Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
04/10/2018
Cincuenta años después de la tragedia de Tlaltelolco es imprescindible hacer una reflexión seria sobre el papel que el Ejército mexicano ha jugado en la historia durante el último siglo, el de su existencia como entidad constitucional. Una historia de claroscuros que requiere de mucha investigación serena para ser conocida con precisión, pues se trata de una parte de la construcción institucional del país poco explorada, rodeada de secretos y ocultamientos, pero que es central en la comprensión de las contrahechuras del Estado mexicano. Falta, sin duda, mucha información documentada, pero aun así es posible construir algunas conjeturas sobre las que se debería hilar fino si de entender la manera en la que el Estado mexicano ha pretendido ejercer su monopolio de la violencia.
El Ejército mexicano nació del triunfo constitucionalista en la guerra civil que siguió a la caída del gobierno de Huerta. Su control territorial permitió la celebración del Congreso Constituyente de 1916, pero fueron esos mismos caudillos los que dieron el golpe militar que acabó con el primer gobierno constitucional. Se suele eludir en la historia oficial que la piedra fundacional del régimen posrevolucionario fue un golpe de Estado, el Plan de Agua Prieta, lo que llevó a que las disputas por el poder se resolvieran a balazos durante toda esa década. Los sucesivos pactos políticos –el de 1929, el de 1938 y el de 1946– junto con un proceso de profesionalización que siguió a las sucesivas depuraciones posteriores a las sublevaciones de la década de 1920– fueron de manera gradual restándole a las fuerzas armadas capacidad como actor político deliberante.
Durante la época clásica del régimen, la del control civil al amparo del Partido Revolucionario Institucional, el Ejército dejó de estar en el centro de la lucha por el poder, pero a cambio obtuvo el privilegio de ser uno de los principales agentes de venta de protecciones particulares, principal mecanismo por medio del cual el régimen redujo la violencia. Muchos generales se enriquecieron gracias a los dividendos obtenidos por la práctica. Parece lógico que el mercado del opio y de la mariguana hacia los Estados Unidos fuera uno de los ámbitos en los que esa protección se desplegara.
Con la lealtad militar garantizada y con los jefes del Ejército imbricados en la red de complicidades que garantizaba la disciplina política, los sucesivos presidentes civiles, a partir de Miguel Alemán, usaron al Ejército para desarticular las protestas sociales. Alemán lo usó contra los ferrocarrileros en 1948, Ruiz Cortines contra los maestros en 1956, López Mateos de nuevo contra los ferrocarrileros en 1960, la mayor represión previa a 1968. Y eso para hablar solo de su uso contra las movilizaciones urbanas, pues la actuación militar fue reiterada contra los movimientos campesinos. Sin embargo, al Ejército se le protegió con un manto de silencio sobre sus actuaciones: en la prensa controlada por el régimen no se podía atacar a los militares, de la misma manera que estaba vedado hacerlo con el presidente de la República.
La represión del movimiento estudiantil de 1968 tuvo en la Plaza de las Tres Culturas su momento más sangriento; pero no fue ese el único episodio de uso inconstitucional de las fuerzas armadas contra las protestas juveniles de aquel verano. Desde el principio de las movilizaciones de protesta por el uso excesivo de la fuerza por parte de la policía de la ciudad de México, el gobierno de Díaz Ordaz decidió sacar a los soldados a la calle y enfrentar con bazucas y tanques a los estudiantes que se manifestaban por sus derechos. Los muertos del 2 de octubre fueron el resultado sangriento de una decisión política tomada al calor de la paranoia presidencial respecto a la supuesta conspiración comunista contra los Juegos Olímpicos y su gobierno. Sea como haya sido que se desató la tragedia –tiendo a creer que fue, como narró Luis González de Alba, el producto de una chapuza instigada por rivalidades dentro de la cúpula del propio gobierno– el hecho es que ahí estaban los soldados armados frente a una multitud pacífica. Y lo que saben hacer los soldados es disparar, para eso están entrenados. El culpable de la matanza fue el presidente que los movilizó en primer término.
La tragedia del 68 marcó el límite de la utilización del Ejército contra la protesta civil en las zonas urbanas, mientras durante la década de 1970 se le usó para perseguir a las guerrillas rurales, sobre todo a la de Lucio Cabañas en Guerrero y, a partir de la Operación Cóndor, para el exterminio de los plantíos de amapola y mariguana, como parte de la guerra contra las drogas impuesta por el gobierno de los Estados Unidos. Desde entonces, el Ejército ha estado implicado en la lucha contra el narcotráfico, aunque sin dejar de administrar las redes de protección particular en diversas regiones.
Sin embargo, el despliegue territorial del Ejército no había alcanzado, desde el final de las rebeliones militares, los niveles que ha tenido a partir de la declaratoria de guerra contra el crimen organizado de Calderón. En la última década, los militares han vuelto a ocupar las ciudades y, gradualmente, se han hecho con el control de la seguridad pública, de manera directa o indirecta, en todo el país. Los resultados no han sido nada positivos: violaciones de derechos humanos, masacres, muertes de civiles, como la expuesta por el magnífico documental Hasta los dientes. Esas actuaciones, inconstitucionales al menos desde la reforma de 2008 al artículo 21, pretenden ser normalizadas por la Ley de Seguridad Interior, actualmente sometida a varias acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales ante la Suprema Corte de Justicia.
La experiencia de la tragedia de hace 50 años, lo mismo que la multitud de casos documentados durante estos años de plomo de la guerra contra el narco, son prueba clara de la mala idea de usar a las fuerzas armadas para enfrentar conflictos sociales o a la delincuencia, pues en su naturaleza está el combatir al enemigo, no resolver delitos a partir de la investigación, con un uso controlado de la fuerza. Tampoco es buena idea simplemente cambiarles el nombre y el uniforme, pues al final de cuentas seguirán siendo lo que son: organizaciones para la guerra. Si lo que se quiere es adecuar a las fuerzas armadas a una democracia constitucional, entonces habría que ponerlas bajo el control político de secretarios civiles, pero sin involucrarlas más en tareas de seguridad pública. Esa debe ser labor de los gobiernos civiles, del ministerio público y de policías profesionales, bien entrenadas y cercanas a las comunidades. Ya tenemos suficiente experiencia al respecto como para seguir por la misma ruta equivocada.