Mauricio Merino
El Universal, 19/09/2010
Cuando se rastrea el origen de los procesos históricos que importan,lo que se encuentra es una mezcla. Y nuestro nuevo régimen político es también una amplia y añejada mezcla de acciones y razones, basadas en la conciencia sobre la importancia del arreglo democrático, en contraste con la ineficacia y la corrupción del sistema autoritario, la desigualdad social creciente y la recurrencia de las crisis, además del papel tenaz que jugó una parte de la sociedad y de la intervención de ciertos liderazgos democráticos en los momentos críticos.
Pero es inútil seguir rebuscando entre los personajes y los acontecimientos del último cuarto del siglo XX la explicación de lo que no ha podido suceder en la primera década del siglo nuevo pues aunque la historia política es secuencia, las claves de nuestra transición fueron diferentes a las que están trabando y desafiando la consolidación democrática de México.
Para decirlo rápido: los políticos actuales no son los padres sino los herederos de aquellos cambios de final de siglo y la lectura y la responsabilidad que hoy nos hace falta es muy distinta. No importa cuántas veces lo nieguen los politólogos que prefieren pensar que así son las cosas en el mundo y que el trayecto de la transición fue pactado de principio a fin (con lo cual solamente faltaría esperar sentados), lo cierto es que el proceso mexicano se fundó en un acuerdo exclusivamente electoral, que marcó su desenlace.
No es que se haya pensado sólo en ganar votos, ni que la idea de una transición votada haya estado animada sin más por el puro reparto del poder. Esa sería una caricatura infame. Pero sí se creyó que habría un eslabonamiento, obligado por las circunstancias, que vendría desde el respeto al voto hasta la construcción completa de un nuevo régimen político, y que cada nuevo paso a favor de la pluralidad traería otro en provecho de la democracia. Pero en esa lógica había una cierta ingenuidad mecanicista, según la cual todos los cambios habrían de venir como en cascada, una vez ganado el voto.
Lo que sucedió fue, en cambio, la construcción de un nuevo régimen de partidos que produjo un equilibrio lamentable. Los aparatos partidarios se quedaron con el monopolio de la representación política, se regalaron recursos en alforjas llenas para convertir su militancia en burocracia, y se dieron las reglas suficientes para controlar a gusto las instituciones que habrían de regular su desempeño. Un equilibrio situado, además, en el peor de los mundos institucionales: con un presidencialismo cada vez más acotado, con un Congreso de tres fuerzas principales —que combina mayorías con representación proporcional— y con un federalismo a tres voces que quieren ser autónomas, que conforma un coro tan incierto como desafinado.
No conozco un solo manual de ciencia política contemporánea que no condene esa combinación como la más compleja e ineficiente de todas las imaginables en el mundo. Y a la mexicana, hay que añadir el poder enorme —a la luz de cualquier comparación— de nuestros partidos principales, de su financiamiento y del costo de las instituciones que los refuerzan cada día.
No creo que sea indispensable hacer recuento de los daños, para advertir que el nuevo régimen ha producido un enorme desencanto y que hoy, recién nacido, ha demostrado ya su ineficacia hasta unos límites que parecen imposibles. Pero sí es necesario subrayar —y con mucho énfasis— que la alternativa de volver atrás no existe, ni siquiera bajo la hipótesis de que el PRI vuelva a ganar la presidencia, porque lo que cambió fue el régimen y no sólo el partido gobernante. Así que el mayor riesgo de interrumpir el proceso democrático es el de alimentar, lisa y llanamente, la tentación autoritaria por la vía de la violencia. Si queremos vivir en paz, no hay más que completar de prisa la cadena democrática.
Lo que no está resuelto, empero, es la ruta para hacerlo. De un lado, están quienes pugnan por imaginar fórmulas para devolverle al presidente el poder de decidir y hacer, liberándolo de bloqueos y restricciones, tanto del Congreso como de los gobernadores; y de otro, quienes preferimos abandonar en definitiva lo que fue (y ya no podrá volver a ser), para enfatizar el sentido de responsabilidad entre esos nuevos actores que han entrado en lisa. En este lado, hay quienes incluso se han atrevido a proponer el parlamentarismo como opción para el futuro de México.
Por mi parte, estoy seguro de que la pluralidad partidaria está entrelazada con la pluralidad de instituciones, del mismo modo en que el singular presidencial lo estaba con el autoritarismo. Pero creo también, en consecuencia, que el nuevo régimen no podrá consolidarse sin asignar responsabilidades claras ni exigir rendición de cuentas a todos y cada uno de sus protagonistas. La transición no sólo fortaleció partidos y elecciones, sino que reveló que además de Presidente hay gobernadores, senadores, diputados, jefes delegacionales, alcaldes y hasta síndicos y regidores con atribuciones propias, además de ministros, jueces, secretarios, jefes y directores que, entre muchos otros, también gobiernan el país.
Entre esa miríada de puestos electos y designados, casi todos sabemos qué debemos exigirle al presidente pero casi nadie sabe qué hacen los demás, ni mucho menos a quién le rinden cuentas. Nuestra transición repartió el poder, pero todavía no ha distribuido bien a bien las responsabilidades para el nuevo régimen. No todos deben hacer lo mismo, ni todos son presidentes de repúblicas a modo. Que cada quien responda por lo suyo, que se aclaren los espacios y que se cumplan las funciones. He ahí el eslabón perdido de nuestra democracia. Se llama responsabilidad pública.
Politólogo, ex consejero del IFE
** Imagen: (Foto) MODA. Recreación de cómo se vestía en el México de 1828