Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
06/09/2018
Comienza la nueva legislatura, al tiempo que el próximo Gobierno va tomando los hilos de la administración y va quedando claro que el margen para el cambio es mucho más estrecho de lo que la ilusión de la campaña electoral hizo imaginar a muchos electores. El candidato que movió la emoción popular con sus consignas que clamaban por una sacudida histórica va, poco a poco, convirtiéndose en el Presidente que entiende que su capacidad de maniobra es mucho menor que la imaginada, mientras que los legisladores del gran movimiento transformador se muestran como lo que siempre fueron: políticos reciclados sin mayor coherencia entre sí que la lealtad y la disciplina por el caudillo cuyo arrastre electoral les garantizó la mayoría.
Tras la grandilocuencia demagógica de proclamar una cuartatransformación, equiparable a otras tres míticas transformaciones de la historia mexicana según una taxonomía que parece sacada del relato maniqueo de los libros de texto gratuitos de la década de los sesenta, lo que va imperando es la terquedad de las instituciones, esas pertinaces restricciones a la voluntad que modelan al final del día el comportamiento de los individuos y sus organizaciones y que solo cambian gradualmente, en los márgenes. Reglas y prácticas que persisten porque forman parte del comportamiento aprendido y asumido como apropiado. Maneras de hacer las cosas arraigadas y que responden a trayectorias de largo plazo poco susceptibles de ser cambiadas a golpe de timón.
El Presidente Electo va gradualmente desdiciéndose, a la sordina, de muchas de sus proclamas de campaña. Sale de una reunión con los militares a anunciar un aplazamiento sine die a la salida de las fuerzas armadas de las tareas de seguridad que tan ineficazmente han realizado. Lo notifica casi con resignación: parece que lo han convencido de que no hay más remedio que seguir en la misma ruta empantanada en la que Felipe Calderón metió al país y en la que Enrique Peña Nieto acabó por atascarlo. Contradictorio pero empecinado, López Obrador insiste en su nostalgia decimonónica de la Guardia Nacional, pero ya como un proyecto a largo plazo, sin fecha de concreción. El nombrado como próximo secretario de seguridad, que antes ya había descartado el proyecto de Guardia Nacional, pero se había comprometido con la desmilitarización gradual pero constante, no tiene más remedio que asumir sus dichos como un objetivo a seis años.
Frente a la realidad, lo que se echa en falta es una hoja de ruta clara, un proyecto más allá de las consignas de campaña. Una vez más, como siempre, ante la ausencia de proyectos bien articulados, con base en los cuales se construya una estrategia de Gobierno, se recurre a los foros, subterfugios legitimadores ante la falta de ideas propias que le den rumbo a un cambio que día a día se muestra más evanescente, apenas simulado por medidas cosméticas y gestos de cara a la galería, como la compra de tortas para llevar en el aeropuerto.
La debilidad mayor de la transformación pretendida se muestra en su extremada personalización, en la idea de que el cambio es él, en su desconfianza, tan mexicana, por las reglas. En el tema de la fiscalía, lo que le urge es nombrar a alguien de su confianza, sin ver la necesaria reconstrucción institucional del órgano encargado de la procuración de justicia, carcomido hasta sus cimientos por la corrupción y la ineficacia. Para el próximo Presidente la justicia sigue siendo, como en los tiempos de la presidencia omnímoda, heredera de las tradiciones monárquicas, una gracia que se concede desde el poder, como cuando, en referencia a casos conspicuos de corrupción como el de Odebrecht, sale a decir que no va a hacer cacerías de brujas ni persecuciones. No se trata, entonces, de que la justicia haga su trabajo, sino de que el Señor Presidente sea misericordioso.
Pero la terquedad de las maneras de hacer las cosas arraigada en los mapas mentales con los que se navega en la política mexicana se ha mostrado, con especial tenacidad, en el sainete legislativo. En un mundo donde la excepción son las nuevas caras y las intensiones reales de cambio, los mismos políticos de siempre se siguen comportando como siempre. Desde el bufón que ha asumido su papel de provocador, hasta el provecto Presidente de la Cámara de Diputados, clara muestra de que no ha habido solución de continuidad alguna en la política mexicana desde hace más de cuatro décadas.
Desde luego, en el repertorio de mañas heredadas está la voluntad no de ser mayoría, sino aplanadora. Las mayorías se construyen en torno a propuestas y proyectos de políticas discutidas y deliberadas. Son coincidencias de propósitos, que sin duda implican intercambios de posiciones. La aplanadora, en cambio, es una maquinaria disciplinada al servicio del poder y para lograrla no se necesita construir coincidencias programáticas ni afinidades ideológicas: se requiere, en cambio, intercambios de favores y mecanismos sancionadores. La mayoría es reflexiva, la aplanadora es monolítica y disciplinada. Para construir su dominio en el Congreso, MORENA no ha necesitado presentar una agenda bien trabajada y discutida. Le ha bastado con aprovechar las reglas de sobrerrepresentación y para consolidar su predominio absoluto, de manera que pueda presidir la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados durante toda la legislatura, y con ello controle la formación de la agenda, ha recurrido a la compra por intercambio de favores de un puñado de saltimbanquis del falso Partido Verde. Como que esta gran transformación se parece demasiado a lo de siempre.