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El debate público

El fantasma del populismo

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

07/09/2015

Demagogia, intolerancia y populismo fueron equiparados —y abominados— por el presidente Peña Nieto en el segmento más provocativo de su Tercer Informe. La opinión publicada ofreció una interpretación inmediata: se trata de la nueva batalla política contra López Obrador. Con igual presteza surgieron advertencias sobre el riesgo de fortalecer a ese dirigente al convertirlo en adversario principal del gobierno. Pero la obsesión del Presidente de la República con el populismo puede ser entendida de manera más amplia. Más que el repunte obradorista, a Peña Nieto y el grupo con el que gobierna les inquietan las exigencias para que haya un viraje en la política económica.

El populismo, sobre todo como lo hemos conocido en América Latina, se ampara en la presunta reivindicación del interés de las mayorías, pero supedita la organización y la expresión de los grupos populares a figuras y estructuras caudillistas. En ese contexto, el pueblo es coartado de medidas autoritarias encubiertas en una retórica indulgente y paternalista. Como dice que actúa a nombre del pueblo, el líder populista jamás reconoce que se equivoca.
Tales rasgos permiten que, cuando Enrique Peña Nieto habla de populismo, muchos volteen a mirar a Andrés Manuel López Obrador que padece y exhibe rasgos cardinales del fundamentalismo populista. Sin embargo, al populismo además se le identifica con la imposición del poder estatal en todos los órdenes de la vida pública. Las posturas políticas de López Obrador en temas específicos, como la orientación de la economía, son tan difuminadas y acomodaticias, según las circunstancias, que difícilmente se les puede clasificar como populistas. Peña Nieto, en cambio, reivindica un ortodoxo neoliberalismo cuando hace su arenga antipopulista.

El presidente Peña inició su mensaje con motivo del tercer informe mencionando los tres asuntos difíciles que en el año reciente implicaron serios tropiezos para su gobierno: la matanza de estudiantes en Iguala, la fuga del Chapo Guzmán y la adquisición de la residencia de la familia presidencial. Sin embargo, en ninguno de esos temas ofreció explicaciones adicionales a las que ya se conocen, ni hizo un balance que pudiera conducirlo al anuncio de nuevas decisiones.

Esos tres asuntos no le inquietan por la connivencia que pudieran significar entre gobernantes o funcionarios judiciales con el narcotráfico en los casos de Iguala y Almoloya, o por el tráfico de influencias que develó la adquisición de la “Casa Blanca”. Al presidente Peña esos momentos difíciles le preocupan porque “lastiman el ánimo de los mexicanos y la confianza ciudadana en las instituciones”.  No le alarman las causas, sino las consecuencias de ese disgusto público. En un significativo reconocimiento de la importancia que el poder político les confiere a espacios como Twitter y Facebook, pero olvidando que gran parte de la opinión crítica también tiene eco en los medios de comunicación convencionales, el presidente Peña deplora: “Los medios digitales y las redes sociales reflejan estos sentimientos de preocupación y enojo; manifiestan que las cosas no funcionan y dan voz a una exigencia generalizada de cambio inmediato”.
Esas preocupaciones que aparecen al comienzo del mensaje presidencial se hilvanan con la arenga final cuando advierte contra las “salidas falsas”. Peña se refiere “al riesgo de creer que la intolerancia, la demagogia o el populismo, son verdaderas soluciones”.

El Presidente reconoce que el ánimo social se erosiona más debido a las estrecheces de la economía. Crisis financieras, encarecimiento de divisas fuertes, desplome de los precios del petróleo, agobian a la economía y acentúan la inquietud de la sociedad. Para enfrentar las nuevas insuficiencias presupuestarias hay, dice Peña, tres caminos. Una, subir impuestos: “Esta opción no la vamos a tomar. Para crear empleos, las empresas y las familias necesitan tener certidumbre tributaria”. Otra posibilidad sería “endeudar al país”, pero “por supuesto, esta alternativa tampoco la vamos a tomar”. Por ello, y ésa es la salida que encuentra, “le toca al gobierno apretarse el cinturón”.

Al descartar sin mayor análisis la posibilidad de reforzar los recursos del Estado por la vía fiscal, e incluso contratando préstamos, el presidente Peña actúa con una obcecación equiparable a la que cuestiona. Desde luego, un endeudamiento sin medida o un aumento de impuestos que perjudicase a los más empobrecidos serían graves desatinos. Pero si cuenta con recursos para estimular la economía, promoviendo obras de infraestructura que provean de empleos y la inversión en actividades productivas, el Estado puede ser una palanca del desarrollo. En cambio, Peña quiere un Estado que se limite a contemplar, amilanándose, una crisis ante la que se declara rebasado.

En todo el mundo los gobiernos refuerzan los ingresos fiscales y se endeudan de manera moderada para resistir vicisitudes como las que en México se enfrentan únicamente confiando en los vaivenes del mercado. Para Peña, el fortalecimiento del Estado con medidas de esa índole sería populismo y demagogia.

La animadversión de Peña y de quienes le escribieron el discurso al empleo de recursos de la política económica para fortalecer el Estado reproduce las recetas de quienes, en otros momentos, recomendaron que las crisis fueran resueltas gracias a los ajustes del mercado. Rudiger Dornbusch, conocido economista del MIT de Chicago, cuestionó la intervención estatal hace un cuarto de siglo: “Entendemos por ‘populismo’ un enfoque al análisis económico que hace hincapié en el crecimiento y la redistribución del ingreso, y minimiza los riesgos de la inflación y el financiamiento deficitario, las restricciones externas y la reacción de los agentes económicos ante las políticas ‘agresivas’ que operan fuera del mercado” (Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards, “La macroeconomía del populismo en América Latina”, El Trimestre Económico 225, enero-marzo de 1990).

Ése es el populismo que rechaza Peña. Pareciera una actitud sensata en contraste con los abusos que han resultado de un excesivo estatismo, pero no toma en cuenta la necesidad de que el Estado tenga instrumentos para propiciar el crecimiento y regular a los mercados. La escuela económica que defiende el Presidente de México perdió hace rato la credibilidad que tuvo en algunos sectores. Hoy en día, incluso el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo reivindican el fortalecimiento del Estado e incluso la contratación de deuda, como ayer en estas páginas explicó el economista Ricardo Becerra.

La doctrina a la que se allana Peña ahora es reivindicada solamente por posiciones reconociblemente conservadoras. En España, por ejemplo, la secretaria del Partido Popular, Dolores de Cospedal, dijo hace algunos meses: “la demagogia, el populismo y el oportunismo no valen para sacar a países, regiones o pueblos enteros de la crisis… Vale trabajar, vale estar y vale confiar, que es lo que hemos hecho nosotros” (ABC, 13 de abril de 2015)

Ése es el modelo, que padece al menos 25 años de atraso, que postula Peña Nieto. Y lo hace con algunas contradicciones. A pesar de su reticencia a las que considera políticas populistas, anunció medidas muy pertinentes como el impulso al desarrollo de las regiones más pobres. Todo ello requiere más recursos que no podrán surgir únicamente de los ahorros gubernamentales, por estrecho que sea el nuevo cinturón de Peña Nieto. Por otra parte, los bonos que se colocarán en la Bolsa para respaldar la infraestructura educativa son una forma de endeudamiento por mucho que ahora el gobierno rechace esa denominación.

Es preciso que el gobierno revise la concepción fundamentalista y atrasada que mantiene en sus decisiones económicas. Es pertinente contender ante autoritarismos populistas como los que hoy se mantienen en otros países. Pero no se vale hacer del populismo un fantasma a modo para eludir la acción responsable del Estado y la discusión sobre ella.

ALACENA: Ayotzinapa, reemprender la indagación
Las contundentes conclusiones que ayer presentó el Grupo de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos obligan al gobierno a replantear la versión oficial sobre los asesinatos de los normalistas de Ayotzinapa. Es posible que esos hechos terribles hayan sido precipitados por intereses del narcotráfico. Pero se ha documentado el papel de la policía de Iguala e incluso de elementos del Ejército y se desbarató la historia de la incineración en Cocula. El gobierno mexicano está obligado a responder, una por una, a las puntuales recomendaciones de esos expertos.