Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G.,
22 de octubre, 2015
Como se sabe, el entusiasmo partidofóbico se ha adueñado desde hace tiempo de ciertas franjas del ánimo público, hasta alcanzar en algunos círculos mediáticos, empresariales y sociales (casi) el estatus de nuevo deporte nacional. Desde el punto de vista de la sociedad política, es un entusiasmo bipolar, pues al mismo tiempo se vota o se castiga discreta pero masivamente a los candidatos de los partidos, mientras por el otro se alaba escandalosamente la emergencia de los candidatos sin partido. Algunos intelectuales y analistas, muchos periodistas y líderes empresariales, y no pocos ciudadanos de a pie, celebran en ocasiones con júbilo la llegada de políticos que no se presentan como tales, que dicen no pertenecer a ninguna organización tradicional y que suelen presentar como prendas de sus almas políticas la probidad, la honestidad o la transparencia, que prometen austeridad y castigo a los corruptos, a los ladrones y a los vende-patrias de oficinas y escaños que antes, durante o después de ellos han ocupado puestos públicos. Esas emociones y arrebatos discursivos, cimentados en razones pantanosas, tan llenos de una retórica simplista pero relativamente eficaz, forman parte irremediable de nuestro espíritu de época. Pero, ¿qué las provoca? ¿cómo explicarlas? ¿de dónde han surgido? ¿qué tan extendidas están?.
No hay respuestas fáciles a estas preguntas difíciles, aunque para muchos de los “independifílicos” las respuestas sean obvias. En realidad, no hay explicaciones contundentes, sólo explicaciones rivales, hipótesis, sospechas, conjeturas, que tienen que ver quizá con lo que pensadores como Enzesberger denominaron hace tiempo como la “expansión de la sub-política”, es decir, la aparición de nuevos comportamientos políticos no partidistas que se desarrollan azarosamente por fuera de las organizaciones partidarias, para luego pasar a formar parte de nuevos partidos o nuevas formas de agregación de intereses (diversificación de grupos de interés o de presión, movimientos, redes, ong´s) que colocan ciertos temas, ideas e intereses en la agenda pública. Para otros intelectuales, como por ejemplo el sociólogo alemán Ulrich Beck (fallecido el primer día del 2015), el súper-individualismo de la sociedades del siglo XXI se significa como el fenómeno que ha desplazado la era de las potentes solidaridades e identidades políticas que surgieron a lo largo del siglo XX, esa era que permitió la edificación del Estado Social junto con el florecimiento del sindicalismo y los grandes partidos políticos de masas, de izquierda y derecha. De acuerdo a estas tesis, la era del individualismo salvaje surgida en el contexto del fin de la guerra fría y de la globalización de capitalismo, ha desplazado a la era de las solidaridades identitarias, gremiales, territoriales, urbanas o rurales.
Si ello es correcto, el fenómeno del individualismo ha llegado al territorio mexicano de la política electoral y de la política-política. Su expresión más clara es el independentismo, esa figura tan ambigua como el populismo, pero que resulta atractiva en el contexto de la crisis de representación política de los partidos, el debilitamiento del Estado, y las difusas contribuciones de la democracia a la mejoría del bienestar y el desarrollo económico de la sociedad. Son individuos que se han despojado (o intentan hacerlo) del “olor a establo” que significa la militancia en los partidos políticos -como refiere con ironía envenenada el propio Enzensberger-, para tratar de cubrirse con el olor a santidad de la sociedad civil. El tránsito de la “sociedad solidaria” a la “sociedad de los codazos” –como las denominó Beck hace un par de décadas- forman el telón de fondo del nuevo discurso independentista en la esfera política, un vago relato en el cual los candidatos y los políticos independientes, real o aparentemente no afiliados a ningún partido ni adscritos a ninguna ideología, representan como ningún otro caso el ascenso de la estrategia de la desideologización de la vida política contemporánea como una vía para legitimar sus propios intereses.
“Vota por un ciudadano, no por un político”, “Ciudadanización de la política”, “Fuera los corruptos”, “No robaré”, forman parte de las frases toda-ocasión que en distintos momentos y circunstancias han utilizado distintos personajes y personajillos de nuestra vida política reciente para tratar de protegerse bajo el amplio y virtuoso manto simbólico de la pureza política independentista. Un probado expriista como “Gobernador independiente” en Nuevo León (el “Bronco”); un orgulloso heredero del neopanismo en la Cámara de Diputados (Clouthier), o un activista social (Kumamoto) en el Congreso de Jalisco, son los rostros públicos de coyuntura de esos impulsos independentistas que se abren paso a codazos entre los espacios dominados tradicionalmente por los partidos. Y ya se sabe: esas figuras no importan tanto por lo que son, sino, sobre todo, por lo que representan.