Ricardo Becerra
La Crónica
17/09/2017
Desde hace algunos años se volvió un lugar común: las campañas electorales en México son repetitivas, aburridas, apenas y dejan un vago recuerdo de su mensaje y lejos de suscitar entusiasmo, las más de las veces, generan rechazo e incluso hartazgo.
Los diagnósticos son variados, algunos, muy interesados. Se culpa por ejemplo al famoso “modelo de comunicación política” y su retahíla de noventa y tantos spots diarios por estación durante muchas semanas de campaña. Y por supuesto que algo hay de eso.
Otros creen que el divorcio entre las élites, especialmente la llamada “clase política” y todos los demás, se va haciendo cada vez más un abismo insalvable: nada de lo que digan”los políticos” es creíble o merece atención o reflexión. Nuestra democracia y nuestras elecciones se mueven así, mediadas por un gran muro colocado entre partidos, candidatos y los ciudadanos o votantes.
Y sí, hay algo de verdad en todo esto. Pero ambas explicaciones (y otras más) omiten una cuestión crucial: ¿qué está pasando en la sociedad a la que se dirige la política y los mensajes políticos?, ¿cómo ha evolucionado a lo largo de los últimos años lo que antes conocíamos como el “espíritu de la época”, y hoy se mide instantáneamente como simple trendig topic? En resumidas cuentas ¿no parece claro que toda comunicación debe conocer el humor de los mexicanos antes de cualquier decisión, de cualquier fraseo, producción o mensaje? Evidentemente, este diagnóstico y este tipo de trabajo es mucho más complejo y requiere de un poder de exploración e investigación social riguroso y bien representativo.
Creo que en México no hemos dado este salto en la concepción misma de la comunicación política, y esto explica gran parte de las campañas fallidas, truncas y el divorcio entre comunicación y la escucha de los ciudadanos. Y es que la simple mercadotecnia, la que ofrece datos y mensajes manufacturados en gabinetes, es todavía dominante y tiene el defecto de no tomar en cuenta ni el momento anímico, ni la historia ni el contexto o el tipo de sociedad a la que interpela.
La sociedad mexicana no es la misma que la del año 2000; tampoco la del año 2010, mucho menos la de los años noventa del siglo pasado. Una serie de procesos, acontecimientos, percepciones y sobre todo, expectativas rotas, han moldeado un espíritu cargado de preocupante, masiva, desesperanza.
Por supuesto que no todo el país ha evolucionado de la misma manera ni en la misma escala ni a la misma velocidad. Sin embargo, la tendencia general a lo largo de las últimas dos décadas muestra que la mexicana es una sociedad cansada de creer y fracasar una y otra vez; una sociedad sin aliento, con muy pocas oportunidades de crecimiento, de construir un mejor futuro, en la que las puertas se cierran, sin salidas a la vista.
El hecho no es exclusivo de México por supuesto, —mucho menos después de la gran crisis financiera que convulsionó al mundo financiero y a la economía de casi todos los países— pero el humor social mexicano ya arrastraba un profundo pesimismo desde la mitad de los años noventa y la llamada crisis del tequila.
No hablo solamente de la situación material, aunque evidentemente importa. La simple batería de datos y correlaciones empíricas, muestra que las dos décadas que nos preceden no son el escenario de estabilidad, sino de oscilaciones contingentes que suspenden la actividad, el empleo, la producción, el ingreso y que en sus fluctuaciones excluyen y han vuelto más desigual a la sociedad. Los episodios de nuestra historia económica reciente son bien conocidos: el desplome de las cuentas externas y del sistema bancario de 1994-95; la recesión más larga de la historia moderna (38 meses) entre agosto de 2000 hasta septiembre de 2003; efectos de la crisis financiera en 2009; continua desaceleración desde la segunda mitad de 2012 con una virtual recesión en 2013 y una expectativa a la baja para la última parte de 2017.
En lo económico, pero también los eventos y acontecimientos juegan un papel estelar en la configuración del humor social: el cruento fracaso del gobierno de Carlos Salinas; la llegada de la democracia y el triunfo de un Presidente intrascendente; la crisis postelectoral de 2006; las noticias casi cotidianas de violencia y crimen en buena parte del país; la tragedia de Ayotzinapa, y muchas otras noticias o circunstancias, juegan un papel tan relevante como el contexto económico real.
En resumen: en los últimos 25 años ha cambiado masivamente el carácter de nuestra sociedad, pero de una forma inquietante, degradante. Las personas que fracasan, que viven permanentemente en el límite del estrés, con miedo al entorno, inseguridad en el futuro, en un nivel de subsistencia mínimo, difuminan una atmósfera corrosiva proclive a la anomia, la falta de respeto a las reglas de convivencia, la violencia a flor de piel.
Más vale tenerlo en cuenta, ése es el México sobre el cual acaba de iniciar el proceso electoral 2018.