Jorge Javier Romero
Sin Embargo
30/06/2022
México está seriamente enfermo. La violencia es el síntoma más evidente de un mal que requiere un diagnóstico serio, pero que hasta ahora nadie ha atinado a hacer de manera que se pueda aplicar el tratamiento correcto. De hecho, algunas de las medicinas aplicadas han resultado peores remedios y han aumentado la fiebre que agota al país y lo llena de pústulas y bubones infectos, pues como médicos de antaño, aquellos que pretendían curar equilibrando los humores del cuerpo, los gobiernos sucesivos han aplicado sangrías que debilitan más e infectan zonas sanas, en lugar de atinar con la medicina que detenga la propagación del mal.
El Presidente de la República insiste en que el mal es la desigualdad y su cauda de pobreza, que la cura radica en corregir la inequidad ancestral de la sociedad mexicana y ha apostado a dar chochitos de apoyos sociales con poco más efecto que los remedios homeopáticos para curar el cáncer, aunque sigue confiando en la pretendida panacea aplicada por sus predecesores, la militarización, para contener la metástasis que, sin embargo, no se detiene y carcome progresivamente al cuerpo agónico del país.
En efecto, una sociedad más igualitaria tendería a ser menos violenta, pero la desigualdad y la pobreza ancestral no son más que otro síntoma de la misma enfermedad: el Estado contrahecho, envejecido, incapaz incluso de servir para su función esencial, que es precisamente la reducción de la violencia gracias a su ventaja comparativa en la fuerza, no se diga ya para generar un piso de condiciones materiales equitativas que permitan una convivencia pacífica.
López Obrador insiste, desde una perspectiva justiciera, en la desigualdad como causa, como antes Calderón y Peña Nieto hablaron de descomposición del tejido social desde una perspectiva moralista, que tampoco le es ajena al actual Presidente, como se ve cuando apela a las madrecitas y las abuelitas regañonas. Unos y otros han dado palos de ciego, mientras la tasa de homicidios ha llegado a niveles de hace más de medio siglo y no tiene visos de reducirse sustancialmente.
El mal ya estaba ahí, aunque apenas se incubaba, cuando Felipe Calderón recetó la militarización. En lugar de curar la infección, esta se propagó. Peña y López mantuvieron la dosis, aunque pretendieron aplicar otros paliativos. Pero las ronchas siguen pululando y se convierten en llagas supurantes y el dolor paraliza al cuerpo social.
Creo que para lograr un tratamiento adecuado deberíamos comenar por un buen diagnóstico y a partir de él ir dosificando los medicamentos correspondientes. Mientras no veamos el mal de fondo, las sangrías aplicadas continuarán matando al paciente. Y el mal está en la estructura misma del Estado mexicano, corsé anticuado y asfixiante, debajo del cual se propaga la infección que gangrena al tejido social e impide desarrollar las condiciones para una prosperidad más igualitaria, mientras aumenta el ardor y propicia la rasquiña que se transforman en matanzas y confrontación.
El Estado mexicano construido durante desde el siglo XIX ya no sirve. Durante décadas, mal que bien, logró reducir la violencia de manera progresiva y generó condiciones para el crecimiento económico. Pero sus mecanismos se basaban en tecnologías sociales arcaicas, que gradualmente comenzaron a oxidarse y generaron las ampollas que se infectaron y se convirtieron en llagas. La organización social con ventaja en la fuerza nunca fue lo suficientemente vigorosa como para ser indisputada, de ahí que impusiera su dominio relativo en un proceso constante de negociación de la desobediencia y venta de protecciones particulares. Nunca logró dejar atrás del todo su origen criminal y siempre actuó más como una familia mafiosa basada en pactos de reciprocidad, que como una maquinaria sustentada en la aplicación equitativa de reglas claras e incontrovertibles.
El Estado mexicano tradicional se parece demasiado a sus competidores. El dominio basado en el chantaje y la extorsión, características recurrentes del ejercicio del poder en el México del PRI, heredero del porfiriato y con prosapia virreinal, no se diferencia mucho del que imponen las bandas criminales que cobran derecho de piso. Uno y otras son vendedoras de protección mafiosa, de ahí que sean intercambiables y su personal se confunda y transite de un bando a otro.
Durante las décadas del régimen del PRI el pacto mafioso funcionó porque logró un sistema de arbitraje aceptado y tuvo mecanismos de disciplina funcionales. Eso es lo que se disolvió con la competencia plural. Pero en lugar de transitar a un orden estatal profesional y a un sistema de arbitraje institucionalizado, basado en un orden jurídico consensuado y administrado por un sistema judicial relativamente imparcial, desde el gobierno de Calderón se ha pretendido sustituir al viejo arreglo con la fuerza bruta del ejército. El resultado ha sido desastroso.
La enfermedad nacional tiene dos síntomas que, además, interactúan para agravar el mal originario. Entre más violencia, menos condiciones para el desempeño económico, entre más pobreza, más rencor que aviva la hoguera del terror. Solo un nuevo pacto entre las partes aún no infectadas del cuerpo social puede frenar la gangrena. Si queremos evitar el colapso final de México, es indispensable cambiar de fondo al Estado.
No sirve ya el sistema de apropiación directo de rentas con el que se pagaba a los políticos sus servicios de contención e intermediación, porque se han disuelto los mecanismos tradicionales de disciplina y arbitraje y para muchos de quienes antes usaban al PRI como vía de enriquecimiento, ahora reditúa más actuar en la frontera difusa entre la vieja maquinaria estatal y las organizaciones informales con ventaja en la violencia. La única cura posible es la reconstrucción estatal, un cambio profundo de tecnología social que desheche la vieja armadura medioeval y la sustituya por una maquinaria profesional, regida por la ley y con mecanismos de vigilancia y control social que la limiten. Una tarea ingente, que posiblemente ya no estemos a tiempo de llevar a cabo.