Rolando Cordera Campos
El Financiero
04/10/2018
“El desempeño insatisfactorio de México es un misterio”, apunta Paul Krugman, y agrega “Cuando el TLCAN se negoció e implementó había una creencia generalizada de que abrirse al comercio, aunado a unas reformas básicas, detonaría un crecimiento más rápido, y eso no ha pasado. México ha cumplido, es más estable que antes, su comercio ha aumentado significativamente, pero no sabemos qué ha pasado” (Bloomberg Businessweek, 20/09/18, entrevista de Carlos Manuel Rodríguez).
Hace años, al inicio del presente siglo, a invitación de Javier Beristáin, economistas de varias inspiraciones nos reunimos en Huatusco para bordar alrededor de una interrogante central: ¿Por qué no crecemos? Las respuestas fueron múltiples, hasta incluir a la obviedad que hoy cultivan los más fervientes partidarios de la apertura y las reformas de mercado: faltaron reformas, la apertura externa no fue seguida por una efectiva apertura interna, o las instituciones fueron capturadas por intereses corporativos.
José Casar y Jaime Ros, al examinar rigurosa y claramente la experiencia de aquellos primeros años de la “economía abierta y de mercado” que se proclamó seguiría al presidencialismo económico, optaron responder con otra pregunta: ¿Y por qué habríamos de crecer? (Nexos, 1/10,04).
Eran los años del reinado del vicepresidente Francisco en Hacienda, a principios de la década pasada; Casar y Ros fincaron su argumento en el análisis de la política económica que acompañó la apertura para encontrar en ella, en la filosofía que la inspiraba y en la forma en que se aplicó, la razón principal de un desempeño decepcionante que se volvió costumbre y ahora lleva al brillante economista de Princeton y editorialista del New York Times a reconocer que “no sabemos lo que ha pasado”.
Casar y Ros dirían que, en principio, sí sabemos y que lo que importa es reconocerlo y traducirlo en un cuerpo distinto, no necesariamente contrario, al que ha imperado en la configuración de la política económica.
Tras aquel ensayo, Jaime Ros ha seguido incursionando en el tema ofreciendo dos libros, donde pasa revista a las tesis equivocadas sobre el estancamiento económico del país, y revela las trampas de lento crecimiento y desigualdad que lo tienen aherrojado socialmente (Algunas tesis equivocadas sobre el estancamiento económico de México, Colección Grandes Problemas, México, Colmex y UNAM, 2013; y ¿Cómo salir de la trampa del lento crecimiento y alta desigualdad?, Colección Grandes Problemas, México, Colmex y UNAM, 2015).
En ellos, arriesga sugerencias de política que podrían ser el punto de partida de una estrategia centrada en la recuperación de la dinámica económica perdida, así como en mecanismos institucionales destinados a redistribuir el ingreso de manera consistente y sostenida.
Santiago Levy, por su parte, reedita la revisión que realizara hace unos años de la política social seguida por el Estado desde fines del siglo pasado (Esfuerzos mal recompensados. La elusiva búsqueda de la prosperidad en México, BID, 2018) y apunta algunas de las razones del poco crecimiento económico, de la reproducción de la pobreza, la informalidad y el que la baja productividad ahogue la redistribución de los frutos de la apertura y las reformas de mercado.
Por falta de diagnósticos rigurosos y, en algunos casos, certeros, no nos podemos quejar. El eslabón que Krugman busca debe estar en otra parte. Los resultados del cambio estructural son diversos y encontrados, pero a lo largo del tiempo dos son los que nos marcan: la magnitud de la pobreza en sus diferentes categorías y la vulnerabilidad masiva que la acompaña, y una desigualdad económica extendida a otros planos fundamentales de la vida como la salud o la educación. Esta desigualdad, a su vez, no se ha desplegado en una mayor inversión gracias a los excedentes “primarios” que la concentración de ingreso y riqueza expresa.
Sabemos que la inversión privada ha crecido, por lo menos desde los primeros años siguientes a la Gran Recesión, pero también que ha sido del todo insuficiente para sostener un crecimiento del PIB por lo menos del doble del que hemos tenido en las últimas tres décadas. El mínimo socialmente necesario.
El eslabón perdido, así, en las dosis necesarias para acelerar el dinamismo de la inversión privada y empezar a cerrar las brechas entre el norte y el sur, es la inversión pública que no sólo creció por debajo de las tasas mínimas indispensables para superar las enormes fallas en la infraestructura, sino que redujo sustancialmente su participación sin haber sido subsanada por un crecimiento equivalente de la privada.
Por eso es que tenemos que asumir que la madre de todas las reformas es la fiscal, concebida como un componente indispensable de una reforma del Estado que lo lleve más allá del plano administrativo y del electoral para inscribirlo en el terreno de las decisiones del poder, la formulación de planes y proyectos y una participación social que no puede reducirse a nuevas rutinas plebiscitarias. La reforma estatal indispensable no puede reducirse a compactar funciones, como pretende hacerse con varias secretarías y la banca de desarrollo; mucho menos a la disminución de oportunidades de empleo público ni a su abaratamiento.
El Estado necesario es fuerte, bien dotado de recursos financieros y humanos. Ahí está la llave del misterio. Más que de arqueología hay que hablar de sentido común.