Rolando Cordera Campos
La Jornada
14/06/2015
Hubo vida después de la elección y la tormenta perfecta de la anulación al boicot, tan usufructuada por unas supuestas élites intelectuales que le hicieron la vida fácil a los corresponsales extranjeros, pasó a retiro… o a la espera. Otra vez, el choque de trenes se pospuso, tal vez porque para que haya choque se necesita que haya trenes en movimiento y por la misma vía.
La nave va, pero no resulta aconsejable celebrarlo. Marcha un tanto escorada y con irritante lentitud, por el lastre de la pobreza y el subempleo masivos y el peso muerto del dogmatismo estabilizador. Es aquí, en los escenarios económico-políticos mayores, donde se teje el porvenir de familias y generaciones, donde la democracia no ha sido capaz de mostrarse como una efectiva y distinta forma de gobierno. El consenso logrado lleva a preguntarse por el sentido y función de las camadas dirigentes en los partidos, las academias y las organizaciones de la sociedad civil, pero también por los lazos y canales de comunicación entre las bases sociales, el pueblo llano y los proletarios y trabajadores en general, y esos grupos que actúan como dirigentes o pretendientes a serlo pero que no dirigen y han convertido a la inercia en virtud teologal y a las verdades vacías como la competencia o el mercado en un canon inconmovible.
Este último, articulado por un dogmatismo estabilizador que entiende estabilidad con parálisis económica y social, poco tiene que ver con aquellas estrategias puestas en juego por el Estado después del jolgorio alemanista. Frente a sus estragos de inflación, devaluación y desorden en las finanzas estatales, no se impuso la austeridad congelante, sino iniciativas para llegar a nuevas formas de cooperación institucional entre fuerzas productivas, sectores sociales y grupos dirigentes.
Emergió así una coalición desarrollista con criterios restrictivos en el plano de las finanzas públicas y el manejo de la moneda y los cambios que, sin embargo, nunca sometieron la acción pública directa a través de la inversión e indirecta mediante el fomento, los subsidios y desde luego la protección comercial. Podemos identificar hoy sin demasiados problemas otras implicaciones negativas de dicha estrategia, como el descuido de los temas de inequidad y desigualdad, o la afirmación agresiva, violenta incluso, de la hegemonía posrevolucionaria que desembocaría sangrientamente en Tlatelolco, pero el saldo visto desde hoy es positivo: crecimiento alto y sostenido; elevación generalizada de los niveles de vida de prácticamente todos los mexicanos; construcción de potencialidades productivas importantes, aunque insuficientes, como lo veríamos después, etcétera.
Luego vino el deterioro de esta forma de crecer y buscar el desarrollo y se empezó a hablar del cambio en dirección a una economía abierta y de mercado. Desde las cúpulas del mando estatal se llegó a hablar de liberación por la vía mercantil de las obligaciones y veredictos históricos del propio Estado posrevolucionario. Se veía el cambio estructural como una revolución que nos llevaría a la modernidad por la vía más rápida.
La hora neoliberal se abrió paso primero con una austeridad fiscal, y en general económica, draconiana, para supuestamente pagar la deuda externa, y luego, prácticamente sin solución de continuidad se implantó la apertura externa en materia de comercio e inversiones y la depuración del sector público por la vía rápida de la venta o el remate de las empresas estatales.
El ajuste para pagar la deuda le costó a México más de lo que le costó a Alemania el Tratado de Versalles, y así sobrevino la ola de empobrecimiento que nos ahoga y no cesa. La estructura económica resultante perdió su dinámica original y el desperdicio del todavía llamado bono demográfico ha llegado a niveles escalofriantes. Lo mismo con la desigualdad, cuyos coeficientes pueden ser mayores a los reconocidos, como nos lo sugirió el investigador Gerardo Esquivel en días pasados.
Sin embargo, y a diferencia de aquella traumática experiencia teutona que convulsionó la primera mitad del siglo XX en todo el mundo, aquí se abrió paso no sólo el mercado sino también la democratización del régimen, cuya puesta en suspenso apenas iniciada nos trajo hasta este nuevo valle de lágrimas. Inconclusa, la tarea mayor de construir un orden democrático capaz de sustentar un régimen distinto y mejor sigue en primer lugar de nuestro orden del día y a muchos mexicanos sigue pareciéndoles que la mejor vía para intentarlo y tratar de fallar mejor, como aconseja Beckett, es la democracia representativa.
La nueva legislatura tiene que hacerse cargo de dos asignaturas pendientes fundamentales si en efecto se quiere salir al paso del gran extravío a que nos llevó la revolución neoliberal y del que hoy nos tiene en ascuas y tiene que ver con la forma en que se ejerce el poder. No se trata de otra revolución pero sí de un gradualismo acelerado que reconozca que el Estado emprendedor, promotor y hasta empresario no es un arcaísmo sino una condición necesaria para erigir una sociedad habitable, plural y por tanto moderna. Y que, como otra condición necesaria para esa habitabilidad, hoy tan deteriorada por el cinismo y la violencia, se tiene que asumir expresamente la de defender y fortalecer a la democracia con más democracia, que quiere decir no menos sino más Estado.
Quizás, como también se sugirió en la 13 reunión del Grupo Huatusco, donde escuché la magistral presentación del colega Esquivel, frente a estas simas de desigualdad y pobreza, ahora de nuevo con empobrecimiento y sin crecimiento económico, así como de desorden jurídico-político e institucional a lo grande, lo que requiramos sea no tanto un presupuesto base cero, sino pensar en un Estado base cero. Para tan sólo salir del laberinto.