Ricardo Becerra
La Crónica
27/03/2016
Hasta los ocho años mis héroes terrenales tenían fuertes resonancias, memorizables instantáneamente, portuguesas: Pelé, Jairzinho, Tostao, Rivelino… esos campeones hechos casi mexicanos por sequía moral y ganas autóctonas de adoptar un equipo ganador, huérfanos sé, en ese mundial organizado por nosotros.
Todo eso lo asimilé por la televisión, el radio, mis amigos y por su correlato de conversaciones en casa: habíamos sido la sede universal del mejor fútbol nunca visto en la historia, “El” mundial –decía Ángel Fernández- la Ilíada del fútbol, escenario del “partido del siglo”… ni más ni menos.
Bueno. Eso creía y es posible que la versión-ilusión tuviera buenas dosis de verdad: México 70 fue un gran espectáculo de fútbol y el partido de Alemania contra Italia sigue siendo un ejemplo épico, en toda la línea.
Los años pasaron y mejor enterado, a los nueve, pude ver en mi televisión Philips a color, el primer mundial completo de mi vida –eran vacaciones- desde Múnich, y lo que miraba era ya muy otra cosa. Una cosa que no alcanzaba a entender. Brasil se contoneaba en sus laureles, pero lo realmente relevante venía de Polonia, Alemania y sobre todo, de Holanda. Allí había ocurrido una gran transformación del que no estaba enterado –entre otras cosas- porque Haití nos había despedazado penosamente y nuestra selección no acudió a ese mundial.
Pero el fútbol de 1974 era una cosa muy diferente al de 1970, algo francamente inentendible para mi, pero que lo escuchaba una y otra vez de mis mayores y de los muy limitados comentaristas deportivos (de entonces como ahora). La “naranja mecánica” hacía un tipo de juego que nunca se había visto a ese nivel y en efecto, deslumbraba, ganaba, arrasaba.
El fútbol dejaba de ser el oficio del portero enorme, de la gambeta azarosa, del pase sorpresivo después de la jugada semilenta y del remate imparable ejecutado por un semidios venerado… para volverse una organización. No podía entenderlo.
Creo que pude captarlo muchos años después, pero lo que se veía en 1974 y luego en 1978, era el fin de la inocencia futbolística: un juego cerebral, un tipo de plan y de jugadores que hacían lo que nadie había imaginado: rotar, cambiar de lugar, correr y no tocar el balón más de tres veces por posesión (eso lo decía Fernando Marcos).
Era el inicio de otro fútbol que a los mas exquisitos les impuso una mojonera infranqueable y que por eso volvió incomparable a Pelé, a Di Stéfano, a Puskás, con el recién fallecido Johan Cruyff.
¿Qué pasaba? Los diez jugadores en el campo rotaban, no tenían una posición; cada 15 minutos un jugador promedio, de cualquier selección, se encontraba con un holandés diferente, desconcertante: Neeskens, Krol, Rep y Blakenburg, en 1974. A su vez, cada holandés jugaba de defensa, medio o delantero en secuencia de 15 minutos lo que imponía una sincronización y una potencia física que no se había visto –de conjunto- en el fútbol. Era el nacimiento de la modernidad.
Fue Rinus Michels, el entrenador de entonces, quien concibió desde 1970 la idea de este nuevo fútbol (al que México todavía no llega), pero Cruyff es el artífice que lo encarnó, lo hizo plástico, plausible y practicable, incluso, el que sazonó y mejoró las ideas de su propio director técnico.
Las selecciones y los equipos de entonces –y después- vieron titanes que siguieron cargando a sus equipos sobre sus hombros (Beckenbauer, Maradona, Platini, Zidane) pero la idea holandesa siguió pesando y haciendo hegemonía entre las tribus de los muy bien pagados tácticos del fútbol.
Holanda (y Cruyff) nunca consiguieron un título, pero su escuela y su concepción cuajó en el Áyax y en el Barcelona con resultados no superados hasta hoy.
El fútbol dejó de ser materia de artistas (si con la excepción de Messi), para convertirse en un conglomerado de talentos que aparecen o desaparecen en el campo, que responden a una idea preconcebida y a una condición física insólita (Arjen Robben, nuestro verdugo en 2014, a su edad, es más rápido y soporta más recorridos en el campo que el jovencito Cristiano Ronaldo, por ejemplo).
Ese señor Cruyff me (nos) obligó a pensar en el futbol como una cosa seria. Le quitó la inocencia a un deporte que parece sencillo, simplón, hijo del genio lo mismo que del error. Su muerte no hace mas que subrayar que lo que el jugó, dirigió y escribió, tardará años en convertirse en un juego mucho mas exigente y también interesante.