilibrio de fuerzas que necesariamente exigía compromisos. Sin duda, los jueces decidían con base en criterios de jerarquía social y en la capacidad de negociación e influencia de los actores involucrados en un juicio, por lo que los fallos frecuentemente favorecían a aquellos con mayor poder económico o con la fuerza política para presionar a su favor. Las más de las veces, la venalidad de los jueces solo fue limitada por su subordinación a los designios del poder político.
Así, México no tiene una larga tradición de Poder Judicial independiente y comprometido con la justicia y el orden jurídico, aunque a partir de 1995, a la par del proceso de transición democrática, el Poder Judicial Federal comenzó a reformarse: la Suprema Corte se transformó en un tribunal de constitucionalidad, se creó el Consejo de la Judicatura, para romper las redes de clientelas judiciales y crear un sistema de carrera que garantizara la independnecia de los jueces y se pretendió replicar estas reformas en los estados de la federación, aunque en la mayoría de los casos solo ocurrieron operaciones cosméticas.
Si bien la reforma judicial ha sido incompleta, es innegable que el Poder Judicial Federal ha ganado en autonomía, imparcialidad y profesionalismo. Durante las últimas dos décadas ha habido actuaciones judiciales relevantes que han servido para acotar certeramente al Poder Ejecutivo. También ha aumentado la transparencia de sus decisiones en relación al poder económico, aunque no se haya erradicado por completo la influencia del dinero en la justicia mexicana.
Empero, no cabe duda de la pertinencia de un nuevo proceso de reforma judicial, que abarque en serio a los poderes locales, que ponga coto por completo a la captura de los juzgados y los tribunales por los intereses económicos y acabe de una vez por todas con su sumisión política. Una reforma que fortalezca la carrera judicial, modernice la estructura de la judicatura y profesionalice su función.
Lo que resulta ominoso es que la reforma arranque con una andanada de amenazas e insidias del Presidente de la República sobre la actuación de los jueces que lo contradicen y contra un exministro crítico. Si la captura económica de los jueces es sinónimo de corrupción, su sumisión política es garantía de autoritarismo que apunta a la tiranía. Tan nefasto lo primero como peligroso lo segundo.