Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
29/12/2016
El Ejército mexicano tiene una historia peculiar, producto de las singularidades del régimen político mexicano surgido de la revolución. En su origen está la confluencia de grupos armados que participaron en la guerra civil, en torno al tronco principal del finalmente victorioso Ejército Constitucionalista, y durante los años formativos del régimen fueron los caudillos militares los que marcaron la contienda política, a partir de su control territorial. En 1920 fue la “huelga general de generales”, como calificó Luis Cabrera a la rebelión de Agua Prieta la que definió la sucesión presidencial, no un proceso democrático. En 1923–24, de nuevo la sucesión se determinó por un conflicto armado, aunque en esa ocasión la rebelión llamada “delahuertista” fue derrotada.
Después de la sangría que dejó la rebelión entre la alta oficialidad del ejército, el nuevo Presidente, Plutarco Elías Calles, impulsó una transformación de las fuerzas armadas para que dejaran de ser un cuerpo rebelde, tentado a influir en los asuntos políticos y dirigido por caudillos con abiertas ambiciones políticas. El artífice de la reorganización, modernización y disciplina de unas fuerzas armadas de origen revolucionario y hasta entonces de muy mal conformar fue Joaquín Amaro, Secretario de Guerra y Marina desde 1924 hasta que, en un intento por estabilizar la endeble presidencia de Pascual Ortiz Rubio, Lázaro Cárdenas pactó su salida del gabinete, junto a la de él mismo, entonces Secretario de Gobernación y las de los otros dos generales que ocupaban secretarías del despacho: Juan Andreu Almazán, de Comunicaciones y Saturnino Cedillo, que apenas 40 días antes había sido nombrado al frente de la de Agricultura.
La reorganización impulsada por Amaro contribuyó a despolitizar al ejército, los mismo que el pacto de 1929, del que surgió el Partido Nacional Revolucionario y que fortaleció a los liderazgos civiles de las distintas regiones, pero no fue sino con la sustitución de buena parte de los jefes de operaciones militares del país que llevó a cabo Lázaro Cárdenas ya en la presidencia, después de su rompimiento con Plutarco Elías Calles en junio de 1935, cuando el ejército quedó completamente disciplinado al poder del Presidente de la República. Sin embargo, todavía se le reconoció un papel político relevante cuando se estableció el pacto corporativo con la transformación del PNR en Partido de la Revolución Mexicana en 1938, pues quedó incorporado dentro del nuevo partido del régimen como “sector”, equiparado a las organizaciones obreras, campesinas y populares que le dieron cuerpo al nuevo arreglo.
El artífice de la subordinación definitiva de las fuerzas armadas al poder civil fue Miguel Alemán, primero como secretario de Gobernación que impulsó la desaparición del sector militar del PRM y después, ya enfilado a la candidatura presidencial, como cabeza del nuevo pacto político, el que en 1946 llevó a la transformación del partido hacia su forma más acabada: el PRI.
Los tres pactos sucesivos–el de 1929, el de 1938 y el de 1946– establecieron gradualmente las instituciones que pacificaron al país. La reducción de la violencia se logró gracias a que se generó un marco eficaz de reglas del juego para establecer los límites de la extracción de rentas por parte de los distintos grupos incluidos en la coalición de poder: períodos claramente delimitados, reglas de circulación y espacios territoriales bien definidos.
Las fuerzas armadas fueron parte del arreglo y sus jefes y oficiales obtuvieron, a cambio de su disciplina y lealtad, márgenes para el aprovechamiento privado de sus posiciones de poder en áreas delimitadas de influencia. Al igual que el resto de los agentes del Estado, los militares pudieron usufructuar parcelas de extracción de rentas de manera privativa, entre ellas la administración de los mercados ilegales de drogas. Desde luego, se trata de una conjetura difícil de probar fehacientemente debido a la naturaleza clandestina de la actividad y al velo de secreto con el que fueron protegidas las fuerzas armadas durante la época clásica del régimen del régimen.
En los tiempos de la autocensura de los medios de comunicación –impuesta por su enorme dependencia de los recursos públicos para sobrevivir y por otros mecanismos menos sutiles, como el monopolio del papel en manos del Estado o las deudas fiscales toleradas, pero que pendían como espada de Damocles sobre las cabezas de los empresarios noticiosos–, el ejército era tan intocable como el Presidente de la República. Los negocios de los generales en sus respectivas zonas de poder eran solo difundidos por los rumores de la población local, imposibles de probar. Mientras la disciplina se mantuviera, igual que con los políticos y los burócratas, se podía usar la autoridad conferida para medrar personalmente; la circulación temporal de zona a zona o de cargo a cargo limitaba la depredación y evitaba el arraigo territorial. El manto protector sobre la información de sus actividades contribuyó al mito de unas fuerzas armadas relativamente honradas en un país de políticos rateros.
Las fuerzas armadas fueron, así, parte sustancial del arreglo del antiguo régimen. Si bien su subordinación al poder civil constituye uno de los elementos básicos de la maduración del Estado natural mexicano, no cabe duda de que formaron parte del acuerdo distributivo de un orden social de acceso limitado a los grupos que formaban parte de la coalición de poder. La oficialidad del ejército y de la marina tenía su cuota de representación corporativa en el Congreso de la Unión y su papel patriótico era reconocido año tras año con prolongadas ovaciones en los informes presidenciales. Durante los primeros veinte años de la etapa clásica del régimen, fueron generales quienes encabezaron al partido y siempre se mantuvo cierta cuota militar en las designaciones presidenciales de candidatos a gobernar los estados.
El ejército siempre estuvo ahí cuando el señor del gran poder en turno lo requería para romper una huelga o enfrentar la protesta civil. Lo usó Miguel Alemán para echar a la dirección democrática del sindicato ferrocarrilero en 1948 e imponer en su lugar al charro por antonomasia, Jesús Díaz de León. Lo usó López Mateos para romper la huelga de los mismos ferrocarrileros en 1960 y detener a sus líderes. Desde entonces y durante los siguientes tres lustros, el ejército persiguió guerrilleros y en 1968 participó en la represión del movimiento estudiantil, ocupó los campus universitarios y tomó parte en el desaguisado que culminó con la matanza del dos de octubre.
Desde 1975, con la operación Cóndor, el ejército ha sido parte de la ambigua y desastrosa guerra contra las drogas impuesta por los Estados Unidos y no ha diferenciado su actuar de la manera en la que enfrentó la guerra sucia contra las guerrillas de aquellos tiempos. Nunca los derechos humanos han sido la guía de su proceder. Las fuerzas armadas mexicanas son una organización del antiguo régimen que no han vivido un proceso de reforma para adecuarlas a las condiciones de la democracia y el respeto al orden jurídico. Durante décadas, su utilización no requirió de regulación alguna, pues estaban regidas por la arbitrariedad del presidente en turno: fueron un pilar del autoritarismo.
La discusión actual sobre la regulación del uso de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública debe concluir con una legislación que ajuste su actuar a las condiciones de una democracia constitucional y debería ser el primer paso de una reforma que replantee su papel en el Estado mexicano de hoy y elimine sus características anómalas, como el hecho de que sean los militares mismos los responsables de la política de defensa. Los jefes militares de la marina y el ejército no tienen por qué ocupar las secretarías del ramo: deberían ser meros jefes de sus estados mayores, con un secretario de la Defensa civil, como ocurre en todas las democracias consolidadas.