Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
20/04/2017
Las detenciones de Tomás Yarrington y Javier Duarte han generado un esperado clamor en las redes y han servido el espectáculo tan caro a la televisión, sobre todo la del segundo, en pleno sábado de Gloria, cuando las noticias escasean y los televidentes reposan. Las reacciones han ido desde las loas a la gran eficacia y determinación de las autoridades mexicanas, empeñadas en reducir la impunidad proverbial de la corrupción en México, hasta las teorías conspirativas más demenciales. Desde la mesura, es evidente que se trata de dos buenas noticias, pero no significan ningún parteaguas en el arduo proceso de contención del escandaloso patrimonialismo que históricamente ha caracterizado al ejercicio del poder público en este país.
De hecho, los casos ejemplares, si bien son importantes para revertir la sensación de impunidad que la sociedad mexicana tiene respecto al latrocinio al que nos tienen acostumbrados los gobernantes, no son el principal mecanismo para reducir los amplios márgenes existentes en el Estado mexicano para la apropiación privada de los recursos públicos y para la explotación personal de las parcelas de poder. No cabe duda de que los peces gordos deben ser perseguidos y juzgados, además de despojados de sus botines para reintegrarlos a la sociedad de la cual fueron extraídos, pero como bien ha escrito Mauricio Merino con su captura y castigo se puede crear una falsa impresión de que se está haciendo algo sustancial, mientras las redes de corrupción, y las causas institucionales de esta, quedan intactas.
No es una novedad la desfachatez de los gobernadores para saquear las arcas públicas y utilizar su cargo para los negocios personales y de sus familias. Se trata de una manera de ejercicio del poder que forma parte de la trayectoria institucional mexicana. Durante la época clásica del régimen del PRI, la colusión entre empresarios y gobernante locales fue una marca de la casa, al tiempo que era costumbre el desvío de recursos públicos a las cuentas personales de los prebostes locales. Hubo algunos tan descarados, como Gonzalo N. Santos en San Luis Potosí, que alardearon de sus latrocinios, mientras otros fueron más discretos, pero llegar a gobernar un estado en México, por más pobre que este fura, era una garantía de paso a una mejor vida. En Campeche, por ejemplo, entidad casi despoblada y con magros ingresos fiscales propios, hubo personajes, como el inefable Carlos Sansores Pérez, que construyeron fortunas faraónicas a su paso por la gestión pública.
La democracia, se nos dijo, serviría para atemperar la depredación a la que el monopolio político nos acostumbró. El voto serviría para castigar los abusos y llevaría a la contención de los políticos en sus ansias de enriquecimiento. Sin embargo, lo que ha ocurrido es que, en la medida en la que los límites establecidos por la férrea disciplina impuesta por el arbitraje presidencial centralizado se han perdido y las perspectivas de largo plazo de los políticos locales, esperanzados por continuar sus carreras más allá de su gobierno local, se han diluido, cada alcalde o cada Gobernador, constreñido su mandato a tres o seis años, sin necesidad de presentarse de nuevo ante sus electores para rendir cuentas, aprovecha al máximo el tiempo de su gestión, como los bandidos estacionarios del modelo de Mancur Olson, conscientes de que sus posibilidades de enriquecimiento tienen fecha de caducidad.
Sin embargo, es indispensable entender con precisión la lógica institucional del fenómeno. No se trata, como pretende López Obrador, de un enfrentamiento entre la podredumbre y la virtud, pues no solo es una cuestión de moralidad, que se resolverá cuando los buenos y honrados encabezados por él mismo lleguen al poder. Prueba de ello es que la depredación local no ha respetado fronteras partidistas: una vez en el poder, tanto los panistas como los perredistas lo han usado de la misma manera que sus pares del PRI. Así, hay un problema de incentivos racionales y oportunidades orgánicas que debe ser explicado para desmontarlo.
La explicación más tradicional, desde la perspectiva de la elección pública, de la corrupción ubica su causa esencial en el problema principal–agente: sin mecanismos eficaces de disciplina, tanto formales como informales, cada agente del Estado tendrá como función de utilidad individual el aprovechamiento personal del poder y los recursos puestos a su cargo. Desde esta perspectiva, la construcción misma del Estado mexicano, débil y contrahecho, implicó una gran permisividad para que cada agente, desde el policía de la esquina hasta los altos directivos de la burocracia, vendiera directamente sus protecciones y negociara privadamente la desobediencia de la ley, con lo que se estableció un patrón de relación entre los ciudadanos y los funcionarios estatales basado en la negociación personalizada.
De acuerdo a este enfoque, una buena forma de resolver la corrupción pasa por la eliminación de la gestión personalizada, la simplificación administrativa y la reducción del Estado. Empero, si bien ello puede contribuir a atemperar la pequeña corrupción cotidiana de la gestión estatal (las fotomultas, por ejemplo, le quitan al policía la posibilidad de morder, mientras los trámites por internet eliminan la capacidad de los funcionarios de ventanilla para vender sus buenos oficios a la hora de agilizar alguna gestión), ni explican ni resuelven la gran corrupción patrimonial ejercida desde los cargos ejecutivos de elección popular, como las alcaldías o los gobiernos estatales. Por lo demás, es un argumento usado para abogar por el Estado mínimo.
Resulta que existe evidencia para afirmar que el tamaño del Estado no es lo relevante. Es más, Anna Perssons y Bo Rothstein han argumentado en un artículo académico publicado en Comparative Politics en enero de 2015 que muchos de los Estados más grandes, como los escandinavos, son de los menos corruptos del mundo, precisamente porque su tamaño depende de la cantidad de impuestos que recaudan, lo que lleva a sus ciudadanos a estar especialmente alertas sobre la manera en la que su dinero se gasta. Esta es una perspectiva útil para entender la desvergüenza de los gobernantes locales mexicanos, pues los ciudadanos –sobre todo los más ricos– aunque se indignan cuando se hacen públicos los escándalos de corrupción, no sienten que es su dinero el que se están robando estos personajes, pues no lo vinculan con sus impuestos. Como los gobiernos locales casi no recaudan directamente impuestos, los recursos desviados provienen principalmente de las participaciones federales, que a su vez tradicionalmente tampoco es muy eficaz en eso de las exacciones y ha basado buena parte de su gasto en los ingresos petroleros y de otros recursos naturales. Así, la falta de exigencia social de rendición de cuentas se debería precisamente a la propia debilidad fiscal del Estado.
Los gobernadores mexicanos son extremadamente irresponsables con los recursos que administran porque no son ellos los que los recaudan y no se sienten obligados a rendir cuentas directas a los contribuyentes pues, al final de cuentas, ellos se van después de seis años y las deudas o los boquetes presupuestales le quedaran a sus sucesores. Mientras esto sea así, difícilmente se frenará la depredación, por más que existan algunos a los cuáles se les castigue ejemplarmente.